Imágenes de la blanquitud*

Bolívar Echeverría


Sein Auge ist blau
er trifft dich genau**.
Paul Celan

La palabra “espíritu” que aparece en el famoso ensayo de Max Weber sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo se refiere sin duda a una especie de demanda o petición de un cierto tipo de comportamiento que la vida económica de una sociedad hace a sus miembros. El “espíritu” es una solicitación o un requerimiento ético emanado de la economía. El “espíritu del capitalismo” consiste así en la demanda o petición que hace la vida práctica moderna, centrada en torno a la organización capitalista de la producción de la riqueza social, de un modo especial de comportamiento humano; de un tipo especial de humanidad, que sea capaz de adecuarse a las exigencias del mejor funcionamiento de esa vida capitalista. Según Weber, el ethos que solicita el capitalismo es un ethos “de entrega al trabajo, de ascesis en el mundo, de conducta moderada y virtuosa, de racionalidad productiva, de búsqueda de un beneficio estable y continuo”, en definitiva, un ethos de autorrepresión productivista del individuo singular, de entrega sacrificada al cuidado de la porción de riqueza que la vida le ha confiado. Y la práctica ética que mejor representa a este ethos solicitado por el capitalismo es, para Weber, la del cristianismo protestante, y en especial la del puritanismo o protestantismo calvinista, aquel que salió del centro de Europa y se extendió históricamente a los Países Bajos, el norte del continente europeo, a Inglaterra y finalmente a los Estados Unidos de América.

  En la nota preliminar a sus Artículos escogidos de sociología de la religión, Max Weber dejó planteada la idea de que la capacidad de corresponder a la solicitación ética de la modernidad capitalista, la aptitud para asumir la práctica ética del protestantismo puritano, puede tener un fundamento étnico y estar conectada con ciertas características raciales de los individuos. Las reflexiones que quisiera presentarles intentan problematizar este planteamiento de Max Weber a partir del reconocimiento de un “racismo” constitutivo de la modernidad capitalista, un “racismo” que exige la presencia de una blanquitud de orden ético o civilizatorio como condición de la humanidad moderna, pero que en casos extremos, como el del estado nazi de Alemania, pasa a exigir la presencia de una blancura de orden étnico, biológico y “cultural.”

  Se puede hablar de un “grado cero” de la identidad concreta del ser humano moderno, que consistiría en la pura funcionalidad ética o civilizatoria que los individuos demuestran tener respecto de la reproducción de la riqueza como un proceso de acumulación de capital. En este plano elemental, la identidad humana propuesta por la modernidad “realmente existente” consiste en el conjunto de características que constituyen a un tipo de ser humano que se ha construido para satisfacer al “espíritu del capitalismo” e interiorizar plenamente la solicitud de comportamiento que viene con él.

  Distintos elementos determinantes de los modos de vida tradicionales, distintas subcodificaciones de los sistemas semióticos y lingüísticos heredados, distintos usos y costumbres pre-modernos o simplemente no-modernos, en pocas palabras, distintas determinaciones de la “forma natural” de los individuos (singulares o colectivos) son oprimidos y reprimidos sistemática e implacablemente en la dinámica del mercado a lo largo de la historia, en el camino que lleva a este “grado cero” de la identidad humana moderna. [1] Son precisamente aquellas determinaciones identitarias que estorban en la construcción del nuevo tipo de ser humano requerido para el mejor funcionamiento de la producción capitalista de mercancías y que deben ser sustituidas o reconstruidas [2] de acuerdo a la versión realista, puritana o “protestante-calvinista” del ethos histórico capitalista.1

  En el contexto que nos interesa, es importante señalar que la “santidad económico-religiosa” que define a este “grado cero” de la identidad humana moderno-capitalista, que caracteriza a este nuevo tipo de ser humano, es una “santidad” que debe ser visible, manifiesta; que necesita tener una perceptibilidad sensorial, una apariencia o una imagen exterior que permita distinguirla. [3] La modernidad de un individuo, lo efectivo de la interiorización que ha hecho del éthos puritano capitalista, es decir, su “santidad” o el hecho de haber sido elegido por la gracia divina, es reconocible antes que nada en el alto grado de productividad del trabajo que le toca ejecutar. Lo evidentemente productivo de su actividad en lo que lo ubica por encima de la línea que separa tajantemente a los “winners” (triunfadores) o “salvati” de los “losers” (perdedores) o “sommersi”. Pero no se manifiesta sólo en este dato estadístico; también se muestra en la imagen que corresponde a esa santidad evidente, en todo el conjunto de rasgos visibles que acompañan a la productividad, desde la apariencia física de su cuerpo y su entorno, limpia y ordenada, hasta la propiedad de su lenguaje, la positividad discreta de su actitud y su mirada y la mesura y compostura de sus gestos y movimientos.

  Pero el grado cero de la identidad individual moderna es en verdad un grado insostenible, evanescente, que en la historia cede su lugar enseguida a un grado primero o inicial de concreción identitaria: el grado de identidad que corresponde a la identidad nacional. En efecto, sólo excepcionalmente las masas de la sociedad moderna son, como suele decirse, masas amorfas y anónimas; por lo general son masas identificadas en la realización del proyecto histórico estatal de alguna empresa compartida de acumulación de capital, es decir, son masas dotadas de una identidad de “concreción falsa”, como diría el filósofo Karel Kosík, pero concreta al fin, que tiene una consistencia nacional.

El ethos que solicita el capitalismo es un ethos de autorepresión productivista del individuo singular, de entrega sacrificada al cuidado que la porción de la porción de la riqueza que la vida le ha confiado.

  Ahora bien, en lo que concierne a estas reflexiones, es de observar que la identidad nacional moderna, por más que se conforme en función de empresas estatales asentadas sobre sociedades no europeas (o sólo vagamente europeas) por su “color” o su “cultura”, es una identidad que no puede dejar de incluir, como rasgo esencial y distintivo suyo, un rasgo muy especial al que podemos llamar “blanquitud”. La nacionalidad moderna, cualquiera que sea, incluso la de estados de población no-blanca (o del “trópico”), requiere la “blanquitud” de sus miembros. Se trata sin duda de un dato a primera vista sorprendente, ya que la idea de una identidad nacional parecería excluír la subsunción de ella bajo alguna identidad más general (por ejemplo, “europea” u “occidental”), que trascienda las determinaciones étnicas particulares de la comunidad “nacionalizada” por el estado capitalista. La explicación de esta posible paradoja de una nación “de color” y sin embargo “blanca” puede encontrarse en el hecho de que la constitución fundante, es decir, primera y ejemplar, de la vida económica moderna fue de corte capitalista-puritano, y tuvo lugar casualmente, como vida concreta de una entidad política estatal, sobre la base humana de las poblaciones racial e identitariamente “blancas” del noroeste europeo. Se trata de un hecho que hizo que la apariencia “blanca” de esas poblaciones se asimilara a esa visibilidad indispensable, que mencionábamos, de la “santidad” capitalista del ser humano moderno,que se confundiera con ella. La productividad del trabajo como síntoma de la santidad moderna y como “manifestación” del “destino” profundo de la afirmación nacional pasó a incluir, como acompañante indispensable, a la blancura racial y “cultural” de las masas trabajadoras.

  El rasgo identitario-civilizatorio que queremos entender por “blanquitud” se consolida, en la historia real, de manera casual o arbitraria sobre la base de la apariencia étnica de la población europea noroccidental, sobre el trasfondo de una blancura racial-cultural. A lo largo de tres siglos (del siglo XV al XVIII), esa casualidad o arbitrariedad se fue convirtiendo poco a poco en una necesidad y pasó a ser codeterminante de la identidad moderna del ser humano como una identidad civilizatoria capitalista, en su variante puritana o “realista”. [4] En otras palabras, debido a su frecuencia abrumadora, el hecho de que los “santos visibles” fueran también, además de todo, “de raza y de usos y costumbres blancos” abandonó su factualidad y pasó a convertirse en una condición imprescindible. Es gracias a este quid pro quo que el ser autenticamente moderno llegó a incluir entre sus determinaciones esenciales el pertenecer de alguna manera o en cierta medida a la raza blanca y consecuentemente [5] a relegar en principio al ámbito impreciso de lo pre-, lo anti- o lo no-moderno (no humano) a todos los individuos, singulares o colectivos, que fueran “de color” o simplemente ajenos, “no occidentales”.2

  Pero el proceso fue, en verdad, un tanto más complicado. Lo interesante está en que, durante este tránsito subrepticio de lo casual a lo necesario, la condición de blancura para la identidad moderna pasó a convertirse en una condición de blanquitud, esto es, permitió que su orden étnico se subordinara al orden identitario que le impuso la modernidad capitalista cuando la incluyó como elemento del nuevo tipo de humanidad promovido por ella. Es esta la razón de que, en principio, en la modernidad capitalista, los individuos de color puedan obtener la identidad moderna sin tener que “blanquerse” completamente; de que les baste con demostrar su blanquitud.

  Podemos llamar blanquitud a la visibilidad de la identidad ética capitalista en tanto que está sobredeterminada por la blancura racial, pero por una blancura racial que se relativiza a sí misma al ejercer esa sobredeterminación. [6]

  Es la compostura de los personajes, una compostura que denota blanquitud, y no blancura de raza, lo que impresiona en la representación de la nueva dignidad humana que hay en los numerosos retratos de burgueses u hombres modernos de la pintura flamenca en los siglos XV y XVI. [7] La blancura está allí, pero precisamente sólo como un sobrentendido (Holbein, Van Eyck, Ter Borch, etc.). Esta observación vale también para la representación que se hace en esa época del cuerpo humano desnudo. [8] En la pintura de Lucas Cranach, Adán y Eva son sin duda de raza blanca, pero no es su blancura sino la inocencia de su sensualidad lo que el pintor circunscribe y enfatiza.

  Puede decirse, entonces, que un racismo identitario, promotor de la blanquitud civilizatoria, que no de la blancura étnica --es decir, un racismo tolerante, dispuesto a aceptar (condicionadamente) un buen número de rasgos raciales y “culturales” alien, “ajenos” o “extranjeros”--, es constitutivo del tipo de ser humano moderno-capitalista. Sin embargo, por más “abierto” que sea, este racismo identitario-civilizatorio no deja de ser un racismo, y puede fácilmente, en situaciones de excepción, readoptar un radicalismo o fundamentalismo étnico virulento, como lo veremos enseguida.

Hay un "racismo" constitutivo de la modernidad capitalista, un "racismo" que exige la presencia de una blanquitud de orden ético o civilizatorio como condición de la humanidad moderna.

  La intolerancia que caracteriza de todos modos al “racismo identitario-civilizatorio” es mucho más elaborada que la del racismo étnico: centra su atención en indicios más sutiles que la blancura de la piel, como son los de la presencia de una interiorización del ethos histórico capitalista. Son estos los que sirven de criterio para la inclusión o exclusión de los individuos singulares o colectivos en la sociedad moderna. Ajena al fanatismo étnico de la blancura, es una intolerancia que golpea con facilidad incluso en seres humanos de impecable blancura racial pero cuyo comportamiento, gestualidad o apariencia indica que han sido rechazados por el “espíritu del capitalismo”. [9] El “racismo” de la blanquitud sólo exige que la interiorización del éthos capitalista se haga manifiesta de alguna manera, con alguna señal, en la apariencia exterior o corporal de los mismos; los rasgos biológiocos de una blancura racial son una expresión necesaria pero no suficiente de esa interiorización, y son además bastante imprecisos dentro de un amplio rango de variaciones. En los países nórdicos del capitalismo más desarrollado, una buena parte del “ejército obrero industrial” del que hablaba Karl Marx --y no sólo del “de reserva”, compuesto de desempleados y marginados, sino incluso del “ejército obrero en activo”--, que era un ejército de “raza” indiscutiblemente “blanca”, ha fracasado siempre en su empeño de alcanzar una blanquitud plena. [10]

  Los negros, los orientales o los latinos que dan muestras de “buen comportamiento” en términos de la modernidad capitalista norteamericana pasan a participar de la blanquitud. Incluso, y aunque parezca antinatural, llegan con el tiempo a participar de la blancura, a parecer de raza blanca. [11] La manipulación que Michael Jackson hace de los rasgos étnicos de su rostro es sólo una exageración caricaturesca de la manipulación identitaria y somática que han hecho y hacen con sus modos de comportamiento y con su apariencia física otros “no-blancos” atrapados en el “american way of life”.

  Me refiero, por ejemplo, a aquellos negros norteamericanos que en los años 60 recibían el apodo de “oncle-toms”, a quienes hoy su blanquitud a toda prueba les ha permitido triunfar, lo mismo en la política [12] que en los negocios y el mundo del espectáculo, y cuya figura emblemática sería la secretaria de defensa Condoleeza Rice. Pero me refiero también a tantos otros grupos “de color” cuya adopción de la blanquitud, cuya “americanización” o interiorización del ethos realista del capitalismo contribuye a que la “modernidad americana” pueda ostentarse a sí misma como la única modernidad válida y efectiva; son grupos humanos cuyas figuras emblemáticas serían, por ejemplo, el primer ministro Junichiro Koisumi [13] o el presidente Alejandro Toledo [14].

  El racismo étnico de la blancura, aparentemente superado por y en el racismo civilizatorio o ético de la blanquitud, se encuentra siempre listo a retomar su protagonismo tendencialmente discriminador y eliminador del otro, siempre dispuesto a reavivar su programa genocida. Los mass media no se cansan de recordar, de manera solapadamente amenazante, el hecho de que la blancura acecha por debajo de la blanquitud.

  Basta con que el estado capitalista entre en situaciones de recomposición de su soberanía y se vea obligado a reestructurar y redefinir la identidad nacional que imprime a las poblaciones sobre las que se asienta, para que la definición de la blanquitud retorne al fundamentalismo y resucite a la blancura étnica como prueba indispensable de la obediencia al “espíritu del capitalismo”, como señal de humanidad y de modernidad.3

  El ejemplo paradigmático de la posibilidad de esta regresión se encuentra en la historia de la sociedad alemana: en la refundación catastrófica del estado alemán como estado nacionalsocialista entre 1933 y 1945. El racismo de la blanquitud fue sustituido entonces por un racismo exaltador de la blancura, gracias al cual la reivindicación histérica de una pureza racial aria se hizo acompañar de un reavivamiento igualmente histérico del antijudaísmo tradicional de las poblaciones europeas.

  A comienzos del siglo XX, la gran mayoría de los alemanes de origen judío cumplía todas las exigencias de la blanquitud, y lo hacía con creces: la asimilación entusiasta y constructiva al mundo de la Europa moderna había llevado a muchos de ellos incluso hasta el extremo de esa autotransformación somática [15] de la que Woody Allen hace burla en su película Zelig. Por esta razón, la disfuncionalidad que la ideología nazi estaba interesada en encontrar en la población judía respecto del nuevo proyecto naional-socialista de estado capitalista era una disfuncionalidad que sólo podía distinguirse y ser combatida y extirpada si la realización de ese nuevo proyecto de estado, que por supuesto implicaba también un nuevo proyecto de nación, planteaba como indispensable un retorno fundamentalista a la blancura racial como condición de la humanidad moderna [16]; el regreso a una blancura étima o pura, [17] enfáticamente noreuropea, germánica o aria, [18] que no pudiera confundirse con la “blancura” mestiza, solapada bajo esa blanquitud tolerante que prevalecía en las naciones de la modernidad capitalista liberal, y cuyos rasgos estaban presentes de manera excelente entre los alemanes judíos.[19] [20]

Un racismo identitario, promotor de la blanquitud civilizatoria, que no de la blancura étnica, es constitutivo del tipo de ser humano moderno-capitalista.

  Dos razones estrechamente ligadas entre sí permiten explicar --que no justificar-- el hecho de que el movimiento nazi encauzara la reafirmación racista de la blancura étnica en el sentido de un antijudaísmo exacerbado: en primer lugar, se trataba de un movimiento constitutivamente demagógico [21], que disfrazaba con una retórica revolucionaria su intención profunda de tendencia contrarrevolucionaria, [22] y que necesitaba por lo tanto borrar de la percepción del proletariado, al que engañaba, la evidencia de su continuismo efectivo con el estado capitalista al que decía atacar. La única manera de hacerlo era la de recurrir a acciones abiertamente violentas que llevaran a cabo una aparente “transformación radical de lo establecido”. En esta línea, la acción violenta de arrancarle al cuerpo social alemán su parte judía (el 1% de su población), y deshacerse de ella para “purificarlo y fortalecerlo”, resultaba impactante, demostraba una “voluntad revolucionaria” más potente y pura que la del “marxismo”4 [23]; con la ventaja, además, de que se trataba de una acción relativamente inofensiva para “el sistema”, irrelevante grosso modo para el funcionamiento capitalista de la economía y la sociedad alemanas. En segundo lugar, la tendencia a hacer de los judíos el “chivo expiatorio” de todas las calamidades sociales, con una tradición que se remontaba a la Edad Media, había retomado fuerza a finales del siglo XIX en las sociedades noreuropeas. Este renacimiento general del antijudaismo europeo llegó en Alemania a su punto más alto después de la Primera Guerra Mundial, a mediados de los años veinte, al término de la devastadora inflación que pauperizó aun más a las masas trabajadoras mientras beneficiaba a la “élite plutocrática”, aquella de la que la opinión pública pequeño-burguesa, en pleno uso de su irracionalidad, tenía por partícipes y cómplices a todos los alemanes de origen judío.

  El nazismo puede aprovechar el antijudaísmo tradicional de la pequeña burguesía europea, ese sentimiento que invierte la carga valorativa de admiración-envidia de esta clase hacia los judíos y la presenta como si fuera un desprecio-rechazo. [24] Los pequeño-burgueses europeos cultivan un odio de resentimiento hacia los judíos, porque los tienen por superiores. En efecto, a diferencia de ellos, que dejaron que sus lazos comunitarios ancestrales se perdieran con la mercantificación total de su vida y con la consagración de la misma por el cristianismo puritano, los judíos mantienen y cultivan esos lazos en la vida cotidiana. Los judíos han logrado salvar el núcleo de la heimat, esa combinación simbiótica “natural” de territorio y éthos (a la que el microhistoriador Luis González llama “matria”), en medio de la total heimatlosigkeit (“carencia de matria”) en la que la modernidad devastadora ha sumido al ser humano, según el filósofo Martin Heidegger. [25] En el sentir de la envidia pequeño-burguesa, los judíos “tienen la ventaja” de haber desarrollado una estrategia anti-corrosiva o anti-disolutoria de la identidad “natural” y poder combatir eficazmente la profunda anonimización moderna de la vida social, malamente remediada por la identidad nacional.

  La motivación profunda de la sociedad alemana de esa época, sobre la que se monta y a la que tergiversa el nazismo, proyecta la cosecusión de una meta similar, es decir, pretende reconquistar las virtudes de la vida comunitaria aniquiladas por la modernidad capitalista. [26] Pero la estrategia que el nazismo desarrolla para alcanzar esa meta tiene un sentido contrapuesto al de la estrategia espontánea de la población alemana de origen judío. No es una estrategia de resistencia, como la de ésta, caracterizada por un barroquismo anticapitalista dentro del capitalismo, sino una estategia romántica, ultra-capitalista, que pretende alcanzar una “re-humanización” de la vida económica capitalista mediante un correctivo estatal-völkisch. La estrategia judía de defensa de la identidad comunitaria “natural” (admirada y despreciada a la vez, demonizada bajo el término “parasitismo”), [27] había mostrado que esa meta --el mantenimiento de la heimat, de la comunidad, en medio de la atomización mercantil-- era alcanzable, pero siempre que fuera en el modo de resistencia a la destrucción de identidades concretas implicada en la vida capitalista. Esta fue precisamente la causa de que la presencia judía se volviera para el nazismo el primer estorbo mayor que debía hacer a un lado.[28]

  En contra de la afirmación entusiasta que hacen los alemanes judíos de la blanquitud tolerante como credencial de entrada a la humanidad moderna, la recomposición nazi del estado capitalista pretende su eliminación y la instauración, en lugar suyo, como requisito ineludible para la pertenencia al género humano, de una blanquitud fundamentalista, esto es, de una blancura racial extrema, una blancura aria, que sería la portadora natural de una modernidad “regenerada”.

  Es evidente el momento psicótico que se encuentra en la recomposición racista de la nación alemana, proyectada y puesta en práctica por el movimiento nazi; la idea misma de una comunidad racial que posea “por naturaleza” unas virtudes regeneradoras de la modernidad capitalista es una idea absurda, completamente insostenible. Resulta por ello interesante considerar los distintos intentos de plasmación de este absurdo en medio de la vida real de la sociedad alemana durante los doce años que duró el Tercer Reich. Dado el hecho de que las artes plásticas trabajan con imágenes y de que el racismo tiene que ver directamente con ciertas características de la imagen del cuerpo humano y su mundo, el intento que esas artes hicieron de poner en práctica ese absurdo durante este período de la historia alemana resulta especialmente ilustrativo.5

La intolerancia que caracteriza al "racismo identitario-civilizatorio" es mucho más elaborada que la del racismo étnico: centra su atención en indicios más sutiles que la blancura de la piel, como son lo de la presencia de una interiorización del capitalismo.

  El racismo es un contenido programático de la producción artística promovida excluyentemente por el estado nazi en Alemania. Se expresa en la producción de un arte que se resguarda y protege ante lo que el pintor Adolf Ziegler --conocido por sus colegas como el “pintor del vello púbico alemán”-- llamó “arte degenerado” y que no es otra cosa que el arte producido por la revolución de las formas estéticas modernas que llevaban a cabo en esos años las vanguardias del “arte moderno”, arte acusado de judaísmo y de comunismo (o “bolchevismo”, como los nazis lo llamaban peyorativamente). El arte fomentado por el estado nazi pretende, como lo afirma Albert Speer, el favorito de Hitler y su “arquitecto de cabecera”, retomar fuerzas de un retorno a las formas estéticas clásicas y a la representación probadamente occidental del cuerpo humano. “Las artes plásticas de nuestros días, dice, han reencontrado la sencillez y la naturalidad clásicas y con ello lo verdadero y lo bello.”6 Se trata sin embargo de un arte que termina por dar un paso atrás precisamente respecto de aquella ruptura del hieratismo egipcio [29] en la representación del cuerpo humano, con la que comienza el arte plástico occidental [30] entre los griegos del siglo VII o VI antes de Cristo, y por reinstalar en la representación realista del cuerpo humano un hieratismo especial que impacta por lo insostenible de su retórica.

  Lejano del hieratismo de las figuras egipcias, que reposan en sí mismas seguras de su eternidad, el hieratismo de la escultura nazi, exagerado hasta el umbral de lo grotesco, se guía, según el crítico Klaus Wolbert, por el Prinzip der Starre (el principio de la rigidez), que quiere simbolizar a la consistencia moral interior (innerlichkeit) como el núcleo escondido de la presencia corporal del hombre sobre la tierra, pero que sólo alcanza a reproducir la apariencia que debió haber tenido el ser humano europeo después de haber sido castigado por todos los siglos del medioevo cristiano. El hieratismo nazi se afirma en abierta contraposición a la sensualidad de la imagen human de origen mediterráneo u oriental, que transluciría para él una impúdica inconsistencia moral, una äusserlichkeit o entrega a lo exterior o público. En lugar de manifestar un reposo, el hieratismo de la plástica nazi transmite una tensión a punto de estallar.

  Sobredetrminando el dinamismo futurista y la gestualidad expresionista que caracterizan sobre todo a los bajorrelieves heroicos de Breker (El guardián de la frontera, Kameradschaft, etc.) [31] o a sus figuras “simbólico-ideales” --como Partei y Wehrmacht (El portador de la antorcha y El portador de la espada) [32], que representan al partido nazi y al ejército alemán-- se encuentra un dinamismo peculiar, paradójicamente hierático, el del acto heroico congelado en su ejemplaridad [33]; un dinamismo que concuerda perfectamente con el sentido de la construcción monumental y pretensiosa, mausoléica y vacía [34], pero al mismo tiempo aldeana y kitsch, de la nueva Reichskanzelei,[35] diseñada y ejecutada a marchas forzadas por Speer, en 1938-39, para darle el último toque a la preparación de la guerra inminente con un “edificio capaz de amedrentar al enemigo”. [36]

  No todos los artistas partidarios del estado nazi produjeron un arte nazi; la mayor parte de ellos simplemente adecuó superficialmente su arte a la retórica del nazismo, especialmente los costumbristas (como Wiessel, Rieger, Wilrich) [37] [38] [39], los simbolistas (como Georg Kolbe, en Pareja humana, Klimsch o el propio Thorak, en su titánico grupo intitulado Camaradería), o ciertos “neo-objetivistas” (como el arquitecto Kurt Otto). [40] Los pocos artistas verdaderamente nazis, que pretendieron hacer un arte específicamente nazi, capaz de entrar en “empatía estética” con el movimiento político manipulado por Hitler y su banda, como un Arnold Breker, en la escultura, un Adolf Ziegler, en la pintura, un Albert Speer, en la arquitectura, o una Leni Riefenstal, en el cine, tuvieron en la propuesta formal del primero, de Breker, si no un modelo prescriptivo, sí un ejemplo a imitar. [41]

  El “dinamismo hierático” propuesto para las representación plástica del cuerpo huamano por Breker --a quien la prensa oficial llamaba el “Miguel Ángel del Tercer Reich”-- intenta expresar, mediante una especial distorsión de la figura humana realista, la presencia de una exigencia espiritual que actuaría desde la “deutsche innerlichkeit” (el predominio de la vida interior en el hombre alemán) en la apariencia del cuerpo humano, otorgándole su especificidad y su “belleza”; una exigencia propia del hombre que, al perseguir un ideal, se sobrepone siempre a sí mismo, y lo hace heroicamente, pues tal búsqueda implica el sacrificio de uno mismo. La actitud existencial de la entschlossenheit, de ese “estado de resuelto”, [42], descrito por Heidegger en su obra clásica de 1927, Ser y Tiempo, y ostensible en el gesto de Hitler en 1924 [43] al recomenzar su aventura política después de unos meses en la prisión de Landsberg, parece ser el modelo que Breker tuvo ante su “ojo espiritual” cuando, en 1938, alteró la figura del David de Miguel Angel [44], dándole un sentido ario-nazi, para comenzar sobre esa vía formal la serie de esculturas que lo harían famoso. [45]

  La búsqueda de Breker de una simbiosis entre lo ario y lo nazi en la representación del “nuevo hombre alemán” la emprenden también otros artistas, por vías paralelas a la suya. Así, por ejemplo, en El portador de antorcha, de Willy Meller (en el Ordensburg Vogelsang), o en los atletas esculpidos por Karl Albiker y Joseph Wackerle para el estadio Olympia de Berlín 1936, [46] la idea nazi de una virtud alemana que alcanza la realización individual en la fusión con la comunidad masiva del volk queda plasmada cuando la figura humana retiene la textura y la continuidad de la piedra y se confunde casi con el muro del que se destaca.[47] La solidez de la comunidad popular se subraya con esta continuidad, al quedar sugerida una especie de retorno de lo humano incluso al orden de lo mineral.

  Mucho menos original que Breker, el pintor Adof Ziegler --promotor de aquella exposición [48] en la que el sentido común envalentonado creyó poder hacer burla de las formas revolucionarias del “arte moderno” presentándolas como pruebas de una “degeneración”-- pretende sustituir, como en La musa de la danza o en el tríptico Los cuatro elementos, el canon mediterráneo de la belleza del cuerpo femenino, que pone su centro en la sensualidad [49], por otro, específicamente ario, en el que ese centro estaría más bien en un recato expresivo de virtudes morales productivistas, lo mismo para el amor procreativo que para la actividad laboral. [50]

  La contrarrevolución política del movimiento nazi tuvo su equivalente en la contrarrevolución formal del arte que se integró en él. Lo mismo que el nazismo significó para la revolución europea, su arte significó para la exploración formal de las vanguardias del “arte moderno”.

Los negros, los orientales o los latinos que dan muestras de "buen compartamiento" en términos de modernidad capitalista estadounidense pasan a participar de la blanquitud.

  El arte que afirma su pertenencia al nacionalsocialismo pretende desencubrir y enfatizar las virtudes y gracias de la blancura aria, presentando la consistencia biológica de ésta como la condición indispensable de una blanquitud genuina reconquistada y como la marca inequívoca de una voluntad “regeneradora” de la modernidad. Sin embargo, lo único que logra efectivamente con sus figuras encomiásticas de la blancura aria es desencubrir o poner de manifiesto el heroismo suicida cuya necesidad profunda está implícita en la asunción de la blanquitud. [51] Paradójicamente, lo que llega a exaltar en contra de sus propias pretensiones es el sacrificio de la forma natural de la vida humana y de la riqueza cualitativa del cuerpo humano en lo que tiene de encrucijada creativa de relaciones entre los valores de uso del mundo de la vida [52]. Lo que alcanza a anunciar es una autodestrucción humana de nuevo tipo que debe cumplirse en beneficio de una reanudación reformada, autoritaria, del buen funcionamiento capitalista de la modernidad. [53]

  La traición que la obra de Breker implica respecto de la revolución formal que se esbozaba en la obra escultórica de su maestro, Auguste Rodin, la clausura de una exploración vanguardista de las posibilidades plásticas, la aceptación oportunista de un canon racista para la representación del cuerpo humano, condujeron al fracaso artístico de este escultor. La contrarrevolución estética emprendida por él tuvo sin embargo efectos menos catastróficos que la otra contrarrevolución, a la que acompañó y pretendió inspirar. Víctimas de la primera fueron él mismo y el arte de la escultura en Alemania [54]; víctima de esta otra fue, en cambio, la modernidad alternativa a la capitalista [55], que venía con el movimiento comunista, y fueron, junto con ella, los veinte millones de muertos de la guerra y de los campos de exterminio en Europa. [56]

  El racismo normal de la modernidad capitalista es un racismo de la blanquitud. Lo es, porque el tipo de ser humano que requiere la organización capitalista de la economía se caracteriza por la disposición a someterse a un hecho determinante: que la lógica de la acumulación del capital domine sobre la lógica de la vida humana concreta y le imponga día a día la necesidad de autosacrificarse, disposición que sólo puede estar garantizada por la ética encarnada en la blanquitud. Mientras prevalezcan esta organización y este tipo de ser humano, el racismo será una condición indispensable de la “vida civilizada”.

 

REFERENCIAS


* ^ Publicado originalmente en Diego Lizarazu, Sociedades icónicas. Historia, ideología y cultura en la imagen, ed. Siglo XXI, México 2007; y de manera póstuma en Bolívar Echeverría Modernidad y "blanquitud", México, Editorial ERA, 2010.

** ^ Su ojo es azul,/te apunta y no falla.

1 ^ Sobre la multiplicidad del ethos histórico de la modernidad capitalista, que incluiría, además del realista, a otros tres más: el “romántico”, el “(neo)clásico” y el “barroco”, véase, del autor, Modernidad y capitalismo, en el libro Ilusiones de la Modernidad.

2 ^ La imagen de contraste o imagen de lo contra-moderno, de lo incompatible con la blanquitud, la ubica un personaje de la novela El último encuentro, de Sándor Márai, en la de una “humanidad” determinada por el “trópico”: ”Has de saber que todos los ingleses que han pasado cierto tiempo en el trópico son sospechosos en su propio país. Son dignos de admiración y de reconocimiento, pero son también sospechosos. En sus fichas secretas figura seguramente la palabra “trópico” como si dijera “sífilis” o “espionaje”. Son sospechosos aunque hayan conservado la costumbre de jugar al golf o al tenis, aunque hayan estado bebiendo whisky con la alta sociedad de Singapur, aunque hayan aparecido en las fiestas del gobernador, vestidos de esmoquin o con un uniforme lleno de condecoraciones: todos ellos son sospechosos. Simplemente por haber vivido en el trópico. Simplemente por haber sobrevivido a esa infección terrible e imposible de asimilar que también tiene sus atractivos, como cualquier peligro mortal. El trópico es una enfermedad. Las enfermedades tropicales se curan con el tiempo, pero el trópico jamás.” (pp. 74-75)

3 ^ La regresión fundamentalista de la identificación moderna capitalista no implica siempre un retorno a la exigencia de una blancura racial, como en la primera mitad del siglo veinte europeo; puede cumplirse perfectamente en un retorno a la exigencia de una blancura identitaria, “cultural” o manifiesta en los “usos y costumbres” e incluso en la “weltanschauung”, como sucede ya en el presente siglo, bautizado por Samuel Huntington como el de un “clash of civilizations”.

4 ^ En cambio, la acción sistemáticamente genocida contra los judíos de Europa oriental, que se inicia junto con la guerra contra el bolchevismo y por la conquista de “espacio vital” (véase la película de Klimov, Ven y mira), es una acción que debe ocultársele al pueblo; la “radicalidad” de esta acción, lejos de expresar un “idealismo revolucionario”, demuestra un cinismo tan burdamente pragmático, que hasta al más fanático de los nacionalistas le resulta difícil compartir.

5 ^ La tendencia propia del estado nazi se dirige a la represión de la creatividad estética de la sociedad. Los individuos no deben emitir, sino sólo recibir los mensajes de una política que se ha “autoestetizado” y que los requiere como espectadores dispuesta a entrar en empatía con ella y a participar en ella. El gesamtkunswerk propuesto por Richard Wagner, la “obra de arte total” del estado nazi, su “estetización” de la política (de la que habla W. Benjamin en su famoso ensayo sobre la obra de arte), consiste exclusivemente en la ora minuciosa ora graandilocuente escenificación cotidiana de la unidad popular supraclasista, en el espectáculo permanente de la heimat recobrada, con el que todos y cada uno de los volksgenosse era inducido a identificarse. Toda obra de arte era en principio sospechosa porque implicaba el desenmascaramiento de esta impostura estética de intenciones demagógicas. Hay que mencionar que no sólo en el estado nazi la estetización de la política fue impuesta de manera terrorista. El estado “soviético” de Rusia hizo otro tanto. La represión casi total de la revolución formal del “arte moderno”, sin el motivo potenciador que en el estado nazi identificaba a las “vanguardias” artíticas con el enemigo judío, se acompañó en él del fomento de un arte programático al servicio de una “revolución socialista” imaginaria. El arte oficial propuso un canon de la figura humana obediente también a la imagen consagrada de la blanquitud --de ahí la gran similitud que se observa entre muchas obras plásticas del nazismo y muchas del “socialismo”-- , sólo que su fundamentalismo no resaltaba en ella las marcas del autosacrificio para la guerra sino otras, “stajanovistas”, propuestas por el “realismo socialista”: las del autosacrificio para el trabajo conquistador del futuro.

6 ^ “Die bildende Kunst unserer Tage hat zurückgefunden zur klassischer Einfachheit und Natürlichkeit und damit zum Wahren und Schönen.”

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