Tulipanes en suelo de nopales

El modernismo literario y el primer japonismo de José Juan Tablada*

Bolívar Echeverría


Armas y letras. Revista de literatura, arte y cultura de la Universidad Autónoma de Nuevo León, núm. 60, México, 2007.

Sobre la edición y el prólogo

Respecto del trabajo de edición de esta obra de José Juan Tablada realizado por Jorge Ruedas de la Serna puede decirse, sin exageración, que es excelente. Al reconocimiento de que se trata de una muestra ejemplar de lo que debe ser una edición crítica hay que añadir que está realizada en la mejor tradición de la filología alemana, la que prefiere pecar por exceso de anotaciones y no por falta de las mismas. Todas las que acompañan al texto de José Juan Tablada son, en efecto, necesarias, precisas y medidas; lo mismo cuando comparan esta edición con la que existía originalmente en las entregas de la Revista Moderna, que cuando aclaran la grafía cambiante (galicista o anglicista) empleada por Tablada o cuando explican cierto vocabulario, a veces impenetrable (tratándose de palabras japonesas), manejado por el autor. Especialmente útiles son las anotaciones que dilucidan menciones eruditas o alusiones enigmáticas, tan abundantes en esta obra.

  El estudio introductorio que Ruedas de la Serna antepone a su edición incluye centralmente la dilucidación de una circunstancia sólo hasta cierto punto externa al trabajo poético que hay en la prosa de En el país del sol, prosa a la que con toda razón considera de lo mejor que la literatura modernista de la América Latina supo producir. Ruedas de la Serna examina allí el grado de conocimiento, más o menos adecuado y exhaustivo, que el autor de esta obra podía tener del objeto en torno al cual poetizaba. ¿Tuvo Tablada un conocimiento directo de la realidad japonesa? ¿Estuvo en el Japón entre mayo y octubre del año de 1900, tal como él y su mecenas lo afirmaron repetidamente?

  Ruedas de la Serna amplía y fundamenta la puesta en duda de la realidad de ese viaje, expresada ya por Atsuko Tanabe en El japonismo de José Juan Tablada (1981), respecto de la visita del poeta al oeste del Japón y a sus lagos. Sin embargo, aunque da al lector razones de sobra para encontrar inaceptable la pretensión del poeta, se abstiene de descalificarla categóricamente.

El modernismo literario ha sido esencial en la conformación del gusto estético espontáneo en las ciudades latinoamericanas; ha sido el nervio de las letras o textos de tantos tangos, boleros, pasillos y trovas, que han guiado y acompañado la ruptura estética de la vida cotidiana en la América Latina.

  El viaje de Tablada al Japón debía aportar autenticidad y profundidad al japonismo de su literatura y hacer de él una autoridad indiscutible en asuntos de cultura japonesa. Pero no sólo eso. Era un viaje que venía a beneficiar a la Revista Moderna y a su mecenas, Jesús E. Luján. No debe pasarse por alto, en efecto, que para Luján, que es quien anima y mantiene la revista, ésta debía ser una comprobación lujosa y decorativa de la viabilidad del ambicioso proyecto del que formaba parte su publicación, el de la modernización económica emprendida por la dictadura de Porfirio Díaz. La necesidad de aparentar un alcance cosmopolita del poder de la burguesía porfiriana bien podía justificar la travesura de inventarle visos de verdad al viaje de Tablada al Japón.

  ¿Pero qué hace del viaje al Japón que habría emprendido el joven José Juan Tablada un hecho por un lado prescindible o sustituible por la erudición libresca, y por otro impostable para efectos extraliterarios (la fama del autor, el beneficio de su mecenas)? Solamente la idea romántica de que el creador poético es capaz de hacer de toda cosa un material de su creación; de que él está por encima de lo que las cosas del mundo puedan ser “en realidad”, puesto que la realidad de orden poético que él les otorga es una realidad arbitraria, irresponsable, desentendida de las exigencias de la primera. En el año 1900, un José Juan Tablada imprecisamente modernista se comporta con los motivos japoneses de su poetización siguiendo esta idea de lo que es la arbitrariedad poética. Para él, la diferencia entre el Japón inventado y el Japón real es en verdad un asunto négligéable. Da igual haber ido que fingir haber ido (lo que no le impide hacer mofa de quienes en México “no conocen más que la ‘Candelaria de los patos’”). Presiente que el Japón que encontraría en las islas japonesas, en sus campos y sus ciudades, no sería el Japón de los japoneses “reales” —tan extraño (y tan denegable) para él y su forzada modernidad europea como lo es el México pre-moderno del campo, el subsuelo o los suburbios mexicanos—, sino el Japón de los europeos japonistas, un Japón que más que en el extremo Oriente está en el mismo París —y habla en francés, una lengua que sí le es accesible—. Cierta erudición japonista parece no faltarle a Tablada: libros franceses desde Chateaubriand y Catulle Mendès, Leconte de Lisle, hasta Judith y Théophile Gautier, Jules y Edmond de Goncourt, Pierre Loti (y su infaltable Madame Chrysanthème); e ingleses, de William George Aston, Lafcadio Hearn o Basil Hall Chamberlain, pueden haber dejado su huella directa o indirectamente en el conocimiento que demuestra tener de la cultura japonesa.

 

Sobre el exotismo modernista

El primer japonismo de Tablada pertenece al periodo modernista de su obra literaria, uno de tantos periodos por los que pasó la vida y la obra de este hombre de personalidad mutante e itinerante, inasible no sólo para los otros sino para sí mismo: zarandeado entre los extremos del “malinchismo” y el nacionalismo, de la egolatría y el altruismo.

  Como bien lo advierte Atsuko Tanabe, este primer japonismo del poeta, vigente en él de 1890 a 1904 —que difiere claramente de su segundo japonismo, a partir de 1924, éste sí empeñado en una empatía de profundidad con “lo japonés”— implica una aproximación superficial a la realidad japonesa; es una muestra más —proveniente de un “europeo reencontrado”— del irrespeto ante los otros que caracteriza a los europeos autocomplacientes, de una insensibilidad ante lo otro que hay en los otros (y en sí mismos) que no les permite apreciarlo como un indicio de la posibilidad de humanidades alternativas, sino que es para ellos simplemente un material que creen posible integrar en sí mismos modelándolo a su antojo.

  El modernismo literario ha sido esencial en la conformación del gusto estético espontáneo en las ciudades latinoamericanas de la primera mitad del siglo XX; no sólo se enseñoreó de la identidad afectiva y estética de las elites sino que ha sido el nervio de las letras o textos de tantos tangos, boleros, pasillos, trovas, etcétera, que han guiado y acompañado la ruptura estética de la vida cotidiana en la América Latina y que han influenciado incluso la de otras en el resto del mundo.

Tulipanes cultivados en tierra de nopales, extranjeros ficticios en su tierra natal, educados como si cada uno de ellos hubiera sido un obsequio personal de la metrópoli a México, salen a buscar su identidad afuera, en Europa.

  Las obras de los poetas del modernismo latinoamericano, tal vez más que las de otras regiones y otras épocas, sólo pueden juzgarse adecuadamente si se las aprecia como obras que destacan dentro de una peculiar “obra de arte” que las rebasa. Sería una obra colectiva que no es propiamente de orden literario; una obra que se confunde con la estetización de la vida misma, llevada a cabo por una pequeña fracción dentro de un grupo humano muy especial que es el de los “criollos que se quedaron sin la mitad española de su identidad”, una delgada capa de esa clase social que, para sobreponerse a esa orfandad, se inventa para sí una identidad metropolitana ficticia (elaborada a partir de alguna otra identidad europea, preferentemente la francesa), amenazada siempre por los defectos de su artificialidad. Se trata de un número restringido de miembros de la “aristocracia republicana” que hace de su vida una constante improvisación de identidad y, en esa medida, una perpetua creación, una “producción artística”. Forman parte de esa “clase ociosa” (Veblen)1 que usufructúa la intermediación entre la economía metropolitana europea y la economía colonizada, y que se resisten sin embargo a aceptarse en el doble papel que le corresponde a su clase, el de colonizadores, por un lado, y el de colonizados, por otro.

  Los miembros de esta fracción o capa de la “aristocracia” republicana oligárquica reniegan de toda conexión que no sea “de emergencia” y clandestina con aquello que en su país de origen resulta disfuncional o no integrable en la buena marcha de la vida moderna burguesa, sobre todo con aquellos usos y costumbres de la población mayoritaria que se conformaron y desarrollaron en el pasado barroco anterior al embate del “despotismo ilustrado”.

  Tulipanes cultivados en tierra de nopales, extranjeros ficticios en su tierra natal, educados como si cada uno de ellos hubiera sido un obsequio personal de la metrópoli a México, salen a buscar su identidad afuera, en la “fuente espiritual”, en Europa, en Francia, en París. Una vez llegados, estos huérfanos putativos se esfuerzan en creer melodramáticamente que han reencontrado ahí aquella madre que no conocieron de niños pero “que en realidad no había estado muerta sino sólo de viaje”.

  La identidad que estos criollos peculiares se adjudican a sí mismos es una identidad esencialmente moderna, pero una identidad cuya forma de vigencia concreta les resulta especialmente problemática: por un lado, la peculiaridad cualitativa de la misma no puede provenir de una transformación de las formas hispánicas coloniales, que se encuentran aún vivas y le otorgan sin duda una identidad, porque se trata de formas repudiables dado que han caído definitivamente en la pre-modernidad; pero, por otro lado, tampoco pueden sacarla de las formas propuestas por la Ilustración en la que se inspira el republicanismo liberal, dado que se trata de formas que son ellas mismas abstractas o carentes de concreción.

  Los poetas modernistas de la América Latina parten de la estetización espontánea propia de esa fracción cultivada de los criollos “desamparados”, empeñados en dotarse de un núcleo identitario metropolitano que los califique concretamente. Son los que completan esa estetización, la perfeccionan, la llevan a su culminación en sus personas.

  Si la creación literaria latinoamericana de finales del XIX y comienzos del XX se conecta con el modernismo europeo, empatiza con él, lo adopta y lo desarrolla en una versión propia, ello se debe a que también este último, especialmente con el simbolismo que arranca de Baudelaire, parte de una experiencia del mundo y de la vida que es homóloga de la suya propia.

Una vez llegados, estos huérfanos putativos se esfuerzan en creer melodramáticamente que han reencontrado ahí aquella madre que no conocieron de niños.

  Una vez corregida la revolución y restauradas y puestas al día —o modernizadas— las formas de vida tradicionales, Francia es para mediados del siglo xix el país moderno por antonomasia; y París la ciudad que concentra en torno a sí la entrega total de la vida a la vorágine del progreso.

  Paradójicamente, por contraste, la vida del “buen burgués” resulta o aparenta ser un remanso en medio de las tentaciones y las promesas del siglo del Progreso. Sobre ella rige la sensatez insoportable de la hormiga; la previsión, el utilitarismo, la mediocridad exigida como condición necesaria del acrecentamiento y el cuidado de la riqueza capitalista, sin la cual no sedaría el canto irresponsable de la cigarra parisina.

  Por lo tanto, puesto que el arte, como lo han afirmado con insistencia los románticos, sólo florece en el dispendio, en la desmesura, ser artista se convierte en sinónimo de ser anti-burgués. Más aún, ya que el arte sólo puede ser tal si invade la persona misma del artista y lo saca del aburguesamiento, el artista debe ser, él mismo, una obra de arte efímera, que se renueva siempre una y otra vez. En verdad, las obras de arte sólo serían los pétalos caídos; la flor sería la persona del artista. Para hacer una obra de arte es suficiente el talento, para alcanzar la vida artística es necesario el genio (Oscar Wilde).

  Sólo unos cuantos de los miembros de esta minoría de “aristócratas” latinoamericanos autoexiliados en París —sea su exilio efectivo, de hecho, o sólo un exilio en el deseo y la imaginación—, precisamente los que se reconocerán como “modernistas”, sin dejar de ser críticos implacables (muchas veces obnubilados) de lo propio, de lo que han renegado, tienden a extender su criticismo también a la identidad europea adoptada y a la falsedad de las realizaciones de la emancipación moderna; se suman así a la elite vanguardista de la aristocracia francesa cultivada que parte de la iluminación de Baudelaire. Se alejan del grueso de esta minoría a la que pertenecen, que, temerosa de quedarse en la orfandad total, defiende de ma­nera obsesiva la identidad europea aburguesada, desarrollando un mimetismo que, dada la “alcurnia” y sobre todo la fortuna de sus miembros, no imita simplemente lo francés y lo parisino, sino las formas aristocráticas de lo francés y lo parisino; un mimetismo del habla y el comportamiento metropolitanos que llega a admirar a los propios europeos.

La dificultad de pasar por “blanco” que tiene Julio Ruelas en Karlsruhe, cuando va en busca de Böcklin.
“Montmartrois”, “habitué del Café Procope”, José Juan Tablada “realiza el imposible de ser parisiense sin haber salido de México”.
“En la Candelaria de los patos no saben nada del lago Biwa y del Yoshiwara”.

  Un peculiar conflicto aparece entonces en el comportamiento de esta elite autonegadora y crítica de los latinoamericanos modernistas afrancesados. Huyendo de su propio ser natural, que los alejaría de toda identificación moderna, y tratando de hacerse de “la mejor identidad posible”, los miembros de esta fracción de la aristocracia latinoamericana se encuentran con el hecho de que la identidad de la burguesía francesa más cultivada se caracteriza en gran parte por una renegación de lo francés y lo parisino y por la integración de elementos contrapuestos a ello, provenientes de los “otros”, de regiones e identidades exóticas del “Oriente” o de ultramar, que son precisamente como las realidades americanas de las que ellos provienen. Ser parisino de manera cultivada, “culturalmente aristocrática”, implica comportarse de manera contra-parisina, exotizante.

  El exotismo es una puesta en práctica ilusoria de la atracción por lo otro, lo no-occidental, que acompaña como una pulsión reprimida a la sociedad europea en su proceso de modernización capitalista. Es, en el siglo xix, una de las actitudes que adoptan los espíritus críticos cuando perciben en la experiencia de la vida social y política que ésta se ha “aburguesado”, que ha preferido restaurar lo viejo y no aventurarse en lo nuevo, que ha abandonado aquella búsqueda de una vida alternativa que era propia de la modernidad. El exotismo es un remedio a la nostalgia por aquello radicalmente diferente respecto de la tradición cristiana del Occidente medieval que parecía venir con el mundo moderno y que nunca llegó.

Sobre la vida burguesa rige la sensatez insoportable de la hormiga; la previsión, el utilitarismo, la mediocridad exigida como condición necesaria del acrecentamiento y el cuidado de la riqueza capitalista, sin la cual no sedaría el canto irresponsable de la cigarra parisina.

  Ese amor por lo otro o lo exótico comienza tempranamente con los misioneros franciscanos en América y los adelantados jesuitas en la India, China y el Japón; se prolonga en un conjunto de personajes representados por autores como Montaigne, Swift, Montesquieu y estalla en el exotismo romántico que acompaña a la Revolución francesa.

  El exotismo, por su parte, consiste en la construcción mimética que hace el europeo de una identidad artificial para sí mismo, que procede para ello manipulando los datos de una alteridad extra-europea efectiva: minimizándolos o magnificándolos, exagerándolos o anulándolos, e incluso sustituyéndolos por otros inventados ad hoc.

  Contradictoriamente, aunque sea para ponerla al servicio de la impugnación o crítica de lo propio, el exotismo del modelo que debe inspirar la identidad efímera de la persona moderna antiburguesa implica una acción típicamente burguesa: la de apropiarse de lo ajeno e integrarlo en lo propio, la de manipular en el otro incluso su otredad o alteridad.

  Primero se recurre a la otredad de la Europa tenida por no europea, la Europa mediterránea o del temperament, después a la otredad llamada “oriental”, del norte de África y del Levante, sensual y alucinada, y a la rusa o eslava, del “alma inescrutable”, y finalmente a la otredad asiática de la India, la China y el Asia sudoriental, perversamente refinada, que culmina en la otredad japonesa, más “sutil y profunda” que las anteriores, demasiado “escandalosas y superficiales”. La otredad africana, que para el europeo linda con la otredad animal o extrahumana, sólo la descubrirá el “arte moderno” en el siglo xx, con la revolución artística de sus “vanguardias”.

  El modernista latinoamericano se encontraba así en una situación paradójica, extraña e incómoda: en el camino de sustituir las formas exóticas íntimas, que traía de América a escondidas, por las de un metropolitanismo europeo, se vio obligado a dar la vuelta y ponerse a buscar otras formas exóticas, las preferidas en Europa en tiempos de la belle époque, que eran las del exotismo dirigido hacia un Oriente imaginado, hacia un Japón artificial.

  La intención de esta nota ha sido proponer que el exotismo de José Juan Tablada puede explicarse a partir de la curiosa situación que acabo de describir; en especial el japonismo de su primera época, con esa irresponsabilidad frente a lo japonés que hacía que le diera lo mismo el Japón leído que el Japón vivido, y que explicaría la muy probable mentira acerca de su viaje, una mentira tan acuciosa y maliciosamente estudiada por Jorge Ruedas de la Serna en el prólogo a su admirable edición de El país del sol.

 

Portada del libro En el país del sol de José Juan Tablada, UNAM 2006.
José Juan Tablada, En el país del sol, edición crítica, prólogo y notas de Jorge Ruedas de la Serna, UNAM, 2006.

 

REFERENCIAS


^ * Comentario a la edición del libro: José Juan Tablada, En el país del sol, edición crítica, prólogo y notas de Jorge Ruedas de la Serna, UNAM, 2006. Publicado en Armas y letras. Revista de literatura, arte y cultura de la Universidad Autónoma de Nuevo León, núm. 60, México, 2007.

^ 1 N. del E. El autor se refiere al sociólogo y economista Thorstein Bunte Veblen (1857—1929), quien escribió La teoría de la clase ociosa (1899).

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