Desde el interior de los grandes sistemas filosóficos muchas de las dimensiones de la cultura aparecen como irracionales, innecesarias y disfuncionales. Bolívar Echeverría, con gran sensibilidad, recoge precisamente esa dimensión incongruente y mágica para proyectarla, a la manera de Koestler, como un fantasma dentro de la máquina marxista. El resultado es extraordinariamente estimulante y ha cristalizado felizmente en la metamorfosis de unas lecciones de filosofía impartidas hace veinte años en el libro titulado hoy Definición de la cultura. Creo que debemos celebrar la publicación de este texto, que confirma a Bolívar Echeverría como uno de los mejores y más originales ensayistas de América Latina.
El libro de Bolívar Echeverría es un intento extraordinariamente creativo y original de utilizar la tradición marxista, acorazada con la semiótica moderna y reforzada con las afiladas armas del estructuralismo antropológico, para decodificar y entender ese inquietante espacio inmaterial que Kant llamó el mundus intelligibilis, y que es el mundo de la cultura.
Yo comentaré únicamente la reflexión de Bolívar Echeverría que se aplica a las expresiones mitológicas de la cultura, cuyo estudio fue visto, al decir de Marcel Detienne, como una “ciencia de lo escandaloso”, como la investigación de las formas del pensar extravagante, obsceno, grotesco y repugnante de los pueblos paganos o salvajes. Esta manera de abordar el tema recurre a la añeja disputa alemana entre los defensores de la cultura, entendida como los aspectos creativos de la actividad humana, y los abogados de la civilización, que define la acción utilitaria de los hombres en sus tareas de sobrevivencia económica. Esta dicotomía opone, en cierta forma, las interpretaciones dionisíacas de las apolíneas, en la terminología de Nietzsche. Quiero citar aquí la manera en que esta oposición encarnó en las ideas del psiquiatra anarquista Otto Gross, quien expuso en su primer libro Las funciones secundarias del cerebro (1920), una significativa teoría sobre la existencia de dos tipos mentales opuestos.1 El primer tipo corresponde a gente con una conciencia vasta pero superficial, ágil para entender los hechos y para aprovecharlos en el corto plazo, sumida en una vida emocional primitiva y trivial, carente de la riqueza de una imaginación erótica ligada a los poderes estéticos y éticos superiores. El segundo tipo, caracterizado por una profunda vida emocional, es lento en el entendimiento y uso de los hechos, se orienta hacia la abstracción simbólica y la armonía de la experiencia, se aleja de la acción social eficiente para inclinarse hacia la estética y las actitudes visionarias e idealistas. Según Gross, en estos tipos cristaliza la oposición entre el hombre de negocios y el de ideas, el hombre de la civilización y el de la cultura, el personaje realista en la batalla y el solitario creador de imágenes. El primero es característico de las épocas tormentosas en que los imperios se establecen; el segundo tipo es un producto de la alta cultura que se desarrolla a partir de los imperios. Esta dualidad era un lugar común que podemos reconocer en diversas expresiones intelectuales de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, tanto en su forma psicológica, como en sus variantes sociales y culturales.
Ecos de esta contraposición se pueden hallar en el enfrentamiento, citado por Bolívar Echeverría, entre el existencialismo de Sartre y el estructuralismo de Levi-Strauss. Este último intentó encontrar orden y coherencia en el mundo aparentemente indescifrable y escandaloso de los mitos y de las costumbres, para comprender su lógica. Sartre defendió la importancia de la libertad humana, un principio que trasciende la estructura. La discusión de Bolívar Echeverría, en buena medida, se ubica entre estos dos términos. Por momentos se acerca más a una interpretación estructuralista, como cuando define la cultura de la siguiente manera: “La cultura es el momento autocrítico de la reproducción que un ser humano determinado, en una circunstancia histórica determinada, hace de su singularidad concreta; es el momento dialéctico del cultivo de la identidad” (187). Este cultivo crítico de la identidad es una actividad cultural que, aunque es peligrosa y pone en riesgo la coherencia (de allí su carácter creativo) constituye al mismo tiempo la reproducción de la “mismidad”, como dice Bolívar Echeverría. Me fascinó ver que esta práctica crítica es considerada como una peculiar “saudade” –yo hablaría de melancolía– dirigida hacia el Otro, hacia la otredad. Esta saudade es una especie de locura erigida en expresión cultural de la identidad.
El vértigo ante los peligros que acechan a los hombres si se escapan de los grandes castillos de la coherencia crítica ya lo sintió el propio Kant. Es sabido que a Kant siempre le obsesionaron los linderos y que incluso la gran revolución en su pensamiento, que encarna en la Crítica de la razón pura, tiene su origen en una prolongada reflexión sobre las fronteras entre los sentidos y la razón, y en una preocupación por dibujar los límites del conocimiento. En su discusión sobre lo bello y lo sublime ya establece, desde la primera frase del ensayo, que las sensaciones no se sustentan principalmente en las “cosas externas” sino más bien en los sentimientos de cada hombre, cuyas raíces se hunden en los temperamentos y en los humores. Esas “cosas” externas” con el tiempo, serán concebidas por Kant como la famosa Ding an sich, el noumenon o “cosa en sí” impenetrable que la razón no puede conocer, aunque sí la puede pensar como un concepto fronterizo, como señala Cassirer, que sirve para delimitar la sensoriedad.2 Seguramente allí podemos encontrar el motivo que explica porqué Kant se interesó tanto por la locura (cuando se interesó por el místico Swedenborg o cuando escribió sobre las enfermedades de la cabeza): debido a que, en alguna forma extraña, la mente enferma puede traspasar la frontera de la sensibilidad y de los fenómenos, más allá de la cual se halla una terrible oscuridad. ¿Qué pasaría –podría haberse preguntado Kant– si alguien atravesase el lindero prohibido y penetrase el noumenon? ¿Perdería el juicio al alejarse del phaenomenon? Ciertamente, la experiencia podría significar una zambullida en aquello que es pensable pero no cognoscible por los sentidos, y por lo tanto una mente que lograse traspasar el umbral, al comprender el sinsentido de la vida, podría enfermar, desequilibrarse o hundirse en el tedio. La locura era un reto, pues aparentemente el enfermo intentaba traspasar los límites del conocimiento para entrar en un territorio sombrío lleno de visiones y fantasmagorías de naturaleza incierta. La noble melancolía podía ser un camino alternativo para sentir el vértigo ante la boca del negro abismo en un intento mórbido por penetrar lo impenetrable. Pero si por alguna causa el hombre intenta adentrarse en la naturaleza, queriendo ir más allá de los sentidos sin que la razón establezca antes sus propios designios, puede llegar a un mundo oscuro y misterioso de cosas enrevesadas, desordenadas y trastornadas. Esta digresión sobre Kant tiene simplemente la intención de recordar que aun los más obsesivos constructores de sistemas se enfrentan al tema de la dimensión desconocida de la irracionalidad de los mitos y de la cultura. En la tercera Crítica abrirá Kant la ventana a lo sublime, que fue su manera poco romántica de tender un puente hacia el romanticismo.
El libro de Bolívar Echeverría es un intento extraordinariamente creativo y original de utilizar la tradición marxista, acorazada con la semiótica moderna y reforzada con las afiladas armas del estructuralismo antropológico, para decodificar y entender ese inquietante espacio inmaterial que Kant llamó el mundus intelligibilis, y que es el mundo de la cultura. Para ello no duda en acudir a la ayuda de la teología o de la filosofía existencial, pero aquí los espíritus de Walter Benjamín, de Sartre o de Georges Bataille cumplen la función de fantasmas que se ocultan tras las bambalinas de la gran ópera de la identidad semiótica. Estos fantasmas han ayudado a Bolívar Echeverría en su fascinante presentación de las relaciones entre –por un lado– el juego, la fiesta y el arte y –por otro lado– los discursos científico, mítico y poético. Aquí estamos ubicados exactamente en ese lindero peligroso que confronta el mundo de las misteriosas incoherencias innecesarias con el espacio de los discursos que históricamente organizan científicamente los juegos, que codifican míticamente los rituales festivos o que establecen una poética de la experiencia estética. El lindero se vuelve más difícil de comprender al considerar la dimensión histórica, que nos muestra una inexplicable continuidad estructural de los mitos, los rituales y los cánones. A mi juicio aquí la tradición estructuralista y lingüística no resuelve el problema.
Hoy podemos reconocer los límites de estas interpretaciones. Desde que fueron impartidas las lecciones de Bolívar Echeverría, las artes semióticas y funcionalistas se han erosionado y han sufrido el embate de un renacimiento del evolucionismo, que se ha aunado a las críticas románticas y existencialistas, con el agregado de las armas que proporciona, entre otras ciencias, la neurofisiología. Mezcla extraña, dirán algunos, que marca los tiempos postmodernos que vivimos.
Me gustaría poner un ejemplo que me parece sintomático de este retorno del evolucionismo, y que en este caso, el del filósofo Hans Blumenberg, corre paralelo a la herencia existencialista. Uno de los problemas que no resuelve el estructuralismo es el de la larga duración, la prolongada permanencia y la extraordinaria continuidad de los mitos. Lo que tenemos que precisar es si existen o no, en ciertos espacios culturales, procesos de transmisión mimética de tipo darwiniano, que implican la selección y la mutación de estructuras simbólicas. Yo estoy convencido de que hay muchas estructuras mitológicas cuya larga evolución puede explicarse desde una perspectiva evolucionista. Ello no quiere decir que podamos hacer a un lado la función social, política y cultural del mito en contextos históricos precisos. Esta función es precisamente la que garantiza la sobrevivencia del canon mitológico: la sociedad selecciona los cánones más aptos para cumplir determinadas tareas necesarias. Pero las funciones de un mito pueden ser muy variadas y diferentes; lo que observamos es la continuidad y sobrevivencia de una estructura simbólica y no la permanencia de un mismo conjunto de funciones. Las funciones y significados de un determinado mito son muy diferentes, digamos, en la Grecia de Homero, la Edad Media de Hildegard von Bingen o de Avicena, el Renacimiento de Petrarca y Ficino, la España barroca de Calderón y Gracián o la época romántica del Nerval y Hölderlin. Pero podemos rastrear la evolución de un mismo mito, cuya estructura es similar en todos estos momentos históricos. Hay aquí un proceso de transmisión que, visto en el largo plazo, es relativamente ciego –aunque no indiferente– a las distintas funciones coyunturales del mito. Es un proceso ciego porque estamos frente a una estructura mítica multifuncional capaz de adaptarse a diferentes condiciones: pero estas mismas condiciones son las que van configurando o guiando, por así decirlo, la lógica ciega de la larga evolución de un mito. El mito camina ciego por el camino de su reproducción mimética, pero no es sordo al ruido de los hombres que viven en cada época. Es interesante señalar que, desde una perspectiva muy diferente, el filósofo alemán Hans Blumenberg ha llegado a una interpretación darwiniana de los mitos. Para Blumenberg la "constancia icónica" de los mitos, que se manifiesta en su durabilidad y difusión, es un proceso prolongado de selección, una verdadera depuración milenaria de tipo darwiniano.3 La persistencia de los mitos, según Blumenberg, obedece al hecho fundamental de que la especie humana sufre una angustia por carecer de un nicho biológico preciso; esta desadaptación ha producido un déficit de instintos de adaptación. La función de los mitos consiste en superar esta angustia producida por lo que Blumenberg llama el “absolutismo de la realidad” (la desadaptación biológica), al traducirla a miedos específicos y concretos. Los mitos que sobreviven han sido sometidos a un largo “trabajo” de selección, donde los más aptos se endurecen y sobreviven.
Bolívar Echeverría entiende que la cultura adopta las formas de una “existencia en ruptura”. Yo diría que, en ocasiones, las rupturas se manifiestan como las típicas mutaciones azarosas sin las cuales no es posible comprender el proceso evolutivo. Sus efectos son a veces desgarradores, y el proceso cultural autocrítico, además de creativo, se puede convertir en un ritual antropofágico. Esto ocurre con alguna frecuencia en las manifestaciones culturales de esa dimensión que recorre todas las líneas del libro de Bolívar Echeverría, aunque creo que nunca es nombrada. Me refiero a la cultura socialista que ilustró, pero también obnubiló, a nuestra generación. De hecho, creo que el gran auge del ensayismo en México (y posiblemente en toda América Latina) durante el siglo XX, y especialmente durante la segunda mitad de este siglo, se debe a las tensiones y a la disciplina mental que el pensamiento socialista introdujo en nuestra cultura, y que nos obligó a una “existencia en ruptura”. Los ensayos de Bolívar Echeverría son frutos muy admirables de esta existencia en zozobra.
(Roger Bartra: Antropólogo. Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM).
Bolívar Echeverría, Definición de la cultura. México, FCE/Itaca/UNAm 2010.
REFERENCIAS
^ * Roger Bartra, “Definición de la cultura. A propósito de un libro de Bolívar Echeverría” en Revista de la Universidad de México, núm. 608, febrero, 2002, pp. 74—76.
^ 1 Otto Gross, Die cerebrale Sekundärfunction, Leipzig: Vogel, 1902.
^ 2 Ernst Cassirer, Kant, vida y doctrina, FCE. México, 1948. p. 256.
^ 3 Hans Blumenberg, Work on Myth, pp. 159ss. 164ss.