Estado autoritario*

Max Horkheimer


Max Horkheimer, El estado autoritario, trad. Bolívar Echeverría, Palos de la crítica, núm. 1, México, 1980.

Las predicciones históricas acerca del destino de la sociedad burguesa se han confirmado. En el sistema de la libre economía de mercado —que ha conducido a los hombres a los inventos ahorradores de trabajo y finalmente a la fórmula matemática del mundo—, sus productos específicos, las máquinas, se han convertido en medios de destrucción; y esto no solamente en el sentido literal pues en lugar de volver superfluo el trabajo han vuelto superfluos a los trabajadores. La burguesía misma está diezmada. La mayoría de los burgueses ha perdido su independencia; los que no han sido expulsados hacia el proletariado o más bien hacia la masa de los desempleados han caído en la dependencia de los grandes trusts o del Estado. La esfera de la circulación mercantil, “El Dorado” de los aventureros burgueses, está siendo liquidada. Su función la cumplen, en parte, los trusts, que se financian a sí mismos sin ayuda de los bancos, eliminan el comercio intermedio y dominan las asambleas de accionistas. En parte, es el estado el que se ocupa del negocio. La alta burocracia industrial y estatal ha quedado como caput mortuum del proceso de transformación de la burguesía.

De una manera o de otra, con o sin trust, el representante oficial de la sociedad capitalista, el estado, debe finalmente asumir la dirección de la producción... Todas las funciones sociales de los capitalistas son realizadas ahora por empleados a sueldo... y el estado moderno vuelve una vez más a convertirse solamente en la organización que la sociedad burguesa se da a sí misma para mantener las condiciones externas del modo de producción capitalista contra los abusos provenientes lo mismo de los trabajadores que de los capitalistas individuales... Cuanto más son las fuerzas de producción que pasan a ser propiedad suya, tanto más se convierte en el verdadero capitalista total, tanto mayor es el número de ciudadanos a quienes explota. Los trabajadores no dejan de ser asalariados, proletarios. La relación capitalista no queda suprimida, sino que más bien es llevada a su extremo.1

En la transición natural del capitalismo de los monopolios al capitalismo de estado, lo último que puede ofrecer la sociedad burguesa es la “apropiación de los grandes organismos de producción y de circulación, primero por parte de sociedades anónimas, después por trusts y a continuación por parte del estado”.2 El capitalismo de estado es el estado autoritario del presente.

  Según la teoría, al desarrollo natural del orden mundial capitalista le está reservado el destino de un fin no natural: los proletarios reunidos destruyen la última forma de la explotación, la esclavitud del capitalismo de estado. La competencia entre los asalariados había garantizado la prosperidad de los empresarios privados. En eso consistía la libertad de los pobres. La pobreza era al principio un estrato social, después se convirtió en pánico. Los pobres debían correr y tropezar unos con otros como la muchedumbre en un edificio en llamas. La salida era la entrada en la fábrica, el trabajar para el empresario. No podía haber suficientes pobres, su número era una bendición para el capital. Sin embargo, en la misma medida en que el capital concentra a los trabajadores en la gran empresa, cae él en la crisis y hace que la existencia de ellos se vuelva desesperada. Ya ni siquiera pueden cosificarse. Su propio interés los orienta hacia el socialismo. Cuando la clase dominante “tiene que alimentar al obrero, en vez de ser alimentada por él” ha llegado el momento de la revolución. Esta teoría de la hora final tuvo su origen en una situación que era todavía equívoca, y ella misma tiene un doble sentido: o bien cuenta con el derrumbe a causa de la crisis económica, y entonces queda excluida la consolidación por medio del estado autoritario prevista por Engels; o bien espera la victoria del estado autoritario, y entonces ya no se puede contar con el derrumbe a causa de la crisis dado que ésta se ha definido siempre en referencia a la economía de mercado. Pero el capitalismo de Estado, al eliminar el mercado, congela el peligro de la crisis para todo el tiempo que haya de durar la “Alemania eterna”. En su “inevitabilidad económica”, significa un progreso, un nuevo respiro para el dominio. Organiza el desempleo de la fuerza de trabajo. Tan sólo los sectores de la burguesía condenados a desaparecer están todavía verdaderamente interesados en el mercado. Hoy los grandes industriales sólo piden a voces el liberalismo allí donde la administración estatal es todavía demasiado liberal y no está totalmente bajo su control. La economía planificada, más adecuada a la época, puede alimentar mejor a las masas y hacerse alimentar mejor por ellas que el resto del mercado. La libre economía ha cedido el lugar a una nueva época, dotada de una estructura social propia. Y sus tendencias especiales se manifiestan a escala nacional e internacional.

  Que el capitalismo puede sobrevivir a la economía de mercado era algo que estaba ya anunciado desde hacía tiempo en el destino de las organizaciones proletarias. La consigna de unirse en sindicatos y partidos fue seguida prolijamente, pero la medida en que éstos llevaron a cabo las tareas no naturales de los proletarios unidos —es decir, la resistencia contra la sociedad de clases en general— fue menor que la de su obediencia a las condiciones naturales de su propio desarrollo hacia organizaciones de masa. Se acomodaron a las conversiones de la economía. En el liberalismo, se habían orientado hacia la obtención de mejoras. La influencia de los estratos obreros que estaban en cierta medida asegurados adquirió pronto un peso mayor en los sindicatos debido a su capacidad de pago. El partido se interesó por la legislación social: había que hacer más fácil la vida para los obreros en el capitalismo. Con sus luchas, el sindicato conquistaba ventajas para determinados grupos profesionales. Se elaboraron, como justificaciones ideológicas, frases sobre la democracia en la empresa y sobre el crecimiento natural hacia el socialismo. El trabajo como profesión —como ese ejercicio agobiante conocido sólo en el pasado— dejó prácticamente de ser puesto en cuestión. De orgullo de los primeros burgueses, el trabajo pasó a ser el anhelo de los desheredados. Las grandes organizaciones fomentaban una idea de asociación que poco se distinguía de las de estatización, nacionalización o socialización en el capitalismo de estado. La imagen revolucionaria de la liberación sólo pervivía en las calumnias de los contrarrevolucionarios. Si alguna vez la fantasía se apartaba del terreno firme de los hechos, ponía en lugar del aparato estatal existente las burocracias de partido y sindicato, y en lugar del principio de la ganancia los planes anuales ideados por los funcionarios. Incluso la utopía estaba repleta de regulaciones. Los hombres eran pensados como objetos; en el mejor de los casos como objetos de sí mismos. Cuanto más grandes se hacían los sindicatos, más debían su puesto los dirigentes a una selección de los más capacitados. Las cualidades eran: una salud sólida, la suerte de resultar tolerable para el afiliado medio y no intolerable para los poderes dominantes, el instinto certero contra la aventura, el don de manipular a la oposición, la disposición a pregonar como virtudes los defectos de la multitud y los suyos propios, el nihilismo y el desprecio por uno mismo.

Sólo en el transcurso de los hechos se puede ver si los revolucionarios toman el poder o son tomados por él. En lugar de disolverse finalmente en la democracia de los consejos, el grupo puede fijarse en calidad de instancia superior.

  Controlar y sustituir a estos dirigentes resulta cada vez más difícil por razones técnicas, debido al crecimiento del aparato. Una armonía preestablecida reina entre la conveniencia objetiva de su permanencia en el cargo y su decisión personal de no moverse del mismo. El dirigente y su camarilla llegan a ser tan independientes dentro de la organización obrera como el directorio de la asamblea general lo es en la otra, en la del monopolio industrial. Los medios de poder —aquí las reservas de la industria, allá la caja del partido o del sindicato— están a disposición de los dirigentes en su lucha contra los perturbadores. Los descontentos están dispersos y obligados a depender de su propio bolsillo. En el caso extremo, a la Fronda se la decapita; en la asamblea general mediante el soborno, en el congreso del partido mediante la expulsión. Todo aquello que quiere crecer a la sombra del poder se encuentra en peligro de reproducir el poder. Cuando la oposición proletaria en la República de Weimar no pereció como secta, sucumbió entonces al “espíritu administrativo”. La institucionalización de las cúpulas, lo mismo del capital que del trabajo, tiene la misma causa: la modificación del modo de producción. La misma industria monopolizada que convierte en víctimas y parásitos a la masa de los accionistas envía a la masa de los trabajadores a subsistir en la espera y a vivir de apoyos. Lo que éstos esperan de su trabajo es menos que lo que esperan de la protección y ayuda de los sindicatos. En las otras democracias, los dirigentes de las grandes organizaciones obreras se encuentran ya hoy con respecto a sus afiliados en una relación similar a la establecida entre los funcionarios y el conjunto de la sociedad en el estatismo integral: mantienen bajo estrecha vigilancia a la masa que está bajo su cuidado, la protegen herméticamente contra toda influencia no controlada y sólo toleran la espontaneidad cuando es el resultado de su propia manipulación. Aspiran, incluso en un grado mucho mayor que los estadistas prefascistas —que servían de intermediarios entre los monopolistas del trabajo y los de la industria, y no querían renunciar a la utopía de una versión humanitaria del Estado autoritario—, a una “comunidad de todo el pueblo” hecha a su medida.

  No han faltado rebeliones contra este desarrollo de las asociaciones obreras. Las protestas y el destino mismo de los grupos que se separaron son parecidos. Se dirigen contra la política conformista de la dirigencia, contra el avance hacia el partido de masas, contra la disciplina intransigente. Descubren pronto que el objetivo originario, el de abolir el dominio y la explotación en cualquier forma, se ha vuelto una mera frase de propaganda en boca de los funcionarios. Critican en los sindicatos el acuerdo tarifario porque restringe la huelga; en el partido, la colaboración con la legislación capitalista porque corrompe; en ambos, la política pragmática (realpolitik). Reconocen que la idea de la transformación social radical se debilita más mientras mayor es la acción de los aparatos encargados de reclutar adeptos para ella. Pero, en virtud de su cargo, los burócratas en la cúspide son también los mejores organizadores, y si el partido ha de subsistir no puede prescindir de profesionales experimentados. Los intentos de la oposición de tomarse las asociaciones o desarrollar nuevas formas de resistencia han fracasado en todas partes. Y allí donde, después de escindirse, los grupos de oposición alcanzaron mayor importancia, se convirtieron a su vez en aparatos burocráticos. La adaptación es el precio que los individuos y las asociaciones deben pagar si quieren florecer en el capitalismo. Con el aumento del número de sus afiliados, incluso aquellos sindicatos cuyo programa se oponía a toda política de arreglos se ubicaron lejos de las extravagancias de la huelga general y de la acción directa. Su disposición a la cooperación pacífica quedó documentada ya en la Primera Guerra Mundial cuando asumieron un ministerio de municiones. Después de la revolución, ni siquiera los maximalistas pudieron refutar la pesimista advertencia de la sociología de los partidos políticos. Sólo en el transcurso de los hechos se puede ver si los revolucionarios toman el poder o son tomados por él. En lugar de disolverse finalmente en la democracia de los consejos, el grupo puede fijarse en calidad de instancia superior. El trabajo, la disciplina y el orden pueden salvar la república y al mismo tiempo eliminar la revolución. Aun cuando la abolición de los estados figuraba en sus banderas, aquel partido transformó su patria industrialmente retrasada en el modelo secreto de aquellas potencias industriales cuyo parlamentarismo las enfermaba y que no podían ya vivir sin el fascismo. El movimiento revolucionario refleja en negativo el estado de la sociedad a la que ataca. En él se compenetran la época monopolista, la capacidad privada y la estatal de disponer sobre el trabajo ajeno. La lucha socialista contra la anarquía en la economía de mercado apuntaba contra el factor privado; la resistencia contra la última forma de la explotación apunta simultáneamente contra el factor privado y el estatal. Puede llegar a superarse la contradicción histórica de postular al mismo tiempo la planificación racional y la libertad, el desenfreno y la regulación. Sin embargo, entre los maximalistas ha vencido finalmente la autoridad, y ésta ha hecho de las suyas.

  La oposición como partido político de masas sólo pudo existir propiamente en la economía de mercado. El estado, que a consecuencia de la falta de integración de la burguesía poseía alguna autonomía, era dirigido por medio de los partidos. Éstos perseguían, en parte, el fin burgués general de rechazar a las antiguas potencias feudales y, en parte, representaban a grupos particulares. También la oposición proletaria aprovechó la mediación del poder por los partidos. La dispersión de la clase dominante, que condicionó la separación de los poderes y la institución constitucional de los derechos individuales, fue la condición previa de las asociaciones obreras. La libertad de asociación figuraba en Europa entre las concesiones necesarias de la clase al individuo, pero sólo en la medida en que los individuos de los que ella se componía no llegaban a toparse directamente con el estado y, por consiguiente, no tenían por qué temer una intervención estatal. Como es sabido, también en los comienzos se pisotearon el respeto a la persona, la santidad de la paz hogareña, la inviolabilidad del detenido y otros principios análogos: cuando no era necesaria la consideración debida a la propia clase. La crónica de las revueltas en los presidios, así como de las insurrecciones políticas, y en especial la historia de las colonias son los documentos del humanismo burgués. En la medida en que favorecía a los proletarios, la libertad de coalición fue desde el principio como una hijastra entre los derechos del hombre.

Ciertamente, el reunirse debe estar permitido a todos los ciudadanos —dijo el relator para cuestiones laborales en la Asamblea Constituyente en 1791—, pero no se debe permitir que se reúnan ciudadanos de determinadas profesiones con el fin de sus supuestos intereses comunes.3

En nombre de la abolición de los gremios y las corporaciones, los liberales dificultaron la asociación de los trabajadores, aunque finalmente no pudieron impedirla. Aparte de las tareas de los partidos burgueses, el programa de las asociaciones socialistas contenía también la revolución. Ésta aparecía como el procedimiento más corto para realizar el fin ideológico de la burguesía, el bienestar general. La supresión de la propiedad privada sobre los medios de producción, la superación de la dilapidación de energía y material por el sistema de mercado mediante una economía planificada, la abolición del derecho de sucesión, etcétera, eran exigencias racionales en los tiempos que corrían. Los socialistas representaban, en contra de la burguesía, una fase más avanzada de ella misma y aspiraban finalmente a un gobierno mejor. El establecimiento de la libertad se consideraba entonces como una consecuencia mecánica, natural, de la conquista del poder; de otra manera era una utopía.

  En la era burguesa, la dirección hacia el estado autoritario les estaba trazada ya desde siempre a los partidos radicales. La historia posterior se presenta condensada en la revolución francesa. Robespierre había centralizado la autoridad en el Comité de Bienestar Público y había rebajado al parlamento a una cámara de registro de leyes. Había reunido en la dirección del partido jacobino las funciones de administración y gobierno. El estado regulaba la economía. La comunidad popular se imponía en todas las formas de vida por medio de la fraternidad y la delación. La riqueza llegó a considerarse casi como ilegal. Robespierre y los suyos planearon incluso expropiar al enemigo interno, y la ira popular bien dirigida formaba parte de la maquinaria política. De acuerdo a su tendencia, la revolución francesa era totalitaria. Su lucha contra la Iglesia no se originaba en una antipatía hacia la religión sino en la exigencia de que también la religión debía incorporarse al orden patriótico y servirlo. Los cultos de la Razón y del Ser Supremo se propagaron a causa de la reticencia del clero. “Jesús, el sansculotte” anuncia al Cristo nórdico. Bajo los jacobinos, el capitalismo de Estado no pasó de sus sangrientos comienzos.4 Pero el Thermidor no eliminó su necesidad, la cual vuelve a manifestarse repetidamente en las revoluciones del siglo xix. En Francia, los gobiernos consecuentemente liberales sólo tuvieron una vida efímera. La burguesía tuvo que llamar rápidamente al bonapartismo de arriba con el fin de dominar las tendencias estatales procedentes de abajo. Al régimen de Louis Blanc no le fue mejor que al Directorio. Y desde que, en la batalla de Junio, hubo que aplastar los talleres nacionales y el derecho al trabajo con el desenfreno de los generales, la economía de mercado se mostró cada vez más reaccionaria. Si la idea de Rousseau de que las grandes diferencias en la propiedad iban en contra del principio de nación puso ya a su discípulo Robespierre en oposición al liberalismo, el posterior crecimiento de las fortunas capitalistas era algo que sólo en el círculo de los economistas podía compaginarse todavía con el interés general. Bajo las condiciones de la gran industria, la lucha que entonces se libraba era para saber quién iba a ser el heredero de la sociedad de la competencia. Los clarividentes líderes del estado, al igual que las masas que se hallaban tras los partidos extremos, los trabajadores y los pequeños burgueses arruinados, sabían que tal sociedad estaba liquidada. La oscura relación entre Lasalle, el fundador del partido de masas socialista alemán, y Bismark, el padre del capitalismo de estado alemán, era simbólica. Ambos estaban orientados hacia el control por parte del estado. Tanto los gobiernos como las burocracias de los partidos de oposición, de derecha y de izquierda, eran atraídos por alguna de las formas del estado autoritario según la posición que ocupaban en el proceso social. Y ciertamente para los individuos resulta decisivo saber qué forma adopta finalmente. Es la vida o la muerte lo que les espera a los desempleados, los jubilados, los comerciantes, los intelectuales, según sea que triunfe el reformismo, el bolchevismo o el fascismo.

  La forma más consecuente del estado autoritario, la que se ha liberado de toda dependencia con respecto al capital privado, es el estatismo integral o socialismo de estado. Éste es capaz de incrementar la producción como sólo sucedió con el paso del mercantilismo al liberalismo. Los países fascistas constituyen en cambio una forma mixta. También aquí, ciertamente, se extrae y se distribuye el plusvalor bajo el control estatal, aunque sigue fluyendo todavía en grandes cantidades, bajo el antiguo nombre de ganancia, hacia los magnates de la industria y los terratenientes. La influencia de éstos perturba y desvía la organización. En el estatismo integral, la socialización está dada por decreto. Los capitalistas privados son eliminados. Los cupones sólo se recortan ya de los papeles del estado. Como consecuencia del pasado revolucionario del régimen, la pequeña guerra de las instancias y los departamentos no es tan complicada como en el fascismo, donde las diferencias de origen y conexión social dentro de los equipos burocráticos es causa de tantos conflictos. El estatismo integral no significa un retroceso sino un incremento de las fuerzas; puede vivir sin el odio racista. Pero los productores, a quienes pertenece el capital jurídicamente, “siguen siendo asalariados, proletarios”, por mucho que se haga por ellos. El régimen de la empresa se ha extendido por toda la sociedad. De no ser por la pobreza en medios técnicos de trabajo y por el contorno bélico, que vienen en ayuda de la burocracia, el estatismo aquí carecería ya de actualidad. Si se dejan de lado las complicaciones bélicas, el absolutismo de las instancias en el estatismo integral, en apoyo de las cuales la policía invade hasta las últimas células de la vida, se enfrenta directamente a la organización libre de la sociedad. Para democratizar la administración no se requieren medidas económicas o jurídicas adicionales sino la voluntad de los gobernados. El círculo vicioso de pobreza, dominio, guerra y pobreza los tendrá atrapados hasta que ellos mismos lleguen a romperlo. En otras partes de Europa donde también existen tendencias en el sentido del estatismo integral se abre la oportunidad de que ellas no se vean atrapadas en la dominación burocrática. No es posible predecir cuándo vaya a lograrse esto, ni tampoco, si llega más tarde a realizarse en la práctica, que lo logrado lo será de una vez y para siempre. En la historia, sólo lo malo es irrevocable: las posibilidades que no se realizaron, la felicidad que se dejó escapar, el asesinato con o sin procedimiento judicial, aquello que el poder infiere a los hombres. Lo demás se halla siempre en peligro.

Si el hambre y el peligro de guerra eran consecuencias necesarias, incontroladas, involuntarias, de la economía libre, ahora, en el estado autoritario, tienden a ser medidas que se ponen en práctica constructivamente.

  El Estado autoritario es represivo en todas sus variantes. El derroche desmesurado no se efectúa ya por medio de mecanismos económicos a la manera clásica; se origina, en cambio, en las desvergonzadas necesida­des del aparato de poder y en la destrucción de cualquier iniciativa que venga de los dominados: la obediencia es improductiva. A pesar de la llamada ausencia de crisis, no existe armonía alguna. Aunque el plusvalor haya dejado de ser contabilizado como ganancia, de lo que se trata es de su apropiación. Se suprime la circulación, la explotación se modifica. La frase acuñada para la economía de mercado, de que la anarquía en la sociedad corresponde al rígido orden en la fábrica, significa hoy que el estado de naturaleza internacional, es decir, la lucha por el mercado mundial, y el disciplinamiento fascista de los pueblos se condicionan mutuamente. Aun cuando ahora las minorías dominantes estén unidas en la conjura contra sus pueblos, siempre están prontas a arrebatarse entre sí alguna pieza de sus cotos de caza. Las conferencias sobre la economía y el desarme aplazan los conflictos sólo por un momento; el principio del dominio se revela en el exterior como el de una movilización permanente. El estado de cosas continúa siendo absurdo. Sólo que, en lo sucesivo, el refrenamiento de las fuerzas productivas se entiende como una condición del dominio y es ejercido de manera consciente. Que deban existir diferencias económicas entre los diversos estratos de los dominados —sea entre los trabajadores comunes y los especializados o entre los sexos o entre las razas— y que deba practicarse sistemáticamente la separación de los individuos entre sí, pese a todos los medios de transporte, al periódico, a la radio, al cine, son principios que forman parte del catecismo propio del arte de gobernar autoritariamente. Los dominados deben poder escuchar a todos los jerarcas, desde el caudillo hasta el jefe de manzana, pero no deben escucharse los unos a los otros; deben estar orientados acerca de todo, desde la política de paz nacional hasta la lámpara de oscurecimiento, pero no deben orientarse a sí mismos; deben echar mano de todo, pero no del poder. La humanidad está siendo al mismo tiempo cultivada y mutilada en todos los sentidos. Por más grande y poderoso que sea un país, unos Estados Unidos de Europa, por ejemplo, la maquinaria de represión contra el enemigo interno debe encontrar un pretexto en la amenaza del enemigo exterior. Si el hambre y el peligro de guerra eran consecuencias necesarias, incontroladas, involuntarias, de la economía libre, ahora, en el estado autoritario, tienden a ser medidas que se ponen en práctica constructivamente.

  Por más inesperados que sean el tiempo y el lugar en que arribe el fin de la última fase, es poco probable que sea un partido de masas resucitado el que lo provoque; éste no haría más que relevar al que es ahora dominante. Es posible que la actividad de grupos e individuos políticos sea la que contribuya decisivamente a la preparación de la libertad; a los partidos de masa opositores el estado autoritario no necesita temerlos más que en calidad de contrincantes que le hacen competencia. Ellos no cuestionan el principio. En realidad, el enemigo interno está en todas partes y en ninguna. Sólo al principio la mayoría de las víctimas del aparato policial viene del partido de masas sojuzgado. Más tarde, la sangre derramada fluye de todo el conjunto del pueblo. La selección que va a dar en los campos de concentración se vuelve cada vez más fortuita. Sea que la masa de prisioneros crezca o disminuya, sea incluso que por un tiempo puedan quedar vacíos los lugares dejados por los asesinados, en verdad cualquiera podría ir a parar en el campo de concentración. El acto que conduce a él lo cometen todos y cada uno, todos los días, en su pensamiento. En el fascismo, aunque todos marchan en perfecto orden, todos sueñan con asesinar al caudillo. Si se someten es porque piensan fríamente: después del caudillo vendrá su sustituto. Si alguna vez los hombres dejan de marchar, entonces podrán realizar sus sueños. El tan mencionado cansancio político de las masas, tras el que se esconden no pocas veces los dignatarios del partido, es en realidad sólo un escepticismo contra la dirección. Los obreros han aprendido que de aquellos que una y otra vez los movilizaron para enviarlos en seguida de retorno a casa, también después del triunfo sólo podrá venir exactamente lo mismo. En la revolución francesa, las masas necesitaron cinco años para que les llegara a ser igual elegir entre Barras o Robespierre. De la apatía que esconde la repugnancia hacia toda la fachada política no se puede sacar ninguna conclusión para el futuro. La apatía de las masas desaparecerá con la experiencia de que su voluntad política transforma realmente su propia existencia mediante la transformación de la sociedad. La apatía pertenece al capitalismo, a todas sus fases. La sociología generalizadora tiene el defecto de que es practicada a menudo por personas finas, a las que les gusta diferenciar demasiado concienzudamente. Los millones de abajo experimentan desde su infancia que las fases del capitalismo pertenecen al mismo sistema. Hambre, control policiaco, servicio militar existen tanto en lo liberal como en lo autoritario. En el fascismo, las masas se interesan sobre todo en que no triunfe el extranjero porque la nación dependiente tiene que soportar una mayor explotación. La esperanza se la ofrece apenas el estatismo integral, porque éste se encuentra en la frontera hacia lo mejor, y la esperanza contradice la apatía. En el concepto de la dictadura revolucionaria como transición no se contaba en modo alguno con una renovación del monopolio de los medios de producción por parte de alguna élite. Contra tal peligro son suficientes la energía y la vigilancia de los hombres. La transformación radical que pone fin al dominio llega tan lejos como alcanza la voluntad de los liberados. Toda resignación es ya una recaída en la prehistoria. Si, tras la disolución de las antiguas posiciones de poder, la sociedad no administra sus asuntos sobre la base del libre consenso la explotación continuará. No puede excluirse en teoría la aparición de reacciones que destruyan una y otra vez el germen de libertad, y menos aún mientras exista un mundo circundante hostil. No es posible concebir sistemas que impidan automáticamente los retrocesos. Las modalidades de la nueva sociedad aparecen sólo en el curso de la transformación. El sistema de los consejos, la concepción teórica que, según sus defensores, debe señalar el camino a la nueva sociedad, procede de la práctica. Se remonta a los años 1871, 1905 y a otros acontecimientos. La revolución tiene una tradición y la teoría está remitida a continuarla.

  Si la futura convivencia tiene probabilidades de durar no es porque vaya a basarse en una constitución refinada sino porque el poder termina de gastarse en el capitalismo de Estado. Gracias a su práctica, la dirección eficiente del aparato productivo, el intercambio entre la ciudad y el campo, el aprovisionamiento de las grandes urbes ya no presentan dificultades. La dirección de la economía, que antes resultaba de la ilusoria iniciativa de empresarios privados, se disuelve finalmente en sencillas funciones que pueden aprenderse de la misma manera que se aprende la construcción y el manejo de las máquinas. A la disolución del genio empresarial sigue el de la sabiduría de los líderes. Sus funciones pueden ser cumplidas por elementos dotados de una preparación promedio. Las cuestiones económicas se convierten cada vez más en cuestiones técnicas. La posición de privilegio de los funcionarios de la administración, ingenieros, lo mismo técnicos que de planificación económica, pierde su base racional en el futuro; su único argumento sería el del puro poder. El verdadero fundamento de la identidad entre Estado autoritario y terrorismo está en el hecho de que la base racional del dominio se encuentra ya en proceso de desaparecer cuando ese estado se hace cargo de la sociedad; hecho en que se basa también la teoría de Engels de que con el estado autoritario toca a su fin la prehistoria. Antes de que se extinguiera en los países fascistas, la constitución fue un instrumento del dominio. Por medio de ella, desde la revolución inglesa y la francesa, la burguesía europea había puesto un límite al gobierno y había asegurado su propiedad. El que negara que los derechos del individuo deban reservarse a un grupo y que postulara una universalidad formal, la convierte hoy en el anhelo de las minorías. En una nueva sociedad, ella no aspirará a tener más importancia que la que tienen los itinerarios de trenes y los reglamentos de circulación en la sociedad actual.

Con qué frecuencia —se lamenta Dante acerca de la inconstancia de la constitución en Florencia— se han proscrito leyes, monedas, cargos, costumbres, y tu ciudadanía ha reconocido nuevos miembros.5

  Lo que para el decadente dominio de los patricios resultaba peligroso sería lo propio de la sociedad sin clases. Las formas de la asociación libre no se fusionan en un sistema.

  Así como no puede por sí mismo proyectar el futuro, el pensamiento tampoco puede determinar el momento preciso. Según Hegel, las etapas del espíritu del mundo se suceden unas a otras con una necesidad lógica; no es posible saltar ninguna de ellas. En esto, Marx le fue fiel. La historia aparece como un desarrollo sin solución de continuidad. Lo nuevo no puede empezar antes de que haya llegado su tiempo. Pero —cosa curiosa— el fatalismo de ambos pensadores se refiere únicamente al pasado. Su error metafísico: pensar que la historia obedece a una ley inmutable, es compensado por su error histórico: pensar que es en su época cuando esta ley se cumple y se agota. El presente y el porvenir no se encuentran bajo esa misma ley, y lo que empieza no es una época social más. El progreso existe, pero en la prehistoria, y domina todas las épocas hasta ahora. Es de las empresas históricas del pasado de las que cabe decir que su tiempo no estaba maduro para ellas. Hoy, quien habla de una madurez insuficiente no hace otra cosa que disfrazar con explicaciones el acuerdo con lo malo. Para el revolucionario, el mundo ha estado ya siempre maduro. Lo que a la mirada retrospectiva le parece una etapa previa, una situación inmadura, fue para él, en su momento, la última oportunidad que había para la transformación. Él está con los desesperados que se dirigen al patíbulo a cumplir una condena, no con aquellos que tienen tiempo. En el momento preciso, la invocación de un esquema de etapas sociales capaz de demostrar post festum la impotencia de una época pretérita resulta tergiversadora en la teoría y vil en la política. La época en que aparece una teoría pertenece al sentido de la misma. La teoría acerca del crecimiento de las fuerzas productivas, de la sucesión de los modos de producción y de la misión del proletariado no entrega un cuadro histórico para ser contemplado ni tampoco una fórmula científica para calcular de antemano los hechos venideros. Ella formula la conciencia adecuada en una fase determinada de la lucha, y se la puede reconocer como tal nuevamente en conflictos posteriores. La verdad experimentada como apropiación se convierte en su contrario; sobre ella incide el relativismo, cuyo rasgo crítico procede del mismo ideal de seguridad que la filosofía absoluta. La teoría crítica es de otro linaje. Se vuelve contra el saber que sirve de apoyo indubitable. Confronta la historia con la posibilidad que se hace visible en ella siempre de un modo concreto. La madurez es el tema probandum y probatum. Aun cuando el posterior curso de la historia dio la razón a la Gironda en contra de la Montaña, a Lutero contra Münzer, la traición a la humanidad no estuvo en las empresas de los revolucionarios, inadecuadas para la época, sino en la sabiduría de los realistas, adecuada a su época. Tal vez realmente el perfeccionamiento de los métodos de producción no haya perfeccionado sólo las probabilidades de la opresión sino también las de su abolición. Pero la conclusión que hoy puede extraerse del materialismo histórico, como antes de Rousseau o de la Biblia, a saber, la idea de que el horror encontrará un término “ahora, o si no sólo dentro de cien años”, ha sido actual en todo momento.

  Los levantamientos burgueses dependían, en efecto, de la madurez. Su éxito, desde el de los Reformadores hasta el de la revolución legal del fascismo, estuvo vinculado a los logros técnicos y económicos que caracterizan el progreso del capitalismo. Son levantamientos que vienen a abreviar un desarrollo predeterminado. La idea de la revolución como partera de la historia corresponde exactamente a la historia de la burguesía. Sus formas materiales de existencia estaban ya desarrolladas antes de la conquista del poder político. La teoría sobre cómo adelantar el momento preciso domina la politique scientifique desde los tiempos de la Revolución Francesa. Comte, con el imprimatur de Saint-Simon, formula como principio político la siguiente idea:

Es muy diferente si se sigue simplemente el curso de la historia, sin darse cuenta de ello, o si se lo sigue con el pensamiento puesto en las causas. Los cambios históricos tienen lugar no sólo en el segundo caso sino también en el primero, pero entonces se hacen esperar por más tiempo y únicamente acontecen después de que, conforme a su índole e importancia, han sacudido a la sociedad de manera funesta.6

  El conocimiento de las leyes históricas que rigen el desarrollo de las formas sociales debe, según los saintsimonistas, mitigar la revolución; según los marxistas debe reforzarla. Unos y otros le atribuyen la función de abreviar un proceso que se desarrolla automáticamente, de un modo na­tural.

«La transformación revolucionaria —dice Bebel—, que cambia radicalmente todas las relaciones vitales de las personas y que en especial modifica también la posición de la mujer, está realizándose ya ante nuestros ojos. Sólo es cuestión de tiempo el que la sociedad tome en sus manos a la mayor escala posible esta transformación, acelere y generalice el proceso de transformación y permita con ello a todos sin excepción participar de sus numerosas y multifacéticas ventajas.»7

  De esta manera, la revolución se reducía a una transición más rápida hacia el capitalismo de estado que ya entonces se anunciaba. A pesar de la adopción de la lógica hegeliana, que habla del cambio como de un salto o una revolución, la transformación aparecía esencialmente como un incremento de escalas cuantitativo: los gérmenes de la planificación debían reforzarse, la distribución configurarse de una manera más racional. La teoría acerca de la partera de la historia rebaja la revolución a un mero progreso.

  Dialéctica y desarrollo no son idénticos. Dos factores contrapuestos, el tránsito hacia el control estatal y la liberación de este control, se incluyen como una misma cosa en este concepto de la transformación social. El desarrollo hace que llegue lo que llegará aun sin la espontaneidad: la socialización de los medios de producción, la dirección planificada de la producción, el dominio de la naturaleza hasta extremos inconcebibles. Y hace que llegue lo que nunca llega si no se realiza mediante la resistencia activa y el esfuerzo continuamente renovado de la libertad: el final de la explotación. Pero semejante final ya no es una aceleración del progreso sino el salto que se sale del progreso. Lo racional nunca es completamente predecible. Se encuentra instalado por doquier en la dialéctica histórica; es la ruptura con la sociedad de clases. Los argumentos teóricos que sustentan la afirmación de que el capitalismo de estado constituye la última etapa de esa sociedad de clases se refieren al hecho de que las circunstancias materiales actuales hacen posible el salto, y lo exigen. La teoría de la que provienen indica a la voluntad consciente cuáles son las posibilidades objetivas de tal salto. Si bien esta teoría presenta las fases de la economía burguesa —florecimiento y decadencia— como una ley de desarrollo inmanente, al hablar del tránsito a la libertad rompe con el movimiento automático. Hoy es posible determinar lo que los líderes de las masas seguirán haciendo con ellas si unos y otras siguen sin ser suprimidos. Es algo que pertenece a la ley del desarrollo inmanente. Lo que no se puede determinar es lo que una sociedad libre hará o dejará de hacer. El automovimiento del concepto de mercancía conduce al concepto de capitalismo de estado como en Hegel la “certeza sensible” conduce al Saber absoluto. Pero si bien en Hegel las gradaciones del concepto deben corresponder sin mayores complicaciones a la naturaleza física y social —porque concepto y realidad, tanto en su fundamento como al final, no sólo no se diferencian sino que son lo mismo—, el pensamiento materialista no debe tener por segura esta identidad. El aparecimiento de estados de cosas que confirman lo planteado por el Concepto lleva al idealista a sentirse satisfecho; al materialista histórico, en cambio, le produce indignación. El hecho de que la sociedad humana recorra realmente todas las fases que según el propio concepto de intercambio deben caracterizar el tránsito del intercambio libre y justo a la falta de libertad y a la injusticia es algo que le decepciona cuando realmente se produce. La dialéctica idealista conserva lo sublime, lo bueno, lo eterno; el ideal estaría contenido en toda situación histórica aunque no explícitamente. La identidad entre ideal y realidad es considerada como condición previa y como meta de la historia. La dialéctica materialista apunta hacia lo bajo, lo malo, lo adecuado a la época; el ideal está refutado en toda situación histórica pero no explícitamente. La identidad de ideal y realidad es la explotación universal. Por esta razón la ciencia de Marx consiste en la crítica de la economía burguesa y no en el bosquejo de la economía socialista: esto último lo dejó para Bebel. Marx, por su parte, explica la realidad a partir de la ideología que hay en ella: en el desarrollo de la ciencia económica oficial descubre el misterio de la realidad económica. Al discutir a Smith y Ricardo, a quien pone en el banquillo de los acusados es a la sociedad.

La dialéctica idealista conserva lo sublime, lo bueno, lo eterno; el ideal estaría contenido en toda situación histórica aunque no explícitamente. La dialéctica materialista apunta hacia lo bajo, lo malo, lo adecuado a la época; el ideal está refutado en toda situación histórica pero no explícitamente.

  La deducción de las fases capitalistas desde la producción mercantil simple hasta el monopolio y el capitalismo de estado no es ciertamente ningún experimento mental. El principio del intercambio no ha sido solamente ideado sino que ha dominado la realidad. Las contradicciones que la crítica descubre en él se han hecho drásticamente perceptibles en la historia. En el intercambio de la mercancía fuerza de trabajo, el obrero es indemnizado y engañado al mismo tiempo. La igualdad de los propietarios de mercancías es una apariencia ideológica que se desvanece en el sistema industrial y que, en el Estado autoritario, cede el lugar a la dominación abierta. El desarrollo de la sociedad burguesa se da dentro de los límites de su modo de producción, el que a su vez se caracteriza por dicho principio económico del intercambio. No obstante, a pesar de la validez real de éste, jamás la coincidencia entre su exposición crítica y su desarrollo histórico llegó a ser tan completa como para no haber podido ser quebrantada. Es la diferencia entre concepto y realidad, y no únicamente el concepto, lo que sienta la base de la posibilidad de la práctica revolucionaria. Entre las modificaciones del modo de producción y el curso de la ideología existe en la sociedad de clases una necesaria coherencia que puede deducirse conceptualmente. Pero la ineluctabilidad del pasado no maniata la voluntad de libertad; ni la que se pone de manifiesto en él ni la del futuro. Para toda conclusión sacada de la creencia en que la historia seguirá una línea ascendente —independientemente de que se la imagine recta, en zigzag o en espiral— existe un contraargumento cuya validez no es menor. En lo esencial, la teoría explica la marcha de la fatalidad. A través de lo consecuente del desarrollo que ella puede captar, a través de toda la lógica de la sucesión de las distintas épocas sociales, a través de todo el perfeccionamiento de las fuerzas materiales de producción, de los métodos y de las habilidades, el hecho es que los antagonismos del capitalismo han crecido. Y son ellos, a fin de cuentas, los que terminan por definir a los hombres. Éstos no sólo son hoy más capaces de libertad sino también más incapaces de ella. No sólo la libertad es posible; también futuras formas de opresión son posibles. Se las puede calcular, en teoría, como un retroceso o como un aparato nuevo e ingenioso. El poder está en capacidad de consolidarse de nuevo con el capitalismo de estado. Pero éste también es una forma perecedera que encierra antagonismos. La ley de su derrumbe puede advertirse en él fácilmente: se basa en la represión de la productividad debido a la existencia de las burocracias. Aunque la expansión de las formas autoritarias tiene todavía mucho ante sí, y no sería la primera vez que a un periodo de mayor independencia de los dependientes sucediese un largo periodo de opresión intensificada. Cuando los trabajadores libres se volvieron más exigentes y caros, los industriales atenienses y los terratenientes romanos introdujeron la esclavitud a gran escala. Al final de la Edad Media, a los campesinos se les volvió a quitar la libertad que habían conseguido a causa de su retroceso numérico hasta el siglo xiv. La indignación que suscita la idea de que también la limitada libertad del siglo xix pueda a la larga ser sustituida por el capitalismo de Estado, por la “socialización de la pobreza”, debe atribuirse al reconocimiento de que a la riqueza social ya no se le puede poner límites. Pero las condiciones de la riqueza social dan lugar a la oportunidad no sólo de la demolición sino también de la supervivencia de la esclavitud moderna. El espíritu objetivo es siempre el producto de la adaptación del poder a sus condiciones de existencia. A pesar de la abierta oposición entre la Iglesia y el Estado en la Edad Media o entre los cárteles de alcance mundial en el presente, nunca llegan a eliminarase mutuamente, pero tampoco a fusionarse por completo. Tanto lo uno como lo otro traería el fin del dominio; éste debe mantener el antagonismo dentro de sí mismo para poder subsistir en el antagonismo con los dominados. El cártel universal es imposible pues conduciría inmediatamente a la libertad. El escaso número de grandes monopolios que mantienen la competencia entre sí, pese a utilizar los mismos métodos de fabricación y ofrecer los mismos productos, propone el modelo de futuras constelaciones de política internacional. Dos bloques estatales amistoso —hostiles de composición cambiante podrían dominar el mundo entero y, junto al Fascio, ofrecer a sus seguidores un bienestar mayor —a costa de las masas coloniales y semicoloniales— encontrando, gracias a su amenaza recíproca, siempre nuevas razones para continuar el armamentismo. La ampliación de la producción, que fue primero acelerada y después suspendida por las relaciones de propiedad burguesas, no corresponde aún en modo alguno a las necesidades humanas. Actualmente es dirigida en favor del dominio. Los árboles no deben crecer hacia el cielo. Mientras en el mundo subsista la escasez de lo necesario e incluso de artículos de lujo, los dominantes aprovecharán la ocasión para aislar unos de otros a personas y grupos, a capas nacionales y sociales, y para reproducir su propia función dirigente. La burocracia vuelve a adueñarse del mecanismo económico que se le había escapado de las manos durante el dominio del principio burgués puro de la ganancia. La concepción de la economía como ciencia especializada que, a diferencia de su crítica, está desapareciendo junto con el mercado, no contiene contra la capacidad de existencia del capitalismo de estado más objeciones que las que Mises y los suyos levantaron contra el socialismo. Son objeciones que actualmente viven apenas gracias a la lucha contra las reformas sociales en los países democráticos y que han perdido completamente su importancia. El núcleo de las objeciones liberales consistía en reparos de índole económico-técnica. De no existir un funcionamiento más o menos carente de obstáculos de los viejos mecanismos de oferta y demanda, es imposible, se decía, distinguir los procesos industriales productivos de los improductivos. La perspicacia limitada que se obstina contra la historia con tales argumentos dependía a tal punto de lo establecido que ni cuenta se dio de que éste había triunfado con el fascismo. El capitalismo tiene un plazo que cumplir, incluso después de que ha pasado su fase liberal. Y la fase fascista, por su parte, está dominada también por las mismas tendencias económicas que ya han destruido el mercado. No es la imposibilidad de exigir cuentas sino la crisis internacional, perpetuada por el estado autoritario, la que no deja ninguna posibilidad de elección a la humanidad deteriorada bajo las formas de este estado. Por más terrible que sea una amenaza de perpetuación del sistema de estado autoritario, no es más real que la armonía perpetua de la economía de mercado. Si el intercambio de equivalentes era todavía un velo para la desigualdad, la planificación fascista es ya el robo declarado.

  La posibilidad no es menor hoy que la desesperación. El capitalismo de estado, como la fase última o más reciente, contiene en sí más fuerzas para organizar los territorios del mundo económicamente rezagados que la fase precedente. Los representantes oficiales de ésta exhiben lo disminuido de su fuerza e iniciativa; están condicionados por el miedo a perder su provechosa posición social. Hicieron todo lo posible por no perder a la larga la ayuda del fascismo que venía. En él se les presenta la figura regenerada del dominio; presienten en él la fuerza que en ellas se está agotando. La riqueza acumulada desde siglos y su correspondiente experiencia diplomática se emplea para que los legítimos amos de Europa controlen ellos mismos su unión y mantengan una vez más fuera de sus territorios al estatismo integral. La era del Estado autoritario puede verse interrumpida tanto por tales retrocesos como por determinadas tentativas de crear una verdadera libertad. Estas tentativas, que por su índole no toleran ninguna burocracia, sólo pueden venir de sujetos aislados. Y aislados están todos. El anhelo descontento de las masas atomizadas y la voluntad consciente de los ilegales apuntan en la misma dirección. También en revoluciones anteriores la resistencia colectiva llegó exactamente tan lejos como su firmeza; lo demás fue fidelidad al caudillo. Hay una línea que va desde los adversarios izquierdistas del estatismo de Robespierre hasta la Conspiración de los iguales bajo el Directorio. Mientras el partido es todavía un grupo y no se ha vuelto ajeno a sus fines antiautoritarios; mientras la solidaridad no ha sido sustituida aún por la obediencia; mientras la dictadura del proletariado no se confunde aún con el dominio del estratega más astuto del partido, su línea general es determinada precisamente por aquellas disidencias de las que, una vez convertido en camarilla dominante, sabrá desembarazarse con presteza. Mientras la vanguardia es capaz de actuar sin depuraciones periódicas vive con ella la esperanza de la sociedad sin clases. Las dos fases en las que, conforme al sentido de la tradición, debe realizarse tal sociedad sin clases, tienen poco que ver con la ideología que hoy sirve a la eternización del estatismo integral. Al dominio, que estaba destinado a extinguirse en la primera fase, le está permitido volverse aún más rígido debido a que la cantidad ilimitada de medios de consumo y de lujo parece ser todavía un sueño. Con la seguridad que confieren las malas cosechas y la escasez de viviendas, se anuncia que el gobierno de 1a policía secreta desaparecerá cuando se haya hecho realidad el País de Jauja. Frente a esto, Engels es un utópico ya que pone a la socialización y al final del dominio como una misma cosa:

El primer acto en que el estado entra en escena realmente como representante de toda la sociedad —la incautación de los medios de producción en nombre de la sociedad— es al mismo tiempo su último acto autónomo como estado. La intervención de un poder estatal en el ordenamiento social llega a ser superflua en un ámbito tras otro, y se duerme luego por sí sola.8

  No tenía en mente la idea de que el aumento ilimitado de la producción material debe ser la condición previa de una sociedad humana y que la democracia sin clases sólo se alcanzará cuando toda la Tierra esté repleta de radios y tractores. Es cierto que la práctica no ha refutado a la teoría, pero sí la ha interpretado. Los enemigos de la autoridad estatal se han dormido, pero no por sí solos. Originalmente, con cada porción de planificación realizada, una porción de represión debía resultar superflua. En vez de ello, el control de los planes ha cristalizado en una cantidad de represión cada vez mayor. Si el incremento de la producción va a realizar o a liquidar el socialismo, es algo que no puede decidirse en abstracto.

  El horror ante la expectativa de una época autoritaria del mundo no impide la resistencia. Después de la abolición de todo privilegio, el ejercicio de las funciones administrativas por parte de una clase o partido puede sustituirse por formas de una democracia sin clases que pueden impedir la elevación de posiciones administrativas a posiciones de poder. Si en otros tiempos la burguesía supo mantener en regla a sus gobiernos haciendo uso de la propiedad, en una nueva sociedad sólo se podrá impedir que 1a administración se convierta en dominio gracias a la firme independencia de los no delegados. Las masas de seguidores representan ya hoy para el estado autoritario un peligro no menor que el de los trabajadores libres para el liberalismo. Creer que se tiene el apoyo de los seguidores es ya la antesala del fracaso. Y esta creencia es compartida por no pocos marxistas. El socialismo no ha funcionado sin la sensación de contar con un gran partido, con un líder venerado por todos, con la historia mundial o al menos con una teoría infalible. La entrega a las masas que avanzan, la inserción animosa en la colectividad, todo el sueño de los filisteos que tanto despreciaba Nietzsche resucita alegremente en las asociaciones juveniles del estado autoritario. La revolución, que era una profesión como la ciencia, ha conducido aquí a la cárcel, allá a Siberia. Pero una carrera se vislumbra después de la victoria, si no en otra parte, al menos en las jerarquías del partido. No sólo hay profesores eminentes sino también revolucionarios eminentes. La empresa de la publicidad asimila la revolución al poner a sus figuras principales en la lista de los nombres ilustres, y el individuo aislado, que no ha sido llamado ni está protegido por ningún poder, no puede tampoco esperar ninguna gloria. Él mismo es un poder, sin embargo, porque todos están aislados. No tienen más arma que la palabra. Y ésta recobra con mayor fuerza su dignidad cuanto más la mercantifican los bárbaros de adentro y los “amigos de la cultura” de afuera. Dentro del estado totalitario, la amenaza que implica una expresión carente de poder es mayor que la que significaba la más impresionante manifestación del partido socialdemócrata bajo Guillermo II. El hecho de que los hombres de espíritu alemanes no necesiten mucho tiempo para aprender a manejar la lengua extraña de la misma manera que la propia, cuando ésta aparta de ellos a los lectores que pagan, proviene del hecho de que a ellos el idioma les sirvió siempre más para la lucha por la existencia que para la expresión de la verdad. Pero al traicionar a la lengua e irse con la distribución su seriedad se anuncia de nuevo. Es como si temiesen que la lengua alemana pudiera arrastrarles finalmente más lejos de lo que creen que es conciliable con su existencia tolerada y con las justificadas pretensiones de sus mecenas. Los representantes de la Ilustración tenían mucho menos que perder. Su oposición armonizaba con los intereses de la burguesía, que ya entonces poseía no escaso poder. Voltaire y los Enciclopedistas tenían sus protectores. Sólo más allá de esa armonía los ministros dejaban de colaborar. Jean Meslier tuvo que callar durante toda su vida, y el Marqués de Sade pasó la suya en diversas cárceles. Pero si bien la palabra puede convertirse en una chispa por ahora no ha incendiado nada todavía. No tiene en absoluto el sentido de una propaganda y apenas sí el de una proclama. Pretende expresar lo que todos saben y se prohíben a sí mismos saber, no quiere impresionar con sutiles descubrimientos de conexiones que sólo los poderosos conocen. En cambio el político del partido de masas, ahora desocupado, cuyo pathos retórico que hablaba del “brazo fuerte” se ha extinguido, se dedica hoy a la estadística, a la economía política y a las inside stories. Su discurso se ha vuelto sobrio y bien informado. Mantiene un supuesto contacto con los trabajadores y se expresa en cifras de exportación y en materiales sucedáneos. Sabe siempre más que el fascismo y se embriaga masoquistamente con los hechos que, sin embargo, le han abandonado. Cuando no se puede ya apelar a ningún poder enorme la que debe acudir en su lugar es la ciencia.

  Quien se preocupe por una organización humana del mundo no puede recurrir a ninguna instancia de apelación: ni al poder existente ni al poder futuro. La pregunta acerca de lo que haría “uno” con el poder, si lo tuviera, una pregunta que tenía mucho sentido para los burócratas del partido de masas, pierde significado en la lucha contra ese poder. Presupone la continuación de aquello que debe desaparecer: el poder de disponer sobre el trabajo ajeno. Si en realidad la sociedad del futuro no ha de funcionar ya por medio de la coacción, sea indirecta o directa, sino que se autodeterminará por consenso, los resultados de este no pueden anticiparse teóricamente. Los bosquejos para atender la economía más allá de lo que existe ya en el capitalismo de estado pueden ser de utilidad alguna vez. Sin embargo, la reflexión de hoy que ha de servir para la sociedad transformada no debe pasar por alto el hecho de que, en la democracia sin clases, lo que se haya pensado no puede imponerse de antemano por la fuerza ni por la rutina sino que, por su misma esencia, debe reservarse para la formación del consenso. La conciencia de esto no impedirá que alguien que se compromete con la posibilidad de un mundo transformado reflexione sobre la manera más rápida en que los hombres pueden llegar a vivir sin política de población ni justicia penal, sin empresas modelo ni minorías oprimidas. Resulta problemático para un alemán neohumanista contar con que es posible que la destitución de las burocracias autoritarias implique una fiesta popular de venganza. Pero si arrebatar el poder a los ahora dominantes es algo que se consuma nuevamente mediante actos de terror, los sujetos aislados insistirán apasionadamente en que esa desposesión del poder no redunde en restaurarlo. Nada en la Tierra puede justificar la violencia por más tiempo que el necesario para poner fin a la violencia. Si los adversarios tienen razón cuando afirman que después de la caída del aparato de terror fascista se desatará el caos, y no sólo por un momento sino indefinidamente, hasta que en su lugar aparezca otro nuevo aparato de terror, entonces la humanidad está perdida. Es un pretexto su afirmación de que sin una burocracia autoritaria quedarían destruidas las máquinas, la ciencia, los métodos técnicos y administrativos, toda la satisfacción de necesidades a la que se ha llegado en el estado autoritario. La primera preocupación de los adversarios cuando piensan en la libertad es la nueva justicia penal, no la abolición de la misma. “Las masas —se lee en un panfleto con “material de instrucción”— encerrarán en las cárceles a los opresores, en el lugar que ocuparon los presos políticos”. En todo caso, la oferta de especialistas en represión será multitudinaria. Si ella se consolida o no nuevamente depende de los no especialistas. El papel de los especialistas puede ser más modesto por cuanto el modo de producción no debe proseguir de manera muy diferente a la que se desarrolló ya en el estatismo integral. El capitalismo de estado parece a veces casi una parodia de la sociedad sin clases. Y no son pocos los indicios de que, incluso por razones técnicas, su modo de producción centralizado resulta obsoleto. Cuando ciertas unidades pequeñas aumentan en importancia frente a la instancia central en la producción y en la estrategia industriales modernas, de suerte que la cúpula centralista debe alimentar cada vez mejor a los trabajadores de élite, estamos ante la manifestación visible de una transformación económica general. La degradación de los individuos a meros centros de reacción capaces de responder a todo prepara al mismo tiempo su emancipación del comando central.

La marcha del progreso hace que a las víctimas les parezca que para su bienestar da prácticamente lo mismo la libertad que la falta de libertad. A la libertad le sucede lo mismo que a la virtud. No se la discute sino que se la olvida y, en el mejor de los casos, se la embalsama.

  Ni siquiera las armas perfectas de que dispone la burocracia serían capaces de impedir constantemente la transformación si no tuviesen una fuerza que no es simplemente inmediata. El individuo se ha constituido históricamente en el miedo. Y hay una exacerbación del miedo más allá del miedo a la muerte ante la cual ese individuo se disuelve. El perfeccionamiento de la centralización en la sociedad y en el estado impulsa al sujeto a su descentralización. La centralización continúa el proceso de parálisis en el que el hombre había caído ya desde la época de la gran industria debido a su creciente prescindibilidad, a su separación del trabajo productivo, a la constante preocupación por la ayuda de emergencia. La marcha del progreso hace que a las víctimas les parezca que para su bienestar da prácticamente lo mismo la libertad que la falta de libertad. A la libertad le sucede lo mismo que a la virtud, según Valéry. No se la discute sino que se la olvida y, en el mejor de los casos, se la embalsama como a la consigna de la democracia después de la última guerra. La gente está de acuerdo en que la palabra libertad ya sólo debe emplearse como una mera frase; tomarla en serio sería utópico. La crítica de la utopía contribuyó una vez a que la idea de libertad fuera la de su realización. En la actualidad, la utopía es difamada porque, bien a bien, ya nadie quiere su realización. Estrangulan la fantasía, a la que ya Bebel no era muy afecto.9 Si el terror dentro del campo de acción de la Gestapo provoca también al menos tendencias subversivas, fuera de las fronteras es capaz de inducir un funesto respeto por la perpetuidad de la coacción. En lugar del capitalismo de estado antisemita, inflexible y agresivo, la gente llega a soñar a duras penas en otro que administre al pueblo por la gracia de las potencias mundiales tradicionales. “No hay un socialismo que pueda realizarse por medios que no sean autoritarios” es la conclusión a la que llega el economista Pirou.10 “En nuestra época, la autoridad es ejercida por el Estado en el marco de la nación. Con ello, aun cuando esté orientado internacionalmente en su programa de acción, el socialismo hoy sólo puede ser nacional”. Y los interesados directamente en el asunto piensan de la misma manera que este observador. Por muy sinceros que sean al pensar en la “democracia obrera”, las medidas dictatoriales destinadas a asegurarla, la “sustitución” del aparato actual por el futuro, la fe en la “calidad de líder” del partido, en suma, las categorías de la represión probablemente necesaria cubren con tanta precisión el plano realista más cercano que la imagen que aparece en el horizonte y hacia la que señalaban los políticos socialistas resulta sospechosa de ser sólo un espejismo. Al igual que aquellos críticos liberales de los procedimientos penales a los que una revolución burguesa llama al Ministerio de Justicia se sienten de ordinario cansados al cabo de dos años porque sus fuerzas se les agotan en el forcejeo con el poder de los funcionarios provinciales, así también los políticos e intelectuales parecen quedar desalentados por la tenacidad de lo existente. Del fascismo, y aún más del bolchevismo, habría debido aprenderse que lo que al conocedor imparcial le parece una locura es a veces precisamente lo que existe, y que la política, según una frase hitleriana, no es el arte de lo posible sino de lo imposible. Además, lo que acontece no es de ninguna manera, como se quiso hacer creer, algo que no hubiera sido de esperarse. Para que un día los hombres arreglen sus asuntos de manera solidaria deberán cambiar mucho menos de lo que les ha cambiado el fascismo. Se mostrará entonces que los seres limitados y taimados que hoy llevan nombres humanos no eran sino figuras grotescas, malignas máscaras animadas detrás de las cuales se malograba una posibilidad mejor. Para llegar a percibir esta posibilidad, la imaginación debe poseer una fuerza que ciertamente el fascismo le arrebató. La imaginación está absorbida por el esfuerzo que cada individuo tiene que hacer para poder seguir colaborando. Pero las condiciones materiales están cumplidas. Frente a la necesidad que tienen la transición, la dictadura, el terrorismo, el trabajo y el sacrificio, el advenimiento de lo otro depende únicamente de la voluntad de los hombres. Como todos pueden verlo, la que hace unos pocos decenios se anunciaba oficialmente como una barrera técnica y organizativa insuperable, ha sido rota. Por esto, las teorías económicas simplistas, que tenían piernas demasiado cortas, han sido sustituidas por antropologías filosóficas. Si se ha hecho posible manufacturar medias con el aire, hay entonces que recurrir a lo eterno en el hombre, es decir, declarar invariantes las esencias psicológicas para presentar al dominio como eterno.

  El hecho de que ni siquiera los enemigos del estado autoritario sean capaces de concebir la libertad destruye toda comunicación. Extraña es la lengua en la que uno no reconoce su propio impulso o que no lo inflama. Por ello hoy la literatura “no conformista” de la burguesía no llega ni siquiera a molestarla; a ella, que ha sabido llevar a Tolstoi al cine sonoro y a Maupassant al drugstore. No sólo se han vuelto ideológicas las categorías concebidas para representarse el futuro sino también aquellas criadas para dar cuenta del presente. Ya ahora la realización es tan directamente decible que no se puede hablar. Es explicable que una idea que resulta difícil de utilizar y de etiquetar suscite un mayor recelo en las instancias encargadas de la ciencia y la literatura que incluso la adhesión a una doctrina marxista. Las tomas de posición a las que tal idea podía ser inducida bajo el prefascismo mediante palabras persuasivas, para luego deshacerse de ella de una vez y para siempre —“¡habla, si es lo que quieres!”—, serían hoy inútiles incluso para los dominados. La teoría no cuenta con un programa para la próxima campaña electoral, y ni siquiera para la reconstrucción de Europa, de la que ya se ocuparán los especialistas. No es capaz de ponerse al servicio de la disposición a la obediencia que ya hoy se apodera también del pensamiento. A pesar de todo el empeño con que intenta seguir la marcha del conjunto social hasta en las más sutiles diferencias, no puede prescribir a los individuos la forma de su resistencia frente a la injusticia. El pensar mismo es ya una señal de resistencia, el esfuerzo para no dejarse engañar una vez más. El pensar no se opone sin más a toda orden y toda obediencia sino que las pone siempre y en cada caso en referencia a la realización de la libertad. Lo que está en peligro es esta referencia. Los conceptos sociológicos y psicológicos son demasiado superficiales para expresar lo que en los últimos decenios: les ha sucedido a los revolucionarios: la intención dirigida hacia la libertad ha quedado dañada, y sin ella no puede concebirse ni el conocimiento ni la solidaridad, tampoco una verdadera relación entre el grupo y el dirigente.

  Si un retorno al liberalismo es imposible, la forma de actividad más adecuada parece ser entonces la que fomente el capitalismo de Estado. Cooperar con él, extenderlo y llevarlo en todas partes hasta sus formas más avanzadas ofrecería la ventaja de estar con el progreso y tener todas las garantías de éxito que puedan desearse para la politique scientifique. Puesto que el proletariado ya no tiene nada que esperar de las viejas potencias no le quedaría otro remedio que aliarse con las nuevas. El hecho de que la economía planificada, puesta en práctica por los Caudillos y los Padres de las naciones, esté menos lejos de la economía socialista que el liberalismo debería ser la base de la alianza entre los dirigentes y los proletarios. Es sentimental, se dice, colocarse siempre, por simpatía con los derrotados, en una actitud negativa con respecto al capitalismo de estado. Después de todo, los judíos habrían sido casi siempre capitalistas; por otro lado, las naciones pequeñas no tendrían ya razón de existir. El capitalismo de estado sería hoy lo realmente posible. Mientras el proletariado no haga su propia revolución, ni él ni sus teóricos tendrían otra opción más que la de seguir al Espíritu del mundo por el camino que ha tenido a bien elegir. Tales voces, que no son pocas, no son las menos inteligentes, ni siquiera las menos honradas. Y es verdad que, con una recaída en la antigua economía privada, comenzaría de nuevo todo el terror bajo una denominación diferente. Pero el esquema histórico de tales razonamientos sólo reconoce la dimensión en la que intervienen el progreso y el retroceso; es un esquema que prescinde de la intervención de los hombres. Sólo los estima como lo que son dentro del capitalismo: como magnitudes sociales, como cosas. Mientras la historia del mundo siga su curso lógico, dejará de cumplir su destino humano.

 

Palos de la crítica, núm. 1, México, 1980.

 

 

REFERENCIAS


^ * Max Horkheimer, “El estado autoritario”, trad. Bolívar Echeverría, Palos de la crítica, núm. 1, México, 1980, pp. 112—135. [En alemán: Max Horkheimer, “Autoritärer Staat”, en Walter Benjamin zum Gedächtnis, Los Angeles, Institut für Sozialforschung, 1942, pp. 123—161].

^ 1 Friedrich Engels, Die Entwicklung des Sozialismus von der Utopie Zur Wissenschaft, Berlín, 1924, pp. 46—47; cfr. Herrn Eugen Dührings, Umwalzung der Wissenschaft, 10a edición, Sttutgart, 1929, pp. 298 y ss.

^ 2 Friedrich Engels, op. cit., p. 55.

^ 3 Bouchez et Roux, Histoire Parlamentaire de la Révolution Française, t. x, París, 1934, p. 194.

^ 4 Cfr. los trabajos de A. Mathiez, en especial La Réaction Thermidorienne, París, 1929, pp. 1 y ss., y Contributions a l'Histoire Religieuse de la Révolution Française, París, 1907.

^ 5 Dante, La divina comedia, El Purgatorio, versos 145—148.

^ 6 Auguste Comte, Systéme de politique positive, publicado como fascículo 3 en Saint—Simon, Catéchisme des industriels, Oeuvres de Saint-Simon, t. 9, París, 1873, p. 115.

^ 7 August Bebel, Die Frau und der Sozialismus, Stuttgart, 1919, p. 474.

^ 8 Friedrich Engels, op. cit., p. 302.

^ 9 Cfr. Bebel, op. cit., pp. 141 y 55.

^ 10 Gaétan Pirou, Neo-Liberalism, Neo-Corporatism, Neo-Socialism, París, 1939, p. 173.

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