Vuelta de siglo

Bolívar Echeverría


Prólogo

 

La enorme acumulación, incesante y acelerada, de fenómenos que presenciamos en estos años y que hasta hace poco eran inimaginables parece indicar que hemos entrado en una nueva época. Se trata de una suma de hechos inéditos de toda clase: naturales, como, por ejemplo, la inminencia del sobrecalentamiento de la Tierra o del agotamiento de los yacimientos petrolíferos; científicos, como el desciframiento del genoma humano o el descubrimiento de agua en otros planetas del sistema solar; técnicos, como la generalización de la informática o la exploración de la nanotecnología; económicos, como el fracaso del neoliberalismo o el surgimiento de la economía china en calidad de “interlocutor” beligerante a escala mundial; políticos, como el ahogamiento de la democracia representativa por los mass media o la caducidad y el reciclamiento transnacional del estado nacional; sociales, como el empoderamiento femenino o la expansión de la categoría de los migrantes en la demografía mundial; culturales, como la generalización de la “estetización salvaje” o la museificación de la “alta cultura”; se trata de una suma abrumadora de hechos que no alcanza sin embargo a contrarrestar la sensación de suspenso, de “indefinición de sentido” que acompaña su constatación.

  Todos esperaban acontecimientos extraordinarios cuando el primer milenio de la era cristiana estaba por terminar; corría el rumor de que, para llegar, el “fin del mundo” sólo esperaba esa fecha y que había que prepararse para el juicio final. Mil años más tarde, muy pocos fueron quienes esperaron sucesos de esa magnitud; el cambio al siglo XXI no inquietó seriamente a nadie, fue una fecha que, pese a las dosis extra de ruido y fuegos artificiales que la enmarcaron, pasó sin dejar huella.

  El calendario sugiere que nos encontramos en un momento de vuelta de siglo (y de milenio); pero su indicación sólo sirve de contraste para reconocer ese estado de “definición en suspenso” en que parece encontrarse la historia actual. Es como si nos hubiera tocado vivir sólo el epílogo del siglo XX, soportar los estragos que ha traído consigo la clausura de una época anterior, el triunfo de la contrarrevolución.

  El sentido del siglo XX, como se dice que sucede siempre, sólo se hizo manifiesto una vez que había concluido. Sólo entonces supimos que había comenzado en 1914, y no con el magnicidio de Sarajevo sino con la aquiescencia de los parlamentarios socialdemócratas de Alemania a la contratación de créditos para financiar la guerra; nos enteramos de que había terminado en la fecha simbólica de 1989, con la caída del Muro de Berlín, el colapso del “socialismo real” y el final de la Guerra Fría. Enigmático para quienes lo vivieron, el sentido del siglo XX se les insinuaba no obstante de muchas maneras; todas ellas coincidían vaga pero firmemente en que lo que estaba en juego en última instancia era la permanencia del modo de vida que llevaban, que parecía encaminado a cumplir las promesas de “bienestar” asociadas a la palabra Progreso y que se veía sin embargo amenazado por otro modo de vida diferente, que salía de esa misma vida y que le disputaba la vigencia en nombre de valores éticos y políticos “superiores al bienestar”. El sentido del siglo XX se dibujaba confusamente para quienes lo percibían en su vida cotidiana; era un sentido negativo, un “no” a lo otro, a la otra manera de ser modernos que, desde el siglo XIX, venía acompañando como una sombra, como un “fantasma”, a la consolidación de la modernidad capitalista.

No parece desatinado contar la historia del mundo moderno como una sucesión de los intentos que él ha hecho de resistirse a la esencia de su propia modernidad.

  El mundo moderno había arrancado con los primeros destellos de una nueva técnica, que no venía solamente a perfeccionar la técnica arcaica, prolongando su mismo diseño, sino a sustituirla del todo, inaugurando un nuevo tipo de relación de lo humano con lo otro. Gracias a ella, la hostilidad defensiva del Hombre hacia la Naturaleza podía ceder el lugar a una colaboración entre ambos para introducir nuevas formas en el mundo. Su sentido original se dirigía a la creación de una nueva condición humana que se caracterizaría por la abundancia de la riqueza social y la emancipación de los individuos singulares. Sin embargo, en la introducción de esa nueva técnica en el conjunto de la vida, el método que se impuso, por ser el más eficiente, fue el de su empleo como multiplicadora de la productividad económica mercantil capitalista. Se trataba de un método cuyos resultados se dirían al menos paradójicos. Dirigido obsesivamente a explorar el aspecto cuantitativo –el de importancia mercantil– dentro de la totalidad cualitativa de cada nueva forma descubierta por la nueva técnica, el capitalismo guió el desarrollo de ésta dotándolo de un sentido perverso, que desvirtuaba sistemáticamente el sentido original. Promovió la actualización y aprovechamiento de la nueva técnica, pero de una manera que anulaba su novedad epocal; la rebajaba a ser sólo una versión más agresiva de la vieja técnica diseñada para someter a lo otro.

  La historia de la modernidad capitalista es la historia de una realización de la esencia de la modernidad que ha sido sin embargo una negación sistemática de ella. Las formas arcaicas del mundo de la vida y de la vida misma, que, como la forma religiosa de lo político, por ejemplo, debieron quedar vacías de contenido con el desvanecimiento de la técnica correspondiente a la época de la escasez de la naturaleza y la autorrepresión social, son formas que han perdurado en esta modernidad, muchas veces como caricaturas de sí mismas. Lo han hecho porque el modo capitalista de actualizar la técnica moderna ha eliminado completamente la dimensión formal, revolucionaria, de esa actualización y se ha concentrado en el plano económico-mercantil, puramente progresista, de la misma, un plano en el que las viejas condiciones de escasez y represión resultan imbatibles, puesto que pueden reproducirse siempre, artificialmente, incluso en medio de la “sociedad de consumo” y del desperdicio bélico.

La discordancia entre la modernidad y su propia versión capitalista ha invadido sin cesar la experiencia individual en la historia moderna, lo mismo la singular que la colectiva. De manera concentrada se ha hecho presente de muchas maneras; la más evidente de las cuales ha sido tal vez la conformación de diferentes tipos de seres humanos modernos, como, por ejemplo, el barroco o el romántico, que han intentado vivir esa modernidad pero disintiendo de su acomodo básico, “realista”, al método capitalista de su realización.

  Los textos que componen el presente libro se refieren tal vez no al último pero sí al más reciente de los intentos de la sociedad moderna de reasumir la esencia de su modernidad, liberándola de la definición capitalista con la que se ha desarrollado. Se refieren, sobre todo, a la época actual, en la que asistimos al fracaso de ese intento, iniciado por los comunistas europeos a mediados del siglo XIX. Son textos que quisieran aportar, cada uno en torno a un tema diferente, al desciframiento del sentido enigmático que presentan los datos más relevantes de esta vuelta de siglo. Los nueve primeros abordan asuntos de orden más general, como el destino que tienen en nuestros días realidades históricas “de larga duración”, como la religiosidad, la violencia, la nacionalidad o la peculiaridad de ser un “hombre que lee” del ser humano moderno. Los seis restantes se enfocan sobre la realidad latinoamericana, en especial sobre su historia, e intentan redefinir conceptos como “mestizaje” o “barroquismo” con el fin de aportar a la comprensión de su múltiple identidad moderna y a la localización del conflicto vivo pero reprimido que la lleva a reproducir una y otra vez esas condiciones espantosas de miseria económica, social y política sin las que pareciera no poder existir.

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