Hitlerjunge Grass*

Bolívar Echeverría


Metate. Periódico de la Facultad de Filosofía y Letras, año II, núm. 10, septiembre, 2006.

La “confesión” del más famoso de los escritores alemanes de la posguerra, Günter Grass, de que en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, cuando tenía 17 años de edad, perteneció a las Waffen-SS –las temidas y admiradas task forces de las Schutzstafeln (SS), la organización paramilitar del partido nazi que era el núcleo más fanatizado del “nuevo Estado alemán”– ha despertado sobre todo en Alemania y en Polonia un escándalo sin precedentes. ¿Cómo es posible que alguien que ha juzgado tan dura e implacablemente a sus compatriotas por su incapacidad de romper con la vigencia que mantiene el pasado nazi en su presente haya sido él mismo un nazi en su juventud y, sobre todo, un nazi arrepentido que no tuvo más tarde el valor de discutir públicamente su arrepentimiento? ¿Puede alguien así seguir ocupando el pedestal de “conciencia moral” de Alemania que con tanta hipocresía e irresponsabilidad había aceptado ocupar?

¿Cómo es posible que alguien que ha juzgado tan dura e implacablemente a sus compatriotas por su incapacidad de romper con la vigencia que mantiene el pasado nazi en su presente haya sido él mismo un nazi en su juventud y, sobre todo, un nazi arrepentido que no tuvo más tarde el valor de discutir públicamente su arrepentimiento?

  Las resoluciones del Juicio de Nuremberg gravitaron decisivamente a lo largo de la historia europea de la segunda mitad del siglo XX. Después de mandar a la horca a un número escasamente simbólico de colaboradores cercanos de Hitler, exoneraron a “los alemanes” en general de toda culpa grave en los crímenes perpetrados por el Estado nazi en sus guerras de agresión a otros Estados y de exterminio de otros pueblos. Respetando el sentido de esas resoluciones, ya en la posguerra, pareció suficiente una campaña expedita de “desnazificación” o “desinfección política” del pueblo alemán para dejarlo nuevamente tan inocente y limpio en su conciencia moral como cualquiera de los otros pueblos europeos occidentales, incluido el norteamericano. Günter Grass ha tenido la valentía de denunciar sitemáticamente la hipocresía de esa campaña de purificación moral colectiva –una valentía que el no haberse atrevido a tematizar autobiográficamente al “hitlerjunge Grass” no disminuye en nada—. Con olfato certero ha detectado hasta el más insignificante de los “huevos de la serpiente” enquistados en las costumbres, en la política, en el arte y la literatura de Alemania desde los años del “milagro económico” hasta los de la “reunificación”. A partir de su novela devastadora El tambor de hojalata, la validez siempre incómoda pero irrefutable de sus críticas lo fue ubicando poco a poco en un lugar que él mismo nunca buscó, el de “conciencia moral” de Alemania. Pero el efecto exonerador de culpas del Juicio de Nuremberg no logró solamente devolverles su autoestima a “los alemanes”; logró sobre todo sustituir la esencia política del fenómeno nazi por una esencia moral. El “mal” que había tentado con éxito a los alemanes, encarnado en Hitler y su pandilla, había ingresado en Alemania viniendo directamente de los infiernos y había asaltado al Estado alemán; nada tenían que ver con él la política que éste fomentaba ni las fuerzas económicas que lo sostenían. Nuremberg hizo del nazismo un acontecimiento de orden moral cuya explicación no requiere, como pensaba Horkheimer, que se sospeche de ninguna posible “maldad” del capitalismo, del Estado que él anima o de la política que éste consagra. Nuremberg volvió presentable ese monstruo conceptual de una “culpa colectiva” en la que las culpas singulares, las únicas reales, las de quienes sabían o simplemente percibían que sus acciones estaban conectadas con lazos de complicidad con los crímenes nazis, se diluyen y desaparecen; “culpa” que correspondería a un ente social capaz de existir “como un solo hombre”, de poseer una conciencia moral unificada y de caer en el pecado, de arrepentirse, hacer acto de contrición y ser perdonado.

  Tal vez lo más notable en las “confesiones” de Günther Grass en su libro más reciente, Pelando la cebolla, es la insistencia con que menciona el malestar profundo que lo acompañó a lo largo de su vida, debido a su falta de coraje para revelar al público “su pasado nazi”. Es notable esa insistencia porque pone al descubierto los límites de este autor en su comprensión del fenómeno del nazismo y en su crítica de los modos en que él permanece no sólo en Alemania, sino en todo el mundo occidental.

Con olfato certero, Günther Grass ha detectado hasta el más insignificante de los huevos de la serpiente enquistados en las costumbres, en la política, en el arte y la literatura de Alemania desde los años del milagro económico hasta los de la reunificación.

  A ese muchacho de 17 años, nazi prácticamente “de nacimiento” (a los 5 años aprendió a hacer el saludo fascista) y fanatizado por un entrenamiento implacable de 12 años, Grass parece exigirle una capacidad de crítica que sólo podía llegarle más tarde, en los años de la entwarnung, después de la desilusión, el escepticismo y la reflexión, pero que él tiene que adjudicarle como una capacidad innata si se atiene, como parece hacerlo, en flagrante contradicción con las bases de su escritura crítica, a ese certificado de democratismo consustancial que el Juicio de Nuremberg extendió a Alemania como parte de la familia europea de naciones. Se trata de una actitud contradictoria que se mostró en él ya cuarenta años atrás cuando, convencido, aunque sólo a medias (“lo menos malo es ya algo bueno”) como los directores de la Escuela de Frankfurt, de la autenticidad democrática del proyecto de la Bundesrepublik y de la “buena fe” de quienes lo llevaban a cabo (que eran más bien lo contrario de su amigo Willy Brandt), Grass afirmó, como ellos, que impugnar ese proyecto constituía un ataque a la democracia, y que quienes lo hacían, como los estudiantes del movimiento de 1964-1968, terminaban por ser unos “fascistas de izquierda”.

  No sólo los paleonazis y los neonazis, sino muchos de los creyentes en una Alemania renacida después de la reunificación y necesitada de los efectos reconciliadores de un olvido del pasado pretenden que la adolescencia nazi de Grass, reconocida ahora por él mismo, hace que se invierta ipso facto el sentido de todas las críticas de este autor a una presunta tendencia autoritaria de la vida social y las instituciones alemanas; que contribuye a refrendar el veredicto rehabilitador del Juicio de Nuremberg y a limpiar el rostro de Alemania, mancillado injustamente por los “malos alemanes”. Sin embargo, justa o injusta (como en este caso), la descalificación ad hominem no basta para anular la validez de argumentos que se sostienen por sí mismos. Y los que Günther Grass ha expuesto de mil maneras en sus obras son de éstos: convencen, más allá de su persona, por el conocimiento íntimo, despiadadamente paródico de la realidad alemana que hay en ellos, y por la maestría en el uso literario de la lengua alemana que se hace evidente en su exposición.

 

REFERENCIAS


^ * Bolívar Echeverría, “Hitlerjunge Grass” en Metate. Periódico de la Facultad de Filosofía y Letras, año II, núm. 10, septiembre, 2006, pp. 1—2. Publicado en esta web bajo una licencia Creative Commons 2.5: Atribución-NoComercial-SinDerivadas.

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