Prólogo
Hablar de un “modo de vivir” barroco, extender el calificativo de “barroco” de las obras de arte definidas como tales al conjunto de los fenómenos culturales que las rodean, e incluso a la región o la época en que ellas fueron producidas, es una tendencia tan vieja como la idea de misma de lo barroco. Su tematización explícita y su fundamentación han sido en cambio mucho más recientes, y se han cumplido, por lo demás, en dos direcciones diferentes.1 En la primera, lo barroco aparece como una de las configuraciones por las que deben pasan las distintas formas culturales en su desenvolvimiento orgánico; como la configuración tardía de las mismas, que se repite así, con un contenido cada vez distinto, en la sucesión de las formas culturales a lo largo de la historia. En la segunda, lo barroco se presenta como un fenómeno específico de la historia cultural moderna.2
Es sobre esta segunda línea de aprehensión, la de lo barroco como totalización cultural específicamente moderna, sobre la que se desenvuelven los texos reunidos en el presente volumen. De manera más dispersa en los de la primera parte y más sistemática en el de la segunda, su objetivo común es explorar, dentro de una problematización filosófica de las categorías empleadas por la historia de la cultura, la cabida que “lo barroco” puede tener dentro de una descripción crítica de la modernidad. De este modo, las preguntas que ocupan a todos ellos se refieren a la posibilidad que tiene esa descripción de reconocer determinadas estructuraciones particulares de las características generales de la vida moderna y de detectar entre ellas una que merezca llevar –al menos por una cierta similitud con el modo barroco de la creación artística– el calificativo de “barroca”. Se trata de las preguntas siguientes: ¿En qué estrato o momento de la constitución del mundo moderno se muestra de manera más radical y adecuada una copertenencia esencial entre su modernidad y el barroquismo? ¿En qué sentido puede hablarse, por un lado, del carácter necesariamente moderno de lo barroco y, por otro, de la necesidad de un barroquismo en la constitución de la modernidad?
El ensayo que ocupa la segunda parte aborda estas cuestiones en especial y de manera más directa. Esboza primero una aproximación a los dos conceptos generales que definen el campo en el que se ubicaría lo barroco, el concepto de cultura y el de modernidad. Recuerda, a continuación, ciertas ideas acerca de la condición humana que aparecen en la ontología fenomenológica y las conecta con algunos desarrollos contemporáneos de la antropología y la semiótica. En su parte central –en un intento de ampliar la “crítica de la economía política” elaborada por Karl Marx hacia una teoría crítica del conjunto de la vida moderna–, el ensayo propone un concepto referido a la necesidad en que está el discurso reflexivo de pensar coherentemente la encrucijada de lo que se entiende por “historia económica” y lo que se conoce como “historia cultural”; un concepto mediador, que sería el de éthos histórico. Descrito como una estrategia de construcción del “mundo de la vida”, que enfrenta y resuelve en el trabajo y el disfrute cotidianos la contradicción específica de la existencia social en una época determinada, el éthos histórico de la época moderna desplegaría varias modalidades de sí mismo, que serían otras tantas perspectivas de realización de la actividad cultural, otros tantos principios de particularización de la cultura moderna. Uno de ellos sería precisamente el llamado éthos barroco”, con su “paradigma” formal específico.
El examen de esta modalidad del éthos moderno parte allí de una clasificacción de los distintos tipos de temporalidad que conoce la vida social para precisar lo que especifica a lo barroco como principio de estructuración de la experiencia del tiempo cotidiano. El efecto de lo barroco en la vida cotidiana, descrito como una “estetización exagerada”, se vuelve evidente en su confrontación con el modo cristiano tradicional (católico), igualmente “exagerado”, de poner a la ritualización religiosa como núcleo estructurador de la misma. La consideración final, acerca del nexo entre “arte barroco y contrarreforma”, se refiere al modo como la estetización barroca de la vida cotidiana deriva, entre otras cosas, en la construcción de todo un “estilo” de creación artística y poética, aquel que mereció originalmente el adjetivo de “barroco”.
Cabe añadir, por lo demás, que los ensayos incluidos en este volumen tienen que ver también, aunque sea de manera indirecta, con una segunda discusión; aquella que trata de la actualidad de lo barroco y que es tal vez, dentro del variado conjunto que anima la problematización de la “condición postmoderna”3 de este fin de siglo, la más trabajada y por ello mismo la menos inasible.
Lo mismo en el sentido de un diagnóstico de la situación cultural contemporánea que en el de una propuesta alternativa ante la crisis de la cultura establecida, el concepto de “lo barroco”, actualizado por el prefijo “neo-”, aparece como uno de los principales instrumentos teóricos para pensar en qué consiste ese estar “depués”, “en discontinuidad” o “más allá” de la modernidad
“El hombre del primer barroco es el testigo de un mundo que vacila”, escribía Severo Sarduy,4 y añadía: “lo mismo ocurre con el hombre de hoy.” Un mundo que vacila, un orden carcomido por su propia inconsistencia, que se contradice a sí mismo y se desgasta en ello hasta el agotamiento; junto con él, una confianza elemental, profunda, que se desvanece sin remedio. El mundo que vacila es el de la modernidad, el de la confianza en una cultura que enseña a vivir el progreso como una anulación del tiempo, a fundar el territorio en una eliminación del espacio, a emplear la técnica como una aniquilación del azar; que pone a la naturaleza-para-el-hombre en calidad de sustituto de lo Otro, lo extra-humano: que practica la afirmación como destrucción de lo negado.
En medio de esta crisis de la modernidad, y más como un refugiarse en alternativas de vida reprimidas y desechadas por ésta (condenadas a una existencia clandestina) que como el encuentro de una solución o superación salvadora, aparece una cierta práctica de la postmodernidad en la que “algo así como un paradigma barroco se reivindica y se abre lugar”.5 Se trata de un comportamiento en el que reaparece aquella “constante formal”, aquel “gusto –y juicio sobre ese gusto– por lo inestable, lo multidimensional, lo mutante”, que Omar Calabrese,6 siguiendo el refinado método de su “formalismo ‘riguroso’”, ha investigado sistemáticamente en la cultura contemporánea. Un comportamiento, por lo demás, cuya presencia había sido reconocida ya como rasgo cultural distintivo en la periferia americana del mundo moderno,7 donde la gravitación de la modernidad capitalista fue siempre desfalleciente y donde otras “condiciones” de discontinuidad con ella –condiciones pre-modernas y semi-modernas– prefiguraron a la “condición postmoderna” descrita por Lyotard, aunque desde una necesidad diferente.
¿Es imaginable una modernidad alternativa respecto de la que ha existido de hecho en la historia? De ser así, ¿qué prefiguración de la misma, explícita o implícita, trae consigo el neobarroquismo contemporáneo? El “pliegue”, el leit-motiv de lo barroco pensado por Gilles Deleuze –la imagen de una negativa a “alisar” la consistencia del mundo, a elegir de una vez por todas entre la continuidad o la discontinuidad del espacio, del tiempo, de la materia en general, sea ésta mineral, viva o histórica– habla de la radicalidad de la alternativa barroca. ¿Pero cuáles son los alcances reales de su “propuesta”, medidos a partir de su peculiar inserción histórica en la construcción del mundo de la modernidad capitalista? ¿Cuál es la actualidad del “paradigma barroco”? ¿Puede, por ejemplo, componerse en torno a él, a su reactualización neo-barroca, una propuesta política, un “proyecto civilizatorio” realmente alternativo frente al que prevalece actualmente? Este es el tipo de cuestiones que preocupan también a los ensayos contenidos en el presente libro.
La actualidad de lo barroco no está, sin duda, en la capacidad de inspirar una alternativa radical de orden político a la modernidad capitalista que se debate actualmente en una crisis profunda; ella reside en cambio en la fuerza con que manifiesta, en el plano profundo de la vida cultural, la incongruencia de esta modernidad, la posibilidad y la urgencia de una modernidad alternativa. El éthos barroco, como los otros éthe modernos, consiste en una estrategia para hacer “vivible” algo que básicamente no lo es: la actualización capitalista de las posibilidades abiertas por la modernidad. Si hay algo que lo distingue y lo vuelve fascinante en nuestros días, cuando la caducidad de esa actualización es cada vez más inocultable, es su negativa a consentir el sacrificio de la “forma natural” de la vida y su mundo o a idealizarlo como lo contrario, su afirmación de la posibilidad de restaurarla incluso como “forma natural” de la vida reprimida, explotada, derrotada. Estrategia de resistencia radical, el éthos barroco no es sin embargo, por sí mismo, un éthos revolucionario: su utopía no está en el “más allá” de una transformación económica y social, en un futuro posible, sino en el “más allá” imaginario de un hic et nunc insoportable transfigurado por su teatralización.
Nadie mejor que el propio autor de Barroco para responder acerca del tipo de radicalidad que se le puede exigir al barroco de nuestro tiempo:
“Qué significa hoy en día una práctica del barroco? ¿Cuál es su sentido profundo? ¿Se trata de un deseo de oscuridad, de una exquisitez? Me arriesgo a sostener lo contrario: ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación.”8
REFERENCIAS
^ 1 La primera aparece en Eugenio D'Ors (1923) , Benedetto Croce (1925) y Henri Focillon (1936), y se continúa también, modificada por la influencia de Ernst Robert Curtius (1948 ), en Gustav René Hocke (1957), aunque conducida en referencia a lo que él denominaría más bien un comportamiento "manierista". La segunda se esboza primero en Wilhelm Hausenstein (1920), Werner Weisswach (1921) y Alois Riegl (1923); pero con quien entra en la complejidad que se explora actualmente es sin duda con Luciano Anceschi (1945), cuyo trabajo adelanta ciertos aspectos importantes de la sistematización ya clásica e indispensable de José Antonio Maravall (1975).
^ 2 Aunque diferentes entre sí, estas dos direcciones no son necesariamente incompatibles. Podría ser que el barroquismo como modelo de comportamiento transhistórico, que aparece como característica de las culturas cuando decaen, haya tenido sin embargo en la modernidad su oportunidad más plena y se haya mostrado en ella en la plenitud de sus posibilidades.
^ 3 La condition postmoderne. Rapport sur le savoir (Minuit, Paris, 1979) es el título del libro de Jean-François Lyotard que abrió al gran público francés la discusión sobre el "posmodernismo". Desde la óptica de la "semi-periferia", el tema de la posmodernidad, sobre todo en lo que concierne a lo social y lo político, ha sido abordado con originalidad por Boaventura de Sousa Santos en Pela mao de Alice, Oporto, 1994.
^ 4 Nueva inestabilidad, Vuelta, México, 1987, p. 48.
^ 5 Crhistine Buci-Glvicksmann, La raison baroque, Galilée, París, 1984, p. 189.
^ 6 L'età neobarocca. Sagittari Laterza, Roma-Bari, 1989, p. 24.
^ 7 "Los siglos transcurridos después del descubrimiento han prestado servicios – escribe Lezama Lima–, han estado llenos, hemos ofrecido inconsciente solución al superconsciente problematismo europeo." La expresión americana, en El reino de la imagen. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1957, p. 441. Cabe mencionar aquí la amplia y sugerente revisión del tema de lo barroco y lo neobarroco desde la perspectiva latinoamericana que hace Carlos Rincón en Mapas y pliegues, Bogotá, 1996.
^ 8 Severo Sarduy, Barroco, Sudamericana, Buenos Aires, 1974, p. 99.