S’il essaye de devenir lui-même une
politique,… [l’éxistentialisme] ne
pourra que déguiser en double oui son
double non proposer q’on corrige la
démocratie par la révolution et
la révolution par la démocratie.”
M. Merleau-Ponty, Sartre et l’ultra-bolchevisme.
En 1960, Jean-Paul Sartre llama “ideología” a su propia teoría, el existencialismo. Dice: el existencialismo es “un sistema parasitario que ha vivido en las márgenes del Saber, que se opuso a él inicialmente y que hoy intenta integrarse en él”. El Saber es el marxismo. La definición que Sartre da de él es sin duda la más elogiosa que éste ha recibido; para construirla, Sartre llega incluso a inventar una nueva acepción para la palabra “filosofía”. Habla de ésta como una entidad discursiva o una figura muy especial del discurso social que sería todo eato a la vez: una “totalización del saber, un método, una idea reguladora, un arma ofensiva y una comunidad de lenguaje”. El marxismo sería “la filosofía de nuestro tiempo”, la tercera y última de las filosofías propias de la historia moderna -después de la de Descartes-Locke y la de Kant-Hegel-.
El elogio de Sartre es directo y franco; no tiene nada de irónico, no pretende carcomer al objeto elogiado hasta dejarlo en puro cascarón, pero es un elogio que termina por ser contraproducente. Contradice la conocida afirmación de Marx y Engels en La ideología alemana, que reconoce esa capacidad de “dominar”, de “totalizar el saber”, no a las ideas del proletariado revolucionario, sino a “las ideas de la clase dominante”. A esta descripción, que comparte en principio, Sartre contrapone sin embargo la observación de que, “cuando la clase ascendente toma conciencia de sí misma, esta toma de conciencia actúa a distancia sobre los intelectuales y desagrega las ideas en sus cabezas.” La presencia real del marxismo, insiste, “transforma las estructuras del Saber, suscita ideas y cambia, al descentrarla, la cultura de las clases dominantes”.
La distinción puede parecer bizantina, pero es sustancial. Mientras Marx habla del dominio de las ideas de los dominantes como un hecho propio de la reproducción del orden establecido, Sartre habla del dominio de la nueva “filosofía” como algo que tiene lugar dentro del enfrentamiento entre ese orden y las fuerzas sociales y políticas que lo impugnan. Puede ser, diría Marx, que la clase de los trabajadores “lleve las de ganar” en esta lucha, y sea “dominante” es este sentido, pero, aquí y ahora, el dominio efectivo sigue estando del lado del capital y las clases a las que favorece. El elogio de Sartre resultaría así contraproducente porque, al elevar al marxismo a la categoría de “el Saber” de nuestro tiempo, desactiva en el discurso de Marx de aquello que su autor más preciaba en él: su carácter crítico. Para Marx, en efecto, el discurso de los trabajadores revolucionarios es un discurso de la transición y para la transición “de la pre-historia a la historia”, y en esa medida carece de la consistencia propia de los saberes históricos que acompañan el establecimiento de un orden económico y social; es un discurso que tiene la misma fuerza y la misma evanescencia que caracteriza al proceso de transición: un discurso parasitario-demoledor, des-constructor del discurso dominante. Su obra inaugural, El capital, no es la “primera piedra” de un nuevo edificio, el del Saber Proletario, no lleva el título de “tratado de economía política comunista”, sino que se autocalifica simplemente de “crítica de la economía política”, una contribución a la crítica general del “mundo burgués” o de la modernidad capitalista.
Una vez que Sartre ha presentado su definición del “marxismo” como “la filosofía irrebasable de nuestro tiempo”, la pregunta que se impone consecuentemente la formula él mismo: “¿Por qué entonces el “existencialismo” ha guardado su autonomía? ¿Por qué no se ha disuelto en el marxismo?” Y su respuesta es contundente: “Porque el marxismo”, que sólo puede ser una totalización que se re-totaliza incesantemente, ”se ha detenido”. Toda filosofía es práctica, añade, “el método es un arma social y política”, y la práctica marxista, habiéndose sometido al “pragmatismo ciego” del “comunismo” stalinista, ha convertido a su teoría en un “idealismo voluntarista”. Sartre no percibe que las miserias de lo que él reconoce como “marxismo” no se deben a un problema de velocidad, a que el marxismo se ha detenido recientemente, sino más bien a una cuestión de sentido, a que lleva ya un buen tiempo -desde las fechas en que el propio Marx tomó distancia de sus discípulos “marxistas”- de haber abjurado de su vocación crítica.
De lo que se trata para el existencialismo, plantea Sartre, es de ayudar al “marxismo” a salir de su marasmo teórico, y de hacerlo introduciendo en él lo que el existencialismo puede mejor que nadie: la exploración de la dimensión concreta, es decir, singular de los acontecimientos, a través de las “instancias de mediación práctico-inertes” que conectan a los individuos con sus entidades colectivas y con la historia. Las condiciones objetivas determinan, sin duda, la realización de todo acto humano, pero ese acto no es el producto de esas condiciones, sino siempre el resultado de una decisión humana libre. El existencialismo puede enseñarle al “marxismo” que la dimensión de “lo vivido” en medio del cumplimiento o la frustración de un proyecto no es un subproducto del proceso histórico sino su verdadera substancia.
El esfuerzo teórico de Sartre en su obra de aporte al “marxismo” es descomunal. Las 755 densas páginas de su Crítica de la razón dialéctica rebosan creatividad; hay en ellas innumerables conceptos y argumentos nuevos -“praxis e historia de la escasez”, la “serialidad” y lo “colectivo”, el “juramento” y el “grupo en fusión”, la “mediación” y “lo práctico-inerte”- que su autor presenta a través de ejemplos concretos de comprensión histórica, tan diferentes entre sí como la toma de la Bastilla, en el un extremo, y la identificación de Flaubert con Madame Bovary, en el otro. Se trata sin embargo de un esfuerzo cuyos resultados efectivos fueron marginales, por no decir nulos. El “marxismo” tenía razón al no querer enterarse de la obra de Sartre y permitir sólo una discusión escasa e insubstancial de la Crítica. Y es que, en verdad, el aporte de Sartre resultaba para él un regalo envenenado.
Para el “marxismo” con el que Sartre polemiza -“marxismo de la segunda internacional” (Korsch) o “marxismo soviético” (Marcuse) o “marxismo del socialismo realmente existente” (Bahro)-, la conciencia de clase del proletariado sólo podía consistir en la suma de aquiescencias individuales de los proletarios a un proyecto histórico global anti-capitalista existente de antemano, heredado de la Socialdemocracia alemana por los bolcheviques leninistas, y radicalizado por ellos; un proyecto que cada uno de los proletarios recibía inmediatamente adjudicado, en la medida en que era un ejemplar singular más, perteneciente a la clase obrera dentro del conjunto de la realidad masiva de la sociedad moderna. Pensar, siguiendo el aporte de Sartre, que la “conciencia de clase proletaria” pudiera consistir en el “compromiso” generalizado, en la coincidencia de las sus innumerables iniciativas singulares individuales de los proletarios, dirigidas a la construcción del proyecto histórico anti-capitalista, era algo estructuralmente imposible para ese “marxismo”, implicaba su autonegación. Aceptar una definición así equivalía para él a un suicidio. Se trataba de un marxismo que concebía al movimiento histórico del cual pretendía ser la expresión teórica, no como una novedad verdadera, como el acontecimiento revolucionario que Marx vio en él, como una ruptura del continuum que comienzaría, según W. Benjamin, por un “tirar de la palanca del freno de emergencia en el tren de la historia”, sino solamente como la continuación mejorada de un mismo viaje, como la reiteración perfeccionada de un mismo proceso, el del progreso de “la humanidad” o de “las fuerzas productivas”.
El “marxismo” cuyo rescate el Sartre de 1960 se empeña en creer todavía posible era una teoría constitutivamente incapaz de concebir la conciencia de clase de los trabajadores como una conciencia identificadora concreta, superadora de la identidad masiva, esto es abstracta, “re-serializadora”, que se genera automáticamente en el proceso de trabajo fabril capitalista diseñado en el siglo XIX (la del contingente obrero sindicalizado en la CGT-Renault o en la CTM-Luz y Fuerza, por ejemplo). Era una doctrina que debía detestar puritanamente lo que venía con los nuevos tiempos: el juego libre, aparentemente caótico, de la constitución de una conciencia de clase revolucionaria a partir de experiencias laborales y de identidades vitales completamente diferentes entre sí, pero todas ellas lejanas de la tutoría uniformizadora del mundo fabril, y rebeldes ante ella. Sorprendido por el movimiento estudiantil del 68, en el que aparecía ya el juego libre de la afirmación revolucionaria, ese “marxismo” no supo otra cosa que condenarlo por “pequeño-burgués”. Sartre tuvo entonces que responder: “Lo que reprocho a todos aquellos que insultaron a los estudiantes es no haber visto que ellos expresaban una reivindicación nueva, la de soberanía. En la democracia, todos los hombres deben ser soberanos, es decir, poder decidir lo que hacen, no solos, cada uno en su rincón, sino juntos.” Afirmación que completó al entrevistar a uno de los dirigentes estudiantiles: “Lo que tiene de interesante la acción de ustedes es que pone a la imaginación en el poder... Ustedes tienen una imaginación mucho más rica que que la de sus mayores, así lo prueban las frases que se leen en los muros de la Sorbona. Algo ha salido de ustedes que sorprende, que trastorna, que reniega de todo lo que ha hecho de nuestra sociedad lo que es ahora. A eso llamo yo una ampliación del campo de los posibles. No renuncien a ello.”
Hay, sin duda, un marxismo distinto, que sí habría podido enriquecerse con el aporte de Sartre; es el marxismo que había comenzado a formularse mucho antes, en los años veinte, a partir de la primera catástrofe del siglo XX y el descubrimiento de un “Marx maduro” (el de El Capital) diferente del canónico, que se podía leer a la luz del Marx de juventud (el de los Manuscritos económico-filosóficos); es el marxismo que se había bosquejado en el libro de Georg Lukács, Historia y conciencia de clase, y que, para 1933, cuando la barbarie nacionalsocialista vino a clausurar la historia moderna, pugnaba apenas por salir a las calles, descendiendo del plano filosófico de un Bloch, un Korsch, un Marcuse, un Horkheimer o un Benjamin. Se trata sin embargo de un marxismo que quedó para el futuro, que en la Francia de la segunda posguerra era prácticamente desconocido y que por tanto no podía pensar siquiera en competir con el “marxismo” canónico, ni en calidad de “método” ni de “idea reguladora” de la actividad política obrera y su organización “comunista”.
Al presentar su idea del “marxismo” como “el saber de nuestro tiempo”, Sartre se refiere a una configuración de la opinión pública que correspondió propiamente al “momento de la liberación” en Europa, posterior a la II Guerra Mundial y la derrota del nazismo, y en especial a los años sesenta; era un conjunto de espectativas e ideas, de inquietudes y mitos, que, al tener un equivalente que es de signo contrario en nuestros días, parece aun más distante de nosotros, subrayando la extrañeza que hay entre la situación de esos años y la actual. Se vivía entonces como si fuera un comienzo lo que en verdad -ahora lo sabemos- era el episodio final de esa época a la que Georg Lukács llamó “la época de la actualidad de la revolución”. La revuelta estudiantil, que comenzaba a prepararse en esos años en Berlín y que culminaría en “París: mayo del 68”, partía de dos certezas que el existencialismo de Sartre había contribuido a formar decisivamente: la de que, por debajo de las políticas absurdas de los “partidos comunistas”, la revolución proletaria estaba en marcha y era indetenible, y la de que la acción política de los ciudadanos en las calles y plazas de su ciudad, guiada por la palabra y la razón, podía adoptar ese proyecto proletario y transformar la sociedad de manera a la vez radical y democrática. Sólo veinte años más tarde quedaría claro que la figura del trabajador fabril del siglo XIX, a partir de la cual el “marxismo” había construido la identidad proletaria, había sido sustituida en la realidad por una figura muy diferente, mucho más diferenciada y compleja, y de que los brillantes discursos de los jóvenes que llamaban a que “la imaginación tome el poder” resonaban en un ágora que estaba siendo ya desmantelada por una sociedad capitalista diferente, cuyos consensos se construyen en otras partes y de otras maneras, vaciando de contenido e importancia al escenario de la política.
Lejana para los jóvenes de hoy, difícil de descifrar, la relación de afinidad polémica de Sartre con el “marxismo” les permite sin embargo reconocer en nuestros días la virulencia escondida de todo un orden de problemas que las últimas décadas nos han acostumbrado a dar por inexistente o ya resuelto. Les permite plantearse preguntas como estas, de puro corte sartreano marxista: ¿La historia es en verdad, como los mass media no se cansan de inducirnos a creer, algo que viene ya hecho por la circunstancias dadas? ¿El progreso de la modernidad capitalista es un destino ineluctable dentro del cual nacimos y en el que igualmente moriremos? ¿Es imparable la devastación de lo natural y lo humano que viene con ese progreso y que vemos avanzar sin obstáculos? ¿Se trata únicamente de que, quien pueda, encuentre en ella un “nicho de bienestar” mientras termina el proceso? ¿No son precisamente esta aceptación y este oportunismo –actitudes que el ser humano, como ser libre, puede sustitir por sus contrarias- el rasgo fundamental de esa devastación?
REFERENCIAS
* ^ Este texto se publicó originalmente en la Revista de la Universidad de México, núm 19 , México, Septiembre 2005. Publicado en esta web bajo una licencia Creative Commons 2.5: Atribución-NoComercial-SinDerivadas.