Benjamin: mesianismo y utopía*

Bolívar Echeverría


Los intelectuales y los dilemas políticos en el siglo XX, tomo I, México, Triana Editores, 1997.

Articular históricamente el pasado no significa
conocerlo "como verdaderamente ha sido".
Significa adueñarse de un recuerdo tal como éste
relampaguea en un instante de peligro.

 

I. Abordar la dimensión política de la obra de Walter Benjamin en busca de la actualidad de su discurso implica necesariamente entrar en conflicto con la noción corriente de actualidad. En efecto, el lado político no sólo de la obra sino también de la vida de Walter Benjamin puede ser visto como uno de los más claros ejemplos de extemporaneidad a lo largo del siglo XX. Incluso sus tomas de posición explícitas, que lo alían inconfundiblemente con los movimientos de izquierda y su utopía de una modernidad comunista, incluyen un sesgo de argumentación que está en contraposición con la cultura política contemporánea, con aquello que se ha concebido y se concibe como discusión en torno a las alternativas de la gestión soberana del Estado. Su discurso político es inservible en la discusión política directa, en la lucha ideológica, estratégica y táctica de los frentes, los partidos, las fracciones y los individuos que han protagonizado las tomas de decisión políticas y han pretendido hacer la historia en este siglo. La inactualidad evidente del discurso político de Benjamin se invierte sin embargo en una peculiar actualidad de otro orden cuando, en este fin de siglo –y de milenio–, en condiciones en que la cultura política de la modernidad capitalista parece irremediablemente fatigada, nos percatamos de lo mucho de ilusorio que ha tenido todo el escenario político, aparentemente tan realista, del siglo XX; del alto grado de inactualidad respecto de la vida política profunda de las sociedades modernas, del que ha adolecido la noción de gobierno de los estados tradicionales y sus reacomodos posmodernos.

  Apenas ahora, cuando este siglo termina, parece llegado el tiempo de considerar el incómodo atractivo que siempre tuvieron las esporádicas –a un tiempo lejanas y apasionadas– intervenciones de Benjamin en el discurso político y de tomarlas en serio como tales, y no solamente como extravíos políticos de un hombre de letras. Esta preocupación extemporánea por lo político, esta falta de conexión con el ajetreo de la realpolitik, que se da sin embargo dentro de un compromiso profundo con el acontecer de la vida pública; esta especie de nostalgia por el presente, que ilumina al discurso de Benjamin cuando habla de lo político, hacen de él un discurso especialmente fascinante. En medio de una situación de crisis generalizada de la cultura política y del discurso político en cuanto tal, la aproximación de Benjamin a lo político, tan excéntrica, tan extemporánea, tan fuera de la realidad como parece estar, se enciende con una capacidad desbordada de irradiar sugerencias y adquiere una seducción inigualable.

 

II. Al hablar de Walter Benjamin resulta casi ineludible hacer referencia a la imagen que tenemos de él como persona: la imagen del indefenso. Esta imagen tan magistralmente delineada por Hannah Arendt, en su retrato del buckliger, se impone por sí misma cada vez que se trata de describir la ubicación de Benjamin en el mundo en que le tocó vivir. Es, sin duda, una imagen atinada; pero es también una imagen incompleta, unilateral y, en esa medida, engañosa. Las malas relaciones con el padre –gemelo berlinés, podría decirse, de ese otro padre paradigmático que en esos mismos años, en Praga, le hacía la vida imposible a Franz Kafka–; el malentendido cotidiano con la familia y con los amigos; la inadaptación a la vida académica de la universidad, todos estos son rasgos típicos de la sociabilidad de alguien que no está en buenos términos con el mundo y que lleva sin duda las de perder. A esto es necesario añadir sus malas relaciones con el dinero que, si bien no le impedían sistemáticamente –como a Baudelaire, el héroe de Benjamin– la disposición de las reservas, el acceso a los objetos de la alta cultura, mantenían su vida en una situación de precario bienestar, de inseguridad permanente. Pero esta inadecuación con los usos de su tiempo, con las costumbres de su ciudad, que da a Benjamin la apariencia de alguien anacrónico o excéntrico, no puede verse solamente como un vuelco autodestructivo de sus pulsiones. Más allá de esto, es el resultado necesario de una vida que, para afirmarse como tal, tiene que cumplirse contra la corriente, en medio de una propuesta difusa pero incondicional de inadecuación con las condiciones en las que debe desenvolverse. En este sentido, su indefensión no es pasiva sino activa, no es una indefensión sufrida sino provocada por él mismo. Expresa una afectividad militante pero ambivalente ante una realidad global, sintetizadora de todas las realidades particulares que pueblan el horizonte de su experiencia; una realidad que él percibe a un tiempo como fascinante y amenazadora, como deseable y repulsiva, y en la que no es posible distinguir con claridad dónde termina lo uno y dónde comienza lo otro. Esta realidad a la que, siguiendo a Baudelaire, hemos dado en llamar modernidad y que él intentará descifrar a lo largo de toda su obra, especialmente en ese libro-río que dejó inconcluso y al que dio el nombre de Los pasajes de Paris.

  Como introducción a la exposición de esta mañana quisiera destacar un aspecto de esa realidad tan rica y compleja que conforman la vida y obra de Benjamin. Quisiera referirme a su condición judía. Walter Benjamin no es sólo uno de los grandes autores con los que cuenta la cultura occidental europea en los años veinte y treinta de este siglo, uno de los más inquietos y agudos cultivadores y críticos de esa cultura y de la vida moderna que se ha desarrollado a partir de ella. Es, sin duda, prototípico del intelectual europeo moderno, pero lo es de un modo particular, propio de una condición específica a la que podríamos llamar la condición judía. Para aproximarnos un poco a este momento constitutivo de la vida y la obra de Benjamin conviene tener en cuenta lo siguiente. Cuando hablamos de la cultura occidental europea y la queremos ver como una cultura que debería estar más allá de los particularismos nacionales del continente y los pueblos europeos, que contendría el esbozo de una cultura universal y con ello la prueba de que tal cosa es posible, el contexto al que hacemos referencia es en verdad una construcción imaginaria en la que sólo algunos de los europeos –o todos ellos pero sólo parcialmente o sólo de vez en cuando– habitan realmente. Hablamos de algo que, en verdad, no existe: no de una realidad sino de un sueño. El viajero que se acerca de la periferia americana a Europa y busca en ella, como algo directamente perceptible –más allá de la uniformidad impuesta por el consumismo moderno–, una identidad universalista compartida, se encuentra con que tal cosa no existe; se percata de que el acercamiento es siempre a Alemania, a Francia, a Inglaterra, a realidades humanas de identidad excluyente, y de ninguna manera efectivamente a Europa. Por lo general, las distintas culturas nacionales del continente europeo se dan la espalda unas a otras; el diálogo entre ellas, las raras veces que deciden establecerlo, les resulta sumamente difícil.

La inadecuación con los usos de su tiempo, con las costumbres de su ciudad, que da a Benjamin la apariencia de alguien excéntrico, no puede verse solamente como un vuelco autodestructivo de sus pulsiones, sino como el resultado necesario de una vida que, para afirmarse como tal, tiene que cumplirse contra la corriente.

  El sueño de una cultura europea en el que vivió Walter Benjamin es un sueño que comenzó a adquirir perfil a finales del siglo XVIII, el Siglo de las Luces, y que se desvaneció de repente, con la Segunda Guerra Mundial, en este, el siglo XX, que parece ser el Siglo de las Tinieblas. Era un sueño que intentaba contrarrestar los efectos devastadores de la barbarie nacionalista por la que había decidido marchar la historia de la modernización capitalista. Que pretendía continuar, pero en el registro laico, lo que la ecclesia catholica había hecho bajo el registro religioso en los tiempos de la preparación de la modernidad: afirmar, aunque fuera bajo el inseguro nombre de Europa, la validez de esa socialidad abstracta y universal del intercambio mercantil, que es indispensable para la civilización moderna en la medida en que implica el modelo de una cultura del ser humano en general, más allá de las determinaciones que provienen de los sujetos trascendentes (las comunidades convertidas en estados) y su concreción atávica excluyente. Los principales constructores de la cultura europea debían encontrarse así, comprensiblemente, entre aquellos que deben querer que ese sueño sea una realidad porque del hecho de que lo sea depende la justificación del carácter sui generis de su propia identidad. No es exagerado, por ello, decir que la cultura de una Europa cosmopolita, universal, ha sido un sueño cuya realización se emprendió en gran medida desde la condición judía: si en algún lado prendió la ilusión de ser europeo fue justamente, y con fuerza avasalladora, entre los que podríamos llamar intelectuales judíos. Eran, dentro de la comunidad judía de la diáspora, aquellos que reconocían, como lo dice bien George Steiner, que el pueblo judío no puede ni necesita tener ya otro territorio que no sea el libro, la Escritura, y más aun: la quintaesencia de la Escritura. Aquellos que creían ver la posibilidad de su integración, como judíos, en la sociedad moderna, una sociedad de nuevo tipo, cuya cultura parecía estar en proceso de liberarse de la concreción excesiva de su código, de desechar ciertas marcas de su identidad que se habían convertido en simples emblemas superficiales o folclóricos, y de constituirse, por tanto, como una cultura universal. Un sueño: el de los judíos que intentaron tomar distancia respecto de la existencia tradicional en sus comunidades y fundirse o integrarse efectivamente en la sociedad universal.

  Esta disposición que los intelectuales judíos creen encontrar en la historia de la cultura occidental europea parece empatar, por otro lado, con lo que podríamos llamar el carácter protéico de la identidad cultural judía. La observación de Steiner es sin duda correcta: donde se juega la identidad judía es en la estructuración de los contenidos de un código cultural más que en estos contenidos mismos. La identidad de la cultura judía no está enraizada en determinadas simbolizaciones elementales efectivas, como lo está la identidad cultural de los pueblos sedentarios de Europa. Es una identidad que puede ser nómada, que, en este sentido, puede ser abstracta, plasmarse en el nivel de los modos de uso, en las estrategias del habla de cualquier código. Esta capacidad de moverse entre los distintos códigos que permanecen atados a sus propios contenidos, de salvaguardar su identidad perdiéndola aparentemente al pasar a través de otros códigos, es justamente la que parece tener su contraparte en el proceso de universalización de la cultura europea que se anuncia en la modernidad. El integracionismo de una buena parte de la población judía de la Europa central y occidental en una cultura europea universal, más deseada que real, es un movimiento histórico que se deja medir en la magnitud y la diversidad de esa gran constelación de políticos, profesionistas, intelectuales y artistas judíos que se extiende favorablemente sobre todo el panorama de la alta cultura europea a comienzos de este siglo.

  Por esta razón, después de la Segunda Guerra Mundial, nada estaba más justificado que la actitud de Adorno –amigo un tanto paternalista de Benjamin y uno de los directores, junto a Horkheimer, del Instituto de Investigaciones Sociales de Frankfurt, del que Benjamin fue becario y colaborador–; una actitud que compensa la amargura y el desengaño por un sueño que se ha desvanecido –por el proyecto fracasado de levantar una cultura universal de corte europeo en Europa– con una fidelidad casi metafísica al cultivo de la razón crítica.

 

III. El contenido de mi exposición de esta mañana es un breve comentario a una pequeña obra, de diez paginas, de Walter Benjamin. La obra se llama Sobre el concepto de historia y es conocida también como Tesis sobre filosofía de la historia.

  No tenemos ningún texto acabado de este que es el último escrito de Benjamin. Sobre el concepto de historia es un borrador asentado en diferentes momentos de 1940, año que será el de su muerte, en un cuaderno de notas y en papeles de muy distintos formatos, inclusive en bordes de periódicos. Es un escrito hecho por un hombre que huye, por un autor perseguido; por un intelectual judío que está viviendo precisamente el despertar macabro de ese sueño al que acabo de referirme, en el que nació y vivió y al que se entregó deliberadamente. El texto Sobre el concepto de historia está pensado como una introducción a Los pasajes de Paris, una obra de factura innovadora, con la que Benjamin pensaba introducir un nuevo tipo de discurso reflexivo, poniéndolo a prueba en una historia crítica de la modernidad, abordada en su conjunto pero desde el mirador de la cultura cotidiana de Paris, ciudad a la que él llamo “la capital del siglo XIX".

Benjamin parte del doloroso reconocimiento de que todo el movimiento histórico real conocido como socialismo ha sido un intento fracasado y en las tesis Sobre el concepto de historia se imagina lo que podría ser un discurso verdaderamente revolucionario en la época del ocaso de la modernidad.

  Un ánimo público de cierta tendencia parece dominar la escritura de este texto, el ánimo coyuntural de derrota y de indignación que prevalecía entre todos los antifascistas consecuentes después del Tratado de Munich (1938) y del Pacto Germano-Soviético (1939). Con el primero, los gobiernos occidentales –que debían defender la democracia frente al totalitarismo- habían claudicado ante el Tercer Reich; con el segundo, los intereses del imperio ruso habían pasado a suplantar ya definitivamente a los de la revolución socialista. El texto de Benjamin está redactado dentro de esta atmósfera anímica de impotencia y encono, y así lo delata en numerosos pasajes.

  Se trata sin duda de un texto inconcluso, pero la pequeña obra que contiene es a tal grado coherente, que parece terminada, definitiva. Sobre el concepto de historia esboza una crítica de los fundamentos teóricos del discurso socialista, teniendo en cuenta como elemento de referencia la versión oficial del mismo, la que desde finales del siglo XIX se conoció como teoría o marxismo de la social-democracia y que, pasado el tiempo y sin alteraciones verdaderamente sustanciales, pasó a ser la teoría o el marxismo del socialismo real. Benjamin parte del doloroso reconocimiento de que todo el movimiento histórico real conocido como socialismo ha sido un intento fracasado. Y en las pocas diez páginas de esta obra se imagina lo que podría ser o lo que debería ser el núcleo de un discurso socialista verdaderamente histórico y verdaderamente materialista, de un discurso revolucionario en la época del ocaso de la modernidad.

  En el texto de Benjamin habla un discurso extemporáneo, que se sostiene en la soledad, que no se sustenta en una praxis política real. Es un texto esencialmente político, pero escrito paradójicamente por alguien que carece de interlocutores políticos; un texto, además, que tiene claridad sobre esto, que sabe que es una palabra pérdida en el aire, dicha tal vez, en el mejor de los casos, para unos hipotéticos socialistas del futuro. La crítica del socialismo que Benjamin plantea en el está formulada en un nivel tal, que atañe lo mismo a la tradición occidental de la socialdemocracia que a su versión europeo-oriental o stalinista. Para él, en efecto –como para tantos otros marxistas heterodoxos, de Korsch y Brecht a Wittfogel, Bloch o Horkheimer– el comunismo stalinista no es más que una configuración específica de un fenómeno ideológico que lo precede, esto es, de la socialdemocracia, del socialismo tal como se desarrolla –en desacuerdo más o menos explícito con Marx– en el último cuarto del siglo XIX en Alemania; un socialismo que marcará en definitiva la pauta de lo que habrá de ser la cultura política revolucionaria a lo largo del siglo XX. Es en abierta polémica contra esta cultura política, de la que el "socialismo real" recientemente desaparecido era la expresión postrera y más disminuida, como se redactan las tesis de Benjamin sobre el concepto de historia.

 

IV. Quisiera destacar en estas Tesis un aspecto que puede ser, en cierto sentido, su aspecto central; se trata de un esfuerzo discursivo sumamente peculiar que pretende conectar dos tendencias contrapuestas, inherentes, la una, a la cultura judía y, la otra, a la cultura occidental: la tendencia al mesianismo, por un lado, y la tendencia al utopismo, por otro. Tal vez lo más característico y lo más fascinante del discurso de Benjamin en esta obra sea justamente este intento.

  En la época en que Benjamin escribe las Tesis sobre filosofía de la historia la relación afectiva más fuerte que mantiene, aparte de la casi fraternal con Gerschom Scholem, es sin duda con comunistas como Asja Lacis o Bertolt Brecht. Especialmente con Brecht –poeta y hombre de teatro de primer orden, hombre político, comunista militante, que pretende estar más allá del totalitarismo stalinista y que plantea una y otra vez la necesidad de imaginar un socialismo y un marxismo diferentes–, se encuentra en un diálogo intermitente y productivo, a veces tenso, dados los malentendidos provenientes de la incompatibilidad de sus personalidades, pero sustentado en una simpatía básica. Hasta cierto punto, las Tesis sobre el concepto de historia son una especie de carta que Benjamin escribe a Bertolt Brecht para exponerle algo que le había planteado ya verbalmente en sus discusiones en Dinamarca o de paso en la correspondencia, pero que nunca había podido formular adecuadamente: cómo cree él que podría ser el materialismo histórico, el discurso teórico marxista adecuado a un socialismo verdaderamente revolucionario.

  Dicho en pocas palabras, lo que Benjamin propone en estas páginas es lo siguiente: introducir una radical corrección mesiánica al utopismo propio del socialismo revolucionario. Ha llegado el momento, dice, de que el discurso histórico materialista, preparándose para una nueva –posible, deseable– época de actualidad de la revolución, dé un vuelco; de que reconozca y asuma que, en lo profundo, lo principal de él es su momento teológico, es decir, la acción en él, implícita pero determinante, de una tematización de algo así como lo divino, de un drama cuya tensión, al desenvolverse en la marcha de las cosas, unifica al género humano como realidad histórica. Me atrevo a pensar que en esta propuesta de transformar el utopismo occidental mediante el mesianismo judeocristiano, más allá de su apariencia escandalosa, se encuentra el punto más inquietante y sugerente de este texto de Walter Benjamin. ¿Utopismo occidental, mesianismo judío?

Lo que Benjamin propone es introducir una radical corrección mesiánica al utopismo propio del socialismo revolucionario... Mesianismo y utopía: dos modos completamente distintos de vivir la evanescencia de lo dado, de estar en la realidad, pero cuestionándola y trascendiéndola.

  El utopismo occidental, en el sentido último de la palabra, consiste en una determinada manera de estar en el mundo en que vivimos; de vivirlo como un mundo que normal o efectivamente es imperfecto, incompleto, inauténtico, pero que tiene en sí mismo, coexistente con él, una versión suya, perfecta, acabada o autentica; una versión, además, que debería estar siempre en el lugar o la dimensión de lo real, pero que no está allí, que no tiene lugar mas que en aquellos momentos en que el ser humano merece su estatus ontológico excepcional, es decir, está a la altura de su destino. Este mundo perfecto que está allí como posibilidad del mundo actual, y que es coextensivo a él, constituye el fundamento de una crítica espontánea de lo establecido; es en cierta medida una especie de exigencia objetiva, que le pide transformarse radicalmente o quitarse del lugar de lo realmente existente para ponerse el allí. La percepción del mundo como esencialmente perfectible es propia del utopismo occidental. La percepción del mundo como una realidad que tiene en sí misma otra dimensión, virtual; una dimensión mejor, que quisiera ser real pero que no lo puede ser porque el plano de lo efectivamente real está ocupado, aunque defectuosamente.

  Algo similar a esto, pero en un registro mítico completamente diferente, encontramos también en el espíritu mesiánico. De estirpe oriental, capaz de percibir una lucha permanente entre el bien y el mal como determinante del ser de lo real, mira en la vida humana, lo mismo en la pequeña de todos los días que en la vida grande de los pueblos, una victoria parcial del mal sobre el bien. Culpable por haber roto el equilibrio perfecto del ser, por el pecado original de existir a su manera, el ser humano tiene prohibido el acceso al disfrute del mundo en su plenitud o autenticidad; por ello, en principio, el sentido de la marcha histórica es desastroso. En esta historia, que se muestra dominada por el mal, vislumbra sin embargo la posibilidad de que aparezca algún día el momento de la redención, del acto o el sacrificio mesiánico capaz de integrar al mal humano en el bien universal, revertir ese sentido desastroso de la historia y de (re)abrir las puertas del paraíso para el ser humano. En el planteamiento de la posibilidad de un momento mesiánico de inflexión en el decurso del drama de la Creación, encontramos también, aunque de otra manera que en la tradición occidental, la percepción de que la realidad dada posee en sí misma la potencia de ser una realidad diferente, radicalmente mejor que la efectiva o establecida.

  Dos modos completamente distintos de vivir la evanescencia de lo dado, de estar en la realidad, pero cuestionándola, trascendiéndola. En ambos se vive la riqueza cualitativa del mundo como una metamorfosis, pero mientras en el primero, en el utópico u occidental, ella acontece como un cambio de máscara por parte de las sustancias, en el segundo, en el mesiánico o medio oriental, ella tiene lugar, a la inversa, como un cambio de residencia por parte de las formas. El primero, el utopista –que provendría tal vez de los pueblos atados a un territorio– ve en lo que esta allí, en lo actual o establecido, una versión disminuida de otra cosa que, sin estar allí, podría estarlo. El segundo, el mesiánico –que viene seguramente de los pueblos nómadas– ve en lo que está allí, en lo actual o efectivo, la porción de pérdida que algún día en alguna otra parte habrá de recobrarse.

  A mi ver, el núcleo reflexivo o el punto teórico central en torno al que giran los muy variados temas que Benjamin aborda en sus Tesis está dado por el intento de mostrar como una teoría de la revolución adecuada a la crisis de la modernidad sólo puede cumplir su tarea de reflexión si es capaz de construirse al combinar el utopismo con el mesianismo haciendo que ambos se exijan mutuamente a dar más de sí mismos.

 

V. El texto Sobre el concepto de historia ofrece dos lados o aspectos temáticos complementarios. El uno, mencionado más arriba, es el de una crítica del socialismo real. El otro es el de algo que podría verse como una especie de programa mínimo para el materialismo histórico.

  En la primera perspectiva, la de la crítica del socialismo real, el texto parte de una afirmación que se encuentra en la misma tesis en la que Benjamin nos presenta la razón de ser de su escrito, la Tesis 10. Parece decir: escribo esto porque es necesario ir contra la idea que asume la cultura política moderna de lo que es la vida histórica de las sociedades. Porque, más aun, sólo así es posible replantear la definición de lo político; ir en contra de un modo de lo político que ha fracasado ya muchas veces en dar cuenta de la vida política real y su voluntad democrática, que no ha podido ocultar su nexo profundo con la dictadura oligárquica y su voluntad totalitaria y que, en la coyuntura histórica dentro de la que escribo, muestra una vez más –doblemente– su inoperancia: primero, como incapacidad de encauzar la rebelión social del proletariado en la Rusia imperial y, segundo, como claudicación ante el avance del fascismo por parte de las democracias occidentales. El ejercicio de lo político en la modernidad se sustenta en tres supuestos tenidos por incuestionables: que la historia es una historia del progreso, que las masas son el sujeto de la democracia y que el escenario de la gestión política se concentra en el aparato del Estado. El texto de Walter Benjamin está dirigido contra estas tres convicciones centrales de la cultura política establecida, a la que él, ya en 1940, ve sumida en una crisis insalvable. Pero tal vez el momento central de esta Tesis 11, en lo que respecta a su aspecto crítico, es aquel que tematiza lo que su autor denomina "el conformismo económico del socialismo". Aquí aparece uno de los temas principales y más originales de todo el texto, su famosa crítica del progresismo.

  Benjamin habla de "la adhesión al progresismo" como el rasgo fundamental de lo que ha sido la política socialista desde el siglo XIX. El socialismo, dice Benjamin, adopta con toda naturalidad la suposición de que los trabajadores se encuentran por sí mismos comprometidos en el camino de lo que la sociedad moderna idolatra como progreso; que su vida, que les condena a ser asalariados y explotados, sólo adquiere un sentido en la medida en que está inserta en la necesidad de un destino, que es justamente el destino del progreso. La suposición de que el progreso de la civilización (de la sociedad, de la humanidad) es un escenario real, de que es el escenario ineludible de la historia –de que todo lo que podemos hacer camina, se guía y se entiende a sí mismo a partir de la noción de progreso– y de que los intereses específicos y las exigencias propias de los trabajadores coinciden plenamente con su tendencia y se despliegan adecuadamente en él.

  Esta suposición, sugiere Benjamin, se introdujo en el movimiento obrero revolucionario a través del socialismo que fue puesto en práctica por los partidos políticos socialdemócratas; presuposición que, por otra parte, ha estado en la base del fracaso histórico de dicho movimiento. Y deja entrever la idea de que un verdadero socialismo es impensable sin una idea de economía completamente diferente de la economía puramente mercantil, sin una economía que sea capaz de privilegiar el valor de uso por sobre el valor de cambio y ajena por lo tanto a las exigencias del progreso como crecimiento del capital.

Lo primero y fundamental de una revolución consiste en la interrupción de la marcha natural de las cosas... La revolución aparece, no como el resultado de las determinaciones que están allí, provocándola, sino como el estallido de la libertad.

  Para Benjamin, la relación entre el socialismo real o tradicional y la modernidad capitalista, es, como puede verse, muy estrecha; hay una complementariedad que los identifica profundamente entre sí y que se muestra en eso que él llama "el conformismo del socialismo". El socialismo ha abandonado, calificándola de utópica, toda pretensión de construir una economía de bases diferentes y se ha conformado con la economía capitalista. Deslumbrado por las posibilidades que ella ofreció un tiempo a ciertos estratos obreros de alcanzar un bienestar burgués de segunda clase, ha creído que la dinámica de la economía capitalista lleva por sí misma, sin ningún cambio esencial del escenario económico, a la sociedad socialista. Benjamin insiste en esta argumentación crítica sobre el socialismo al prolongarla en la Tesis 13, en donde, al acentuar esta crítica, le imprime su acento peculiar, único en la historia del pensamiento político contemporáneo. La Tesis 13 contiene uno de los juicios más radicales que uno puede encontrar en contra el progresismo. En ella, en la que este texto alcanza uno de sus momentos teóricos más altos, Benjamin dice lo siguiente: el concepto de progreso que prevalece en la teoría y en la práctica del socialismo real es un concepto dogmático, es decir, defensor obediente del discurso autorizado, aun a costa de volverse ajeno a la vida real. Este concepto de progreso es criticable, dice Benjamin, por lo menos desde tres puntos de vista. En primer lugar, porque lleva a cabo una homogeneización arbitraria al igualar el progreso de la capacidad técnica del hombre con el progreso de la humanidad. ¿Qué razones podemos tener para suponer que el hecho de que haya efectivamente un progreso de la capacidad técnica del ser humano –que pueda desarrollar mejores instrumentos y sepa usarlos cada vez de mejor manera–implique necesariamente que el ser humano haya progresado en su humanidad, se haya vuelto de mejor calidad? ¿Qué bases tenemos para establecer una igualdad semejante? Se trata de una igualación muy cuestionable, que podría ser incluso completamente falsa, como lo sostienen tantos que, por el contrario, y en el incremento del poder técnico del hombre una disminución de su poder específico como ser humano. El segundo punto criticable de la noción de progreso que subyace en la teoría y la practica de la socialdemocracia es la idea de una perfectibilidad indefinida del ser humano en cuanto tal. Es una idea que reprime y disciplina la indefinida multiplicidad de dimensiones que está siempre abierta a la libertad del hombre, presentándola como una realidad secuencial, en la que las principales no son ni deben ser actuales sino que esperan el turno histórico que les tiene reservado la marcha del progreso. Según Benjamin, esta idea de lo humano como un proceso que no tiene fin, como una carrera en la cual el hombre estaría perfeccionándose cada vez más a lo largo del tiempo, no retrata de manera adecuada la infinidad de posibilidades de la autorrealización humana; es apenas una traducción falsa, esquematizadora y empobrecedora de esa apertura ontológica que caracteriza a la condición humana. En tercer lugar, la noción de progreso sería criticable porque convierte algo que solamente puede provenir de una elección tomada en el escenario de lo humano, algo que apareció alguna vez en la historia del hombre y que muy bien podría dejar de estar allí, en algo sobrehumano como el desplazamiento de las estrellas, en un destino ineluctable, transhistórico, en una fatalidad indetenible a la que nadie puede oponerse porque sería constitutiva de la esencia humana. Es una idea que cristaliza y cosifica, que adjudica la calidad de hecho natural a una creación histórica.

  El progresismo de la cultura moderna, al que el socialismo se ha sumado de manera conformista, puede ser criticado de estas tres maneras. Pero lo más criticable de todo, afirma Benjamin –y en este punto su discurso alcanza el máximo de radicalidad–, está en algo que engloba y sostiene a los tres aspectos considerados anteriormente: la idea misma del tiempo en el que tendría lugar dicho progreso. Ésta procede de una noción aberrante e insostenible de la temporalidad, que hace violencia y deforma los datos de la experiencia concreta en el transcurrir del mundo de la vida. Según tal noción, la marcha histórica de la humanidad en su progreso tiene lugar en un escenario temporal homogéneo y vacío que sería esencialmente exterior a ella. La idea de progreso mira al transcurrir de la vida como una serie de alteraciones que siguen una trayectoria rectilínea y ascendente; alteraciones que acontecen dentro de un receptáculo, el tiempo, que no es tocado por ellas y al que ellas no afectan. Es esta apreciación instrumentalista y espacialista del tiempo histórico como un lugar indiferente o ajeno a lo que acontece en él, cuya constitución no tiene nada que ver con lo que el ser humano hace en su historia, la que está en la base, dice Benjamin, de la idea que el socialismo tradicional se hace de sí mismo como hecho histórico, de lo inofensivo de su ideal político e, indirectamente, del fracaso de su praxis. En este sentido, la crítica del progresismo que hace Benjamin va dirigida al núcleo más profundo de la modernidad en cuanto tal, como elección civilizatoria que ha entrado en crisis y que debe de ser examinada en sus virtudes y en sus aberraciones; es una crítica de la manera como el hombre moderno vive, percibe y concibe su historicidad, su temporalidad concreta.

  En la Tesis 12, Benjamin extiende esta crítica hasta la actitud que el mundo moderno mantiene frente a la tradición, actitud que comparten y exageran sus reformadores socialistas. En cierto modo, en su peculiar nivel de abstracción, el texto de Benjamin es un texto de militancia revolucionaria. Dice: "la socialdemocracia ha minado la fuerza espontánea de las clases oprimidas, una fuerza que se alimenta del odio y de la voluntad de sacrificio, y esto lo ha hecho al situar en un futuro luminoso, ideal y apenas probable, aquello que pertenece propiamente al recuerdo tangible e innegable del pasado". Benjamin recurre aquí a un motivo de resonancias claramente judías para afirmar que lo que está en juego es el cumplimiento de una meta de redención e incluso, en cierto sentido, de una venganza por el sufrimiento de todas las generaciones pasadas que debieron vivir en la servidumbre y el oprobio. El socialismo sólo puede construirse en una referencia insoslayablemente vengadora a la tradición, tanto como acumulación de injurias que como obra de emancipación aún inconclusa; de esa referencia, dice, es de donde toma su fuerza revolucionaria. Por eso, cuando la socialdemocracia les propone a los proletarios conquistar el porvenir, redimir a las generaciones que vendrán, el atractivo de un futuro idílico no es capaz de compensar la gravitación que tiene el recuerdo práctico de lo que estuvo realmente en el pasado, es decir, de la miseria ancestral y la resistencia a ella, de las que provienen y a las que están conectadas la miserias y las luchas actuales de los explotados. Según Benjamin, una política socialista necesita vencer la aversión progresista a la tradición y rescatar la fuerza que viene de esta, enfatizando una necesidad profunda, la de redimir el pasado.

  La idea de Benjamin acerca de lo que es propiamente el proceso revolucionario es una idea sorprendente. Se distancia del planteamiento socialista tradicional, que hace girar el concepto de revolución en torno a la conquista del poder político y a la reorientación de la infraestructura económica de la sociedad. El suyo introduce un contenido que ha sido descuidado incluso por las propuestas más extremas de transformación revolucionaria. Dice, en la Tesis 15: de lo que se trata en un proceso revolucionario es de un acto de ruptura del continuo de la historia. Esto es lo que hacen las clases revolucionarias en el momento de su acción, y es propiamente de ahí de donde viene la conciencia histórica. Lo primero y fundamental de una revolución consiste en la interrupción de la marcha natural de las cosas, en la ruptura de un proceso que avanza mediante una limpia secuencia de causas y efectos y que parece obedecer a los designios de un destino incuestionable. La revolución aparece, no como el resultado de las determinaciones que están allí, provocándola, sino justamente como un estallido de la libertad, como una iniciativa capaz de trascender el plano de esas determinaciones que provienen del cumplimiento ciego de las leyes históricas. La verdadera concepción marxista de la revolución, dice Benjamin en la Tesis 14, implica una dialéctica sumamente peculiar. Es el concepto de una acción que, al apoderarse del presente, da un salto dialéctico hacia el pasado, mediante el cual es capaz de recobrar la tradición entera. De esta manera, sin ser una vuelta hacia atrás ni una reconquista del pasado, la revolución sería una afirmación del presente que se cumple mediante una recuperación del pasado. Esta relación entre revolución y tradición, que tan escasamente aparece en la historia del socialismo –relación que el nacionalsocialismo pretendió reivindicar, pero que sólo pudo anular, al hacer del pasado el material que su futurismo autoritario debía devorar– ocupa sin embargo un lugar central en estas Tesis de Benjamin. La revolución sería la liberación del presente, de un tiempo actual (jetztzeit) que, aunque dirigido hacia el futuro, no está sacrificado a él; la revolución tendría también –¿sobre todo?– una dimensión que la abre hacia el pasado.

 

VI. Visto rápida y esquemáticamente, el anterior sería el planteamiento central de las Tesis de Benjamin en lo que se refiere a la crítica de la socialdemocracia. Pero, como dije anteriormente, se trata sólo de uno de los dos aspectos del conjunto temático que encontramos en ellas. El otro tiene que ver con lo que he llamado "un programa mínimo para el materialismo histórico". Como discurso efectivamente propositivo, el texto de la Tesis 1 comienza con una paradoja que mueve a la ironía. Benjamin habla acerca del secreto de la validez o la capacidad explicativa del materialismo histórico y se preocupa por aquello que sería necesario hacer para que ella subsista y se revitalice. Se pregunta: ¿en dónde reside la fuerza del materialismo histórico? Y su respuesta resulta escandalosa, lo mismo para los materialistas históricos del siglo XIX que para los del XX: el secreto de la validez del materialismo histórico, dice, está en la teología; es ella la que le da su fuerza secreta y la que puede revitalizarlo. El programa del materialismo histórico que propone Walter Benjamin es sin duda provocador en el contexto de la necesaria hostilidad a toda teología por parte de la teoría marxista y su ateísmo fundamental; no obstante, más allá de la provocación, invita al discurso político e histórico a tematizar un momento de su propia reflexión que es, a un tiempo, necesario y reprimido, ineludible pero expulsado del campo de lo decible: el momento de la definición del sentido de la vida pública o en polis y de los alcances de lo que se juega en ella, el momento en el que la comunidad elige su deidad patrona o es elegida por ella. Invita a restituirle su importancia a aquel nivel de la vida pública en el que se cristaliza el momento fundante de su socialidad, el momento del trato y el contrato de lo humano con lo otro que determina y conforma el trato y el contrato de los seres humanos entre sí. Sólo el reconocimiento y el cultivo de esta dimensión teológica en el materialismo histórico, podría hacer de él efectivamente una teoría de la revolución. Benjamin, qué duda cabe, es un revolucionario radical, un ultrarrevolucionario, si se quiere. Es un revolucionario metafísico que, como él mismo lo dice, preferiría que lo identifiquen más con Fourier que con cualquiera de los socialistas positivistas que ha conocido la historia. Sólo en comparación con los planteamientos de éstos puede decirse que su propuesta de un materialismo histórico teológico es efectivamente irrealista o absurda. Es sin duda una propuesta excéntrica y loca, pero sólo porque, sin ser un monólogo, ha debido ser como el parlamento de un actor ante su interlocutor ausente, una propuesta hecha a nadie, a alguien puramente virtual. Tal vez apenas ahora, en este fin de siglo, cuando la crisis de la cultura política establecida provoca regresiones de todo tipo al refugio del autoritarismo comunitario, el discurso materialista se dé cuenta de que no puede pasar por encima de un examen crítico de la religiosidad elemental de lo político.

  Benjamin presenta en la Tesis 9 la imagen de la historia que correspondería a ese materialismo histórico, y lo hace mediante un símil de lo que es el proceso de la historia. Ese bello texto dice así:

Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en el un ángel, al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su rostro está vuelto hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso.

  Esta imagen del ángel de la historia presenta al progreso como una fuerza divina, indetenible, que viene del paraíso; una fuerza a la cual es imposible ofrecer resistencia. La historia, que sería el ángel, da la espalda al futuro, no mira hacia él; lo que le atrae es lo que queda atrás. El futuro viene sobre la historia sin que ella lo vea; no es algo que pueda ser previsto. ¿Hacia donde está dirigida su mirada? No hacia las generaciones futuras o hacia un futuro posiblemente luminoso; está dirigida al pasado, a lo vivido, a lo que le es más preciado, al mundo en donde estuvo y que fue el escenario de su drama –de sus hechos, sus amores, sus sufrimientos... Mira al pasado y ¿qué ve en él? Sólo los estragos causados por la acción de una fuerza, una fuerza del mal; ante sus ojos espantados se despliega y expande una sola catástrofe. Nosotros, dice Benjamin, vivimos los hechos históricos uno a uno, como una cadena de acontecimientos: no podemos tener una perspectiva de conjunto sobre los tiempos largos. La historia, en cambio, que siempre viene después, percibe el pasado abreviando la duración del tiempo que separa un hecho del siguiente, acelerando el conjunto del acontecer, como si viera el panorama de una fotografía captada con lente teleobjetivo, en el que están anuladas las diferencias de profundidad entre los objetos. Para ella, la sucesión de pequeñas caídas se presenta, acumulada, como un sólo gran derrumbe. Y, el texto insiste: la intención del ángel de la historia, que tal vez en otras circunstancias podría verterse hacia adelante, no es la de abrir las alas al huracán del progreso y hundirse en él y dejarse llevar alegremente. Contraria al designio divino que toma cuerpo en sus alas –el de volar con el viento–, su intención es, por ahora, transgresora, antinatural. Arrastrado irresistiblemente hacia un adelante que no es suyo, se resiste sin embargo, quisiera detenerse, volver atrás, curar los daños que han venido acumulándose a lo  largo de los tiempos, causados precisamente por ese huracán. La historia tiene su mirada puesta en el pasado, en aquello que no, por quedar atrás en el tiempo, merece ser sólo ruina, en aquello cuya redención es indispensable para la vida.

La tarea que propone Benjamin al materialismo histórico, al discurso que cuenta la historia desde la perspectiva de la revolución, es: encender en lo pasado la chispa de la esperanza.

  Esta imagen de la historia la presenta Benjamin a manera de punto de partida de una reconstrucción del concepto de historia propio de un discurso materialista sobre la misma; de un discurso cuyo modo de concebir la temporalidad de la vida social –incluyendo el hecho del progreso– debería distinguirlo radicalmente de la concepción tradicional del tiempo histórico que prevalece en el discurso moderno. Es una imagen que habla desde la experiencia de la historia como una experiencia del otro lado de la humanidad, el lado oprimido y explotado. Dice Benjamin, en la Tesis 8: se supone que el estado de excepción corresponde a un momento de la vida social en el que la legalidad, que rige la marcha normal de las cosas, en calidad de reglamentación del reino de lo bueno y lo justo posibles, se rompe; en el cual, por ejemplo, obligada por el hecho de que ciertos elementos de la vida nacional que debieran estar siendo organizados por ella se han salido de madre, la institución estatal, para reencauzarlos, toma medidas especiales que implican la suspensión temporal de la vigencia del estado de derecho, el mejor estado político posible. Es el momento durante el cual la legalidad se interrumpe, en el que la marcha normal de las cosas se altera negativamente, es decir, en que el bienestar garantizado por el Estado deja transitoriamente de ser tal. Es a esta idea de estado de excepción y a esta noción de que se trata de una falla dentro de la bondad estructural de lo establecido a las que corresponde la visión progresista de la historia. La historia sería, de acuerdo con ella, el devenir de esta normalidad, de la vigencia de estas formas de convivencia y sus instituciones. Pero Benjamin se pregunta: si estado de excepción es una interrupción o una falla de la vigencia de la bondad política posible, ¿qué es estado de excepción para quienes viven y han vivido generación tras generación dentro de esa interrupción o falla? Para los explotados, dice Benjamin, todo lo que es normal es estado de excepción, para ellos el mundo está al revés. Por esta razón, todo lo que es progreso es un golpe contra ello; todo lo que es un perfeccionamiento del mundo establecido, un incremento de las posibilidades de felicidad, es una burla más que ellos reciben. Es necesario, insiste, que el materialismo histórico desarrolle un concepto de historia en acuerdo con esta experiencia de lo que es la normalidad y lo que es la excepción por parte de los explotados. Sólo entonces aparecerá ante los ojos, como tarea ineludible, la revolución, la actividad dirigida a la ruptura del continuo, a la producción del verdadero estado de excepción... Este es el nivel de radicalidad revolucionaria del pensamiento de de Benjamin.

  En la Tesis 2, Benjamin habla de lo que llama la felicidad y explica lo que entiende por redención. Dice: indefectiblemente, en la representación que podemos tener de un mundo feliz resuena siempre la noción de salvación; el mundo feliz es el mundo en el que estaremos salvados. Pero, de hecho, la felicidad sólo es imaginable en el aire de lo propiamente vivido. No podemos imaginar ningún futuro luminoso que no sea de alguna manera la repetición de lo vivido, pero en una versión mejorada o incluso perfecta. La felicidad futura sólo es imaginable como un perfeccionamiento de lo conocido, sólo puede tener la figura de lo que ha sido y que aún es, sólo que libre de sus defectos, producto de un rescate, de una redención. Aquí aparece lo que de misticismo mesiánico tiene la propuesta de Benjamin al materialismo histórico: si esto es así, dice, ello indica que entre las generaciones pasadas y la presente debe subsistir algo así como un compromiso y una cita secreta; que hemos sido, insiste, esperados sobre la tierra. En nosotros, como en todas las generaciones que nos antecedieron habría una débil potencia mesiánica; una capacidad nuestra con la que cuenta el pasado, y que, consecuentemente, nos transmite una obligación. Todo materialista histórico, dice Benjamin, sabe de esto, sabe que tiene una difícil deuda con el pasado; que el es débilmente un mesías, que está ahí para salvar algo valioso que intento existir en el pasado, sin lograrlo. La Tesis 6 insiste en este sentido: es necesario tener en cuenta que el mesías no viene sólo como el redentor, sino también como el superador del anti-Cristo. El mesianismo que propone Benjamin muestra rasgos maniqueos muy marcados. El maniqueísmo, aquella antigua concepción de lo divino que mira como esencial la constitución de lo existente lucha inmanente e inagotable entre la luz y las tinieblas, entre el Bien y el Mal concepción que fue despertada para el cristianismo en la doctrina de San Agustín, reaparece ahora en estas Tesis de Benjamin. En efecto, para él, la misma marcha del progreso, que es por un lado construcción pura, adelanto hacia la luz, es también, simultáneamente, su contrario tenebroso: un proceso de destrucción, de acumulación de ruinas. El avance del bien, de la redención, es, visto desde el otro lado, como un progreso del mal, de la condena. Para Benjamin, la historia sólo es comprensible como este movimiento en el cual el mesías, por un lado, y el anti-Cristo o anti-mesías, por otro, están en permanente lucha. Por ello, sólo si percibimos en la realidad histórica este doble flujo contradictorio, sólo si nos percatamos de que cada uno de los hechos de la realidad histórica está siempre teniendo lugar como resultado de un conflicto entre los dos principios maniqueos, el de la luz y el de las tinieblas, de un empate entre los mismos o de una derrota del uno por el otro, sólo entonces podremos penetrar efectivamente en el secreto de un hecho histórico. Pero incluso más. Dice Benjamin: en nuestra historia, hasta ahora, "el anti-Cristo no ha dejado de vencer". Así, en la historia a la que pertenecemos, el proceso que acumula ruinas, el que se guía por las fuerzas de la oscuridad o del mal, habría venido prevaleciendo una y otra vez sobre el proceso que busca la emancipación. En vista de esta capacidad del vencedor de integrar y convertir al derrotado, Benjamin concluye: sólo el discurso histórico convencido de que "ni siquiera los muertos están seguros ante el enemigo triunfante", y que es necesario rescatarlos de la refuncionalización a la que están sometidos, sólo ese discurso tiene el don de "encender en lo pasado la chispa de la esperanza".

  Ésta es la meta que propone Benjamin al materialismo histórico, al discurso que cuenta la historia desde la perspectiva de la revolución: "encender en lo pasado la chispa de la esperanza". Hacia este planteamiento –en el que resuena la teoría del principio esperanza desarrollada por Ernst Bloch– confluyen todas las Tesis de Benjamin sobre el concepto de historia; en verdad, todo su texto parece estar escrito en dirección a esta pequeña frase.

 

VII. Para terminar esta exposición, cabe tal vez mencionar brevemente otras dos ideas que están en este programa mínimo para el materialismo histórico y que derivan directamente de lo anterior. Son ideas que exponen la necesidad de una afirmación del presente.

  La Tesis 16 dice: es indispensable para el materialismo histórico centrar su reflexión en torno a un concepto de tiempo del presente (jetztzeit) que está aun por construir y elaborar y que debería referirse al tiempo autónomo propio del momento en el que la vida es capaz de romper con el continuum de su devenir histórico. Un concepto de presente que critique y trascienda el que se genera en la experiencia del tiempo de la modernidad capitalista, concepto para el cual lo presente no es otra cosa que un puro transito, una pura evanescencia. En efecto, en esa experiencia, el hoy sólo existe en la medida en que está siendo siempre, permanentemente, sacrificado en provecho del mañana. El futuro absorbe, destruye el ahora (jetzt) de la experiencia vital; no deja que el ser humano toque efectivamente las cosas, que se hunda y se encuentre a sí mismo como sujeto en la relación práctica, a la vez productiva y gozosa, de su capacidad transformadora con el valor de uso de los objetos. El presente está siempre escapándose, succionado por el futuro. En contraposición con esto, el materialismo histórico debería ser capaz de pensar el presente como un "ahora" pleno, es decir, el momento en que la libertad, la capacidad de elección y decisión puede disfrutarse a sí misma. Pensar al presente como dueño de sí mismo, como autónomo respecto del futuro y del pasado, es la exigencia básica e indispensable del concepto de revolución como ruptura del continuum.

El pensamiento de Benjamin es deliberadamente ajeno a la cultura política establecida, retadoramente extemporáneo, en ella reside en buena parte el secreto de su inquietante actualidad.

  La segunda idea insiste en la definición del objeto sobre el que habla el materialismo histórico. Su objeto, dice Benjamin, es sin duda el hecho histórico. Pero, añade, un hecho histórico que debería ser concebido como una monada histórica dentro del sistema de la historia universal. Benjamin toma este termino de la ontología de Leibniz para afirmar que el objeto histórico sólo revela lo que es en verdad si es abordado como una entrada singular y concreta, exteriormente independiente de la infinidad de otras entradas que se abren en los otros hechos, a la totalidad del devenir histórico. No es que la narración de un hecho guarde una cierta relación con la narración de otros, sino que, en principio, ella misma sería, si se ampliara cada vez más, la narración de todos ellos, sólo que comenzada siempre desde "otra" perspectiva. En principio, al articular históricamente un hecho, el materialista histórico, debe poder descubrir en cualquier ente de la realidad social un núcleo interactivo de conflictos capaz de entregar la clave de inteligibilidad de la infinidad de modificaciones o alteraciones que presenta esa realidad, debe poder mirarlo dentro de un drama que concentra en sí todo el conjunto de determinaciones de una situación dada. Sólo cuando este núcleo aparece, capaz de entregar la clave de sí mismo y de todo lo demás, sólo en ese momento el materialista histórico tiene, efectivamente, ante sí un objeto histórico propiamente dicho. Dice, en la Tesis 17: el principio que da su estructura al materialismo histórico lo distancia claramente, sobre todo, de aquella indiferencia aditiva, propia del discurso histórico moderno, que le lleva a agotar su esfuerzo metodológico en la invención de criterios para dividir y subdividir el material histórico en una serie de épocas, a cuya suma llama entonces historia universal. La narración propia del materialismo histórico toma distancia frente estas visiones de la historia universal como una acumulación de épocas. Y presupone la siguiente afirmación: a la realidad del pensar le pertenece no sólo el movimiento de las ideas, sino también su detenimiento. En la estructura de esa mónada, dice Benjamin, se percibe la señal de una cierta detención mesiánica del acontecer; se ve lo que en ella hubo de oportunidad revolucionaria; se encuentra la razón de la lucha por el pasado reprimido. En efecto, dice, en una obra o un acto singular de alguien, de cualquiera, está toda una vida. Y en una vida está toda la época y en una época está todo el acontecer histórico. Está allí, bajo la forma de resguardado, de superado.

  Dicho de paso, y para concluir, este fue el proyecto de trabajo del propio Benjamin. En su obra Los pasajes de París hace justamente eso, se detiene en nimiedades, en pequeñas obras, en objetos casi perdidos, en basuras de la historia. Sobre eso, a partir de eso, descubriendo de qué manera las múltiples determinaciones históricas confluyen y se anudan en el más sencillo de los elementos del mundo objetivo, reconstruye la totalidad del mundo moderno, ese mundo que tanto lo fascinó, que tanta repulsión le provocó y que tanto lo atrajo.

  En este breve comentario a las Tesis de Benjamin sobre el concepto de la historia he querido solamente subrayar lo que en ellas hay de un intento del autor, entre desesperado e ilusionado, de establecer un diálogo imposible y necesario, una especie de juego de entendimiento por malentendidos con ese proyecto discursivo que se llamó materialismo histórico. ¿En qué medida Benjamin cree efectivamente que estas propuestas suyas al materialismo histórico van a tener oídos en alguien? ¿No está ya consciente, en el momento mismo en que las redacta, de que su escritura es una escritura en el vacío? ¿Alguien podrá alguna vez escuchar estas propuestas de Benjamin, alguien podrá compartir el mesianismo de su radicalidad revolucionaria? ¿Es posible pensar que una ciencia del materialismo histórico, como la querían de Kautsky a Althusser, pueda tener su núcleo más profundo, el punta de su verdad, en una teología? ¿Puede haber un materialismo histórico realmente benjaminiano? ¿Habrá alguna vez alguien que pueda asumir estas tesis de Benjamin sobre la filosofía de la historia? Son preguntas que quedan abiertas. El pensamiento de Benjamin es, en este escrito, deliberadamente ajeno a la cultura política establecida, retadoramente extemporáneo, en ella reside en buena parte el secreto de su inquietante actualidad.

 

REFERENCIAS


^ * Bolívar Echeverría, "Benjamin: mesianismo y utopía" en Laura Baca Olamendi e Isidro H. Cisneros (compiladores), Los intelectuales y los dilemas políticos en el siglo XX, tomo I, México, Triana Editores, 1997, pp. 39—60. Una versión de este ensayo revisada y ampliada por el autor fue publicada en su libro Valor de uso y utopía, México, Siglo XXI editores 1998. Publicado en esta web bajo una licencia Creative Commons Atribución—NoComercial—SinDerivadas 2.5.

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