Arte y utopía*

Bolívar Echeverría


“... sin empadronar el espíritu en
ninguna consigna política propia ni
extraña, suscitar, no ya nuevos tonos
políticos en la vida, sino nuevas
cuerdas que den esos tonos.”

César Vallejo (1927)

El ensayo sobre la obra de arte es un unicum dentro de la obra de Walter Benjamin; ocupa en ella, junto al manuscrito inacabado de las Tesis sobre el materialismo histórico, un lugar de excepción. Es la obra de un militante político, de aquel que él había rehuído ser a lo largo de su vida, convencido de que, en la dimensión discursiva, lo político se juega, y de manera a veces incluso más decisiva, en tormo a objetos aparentemente ajenos al de la política propiamente dicha. Pero no sólo es excepcional dentro de la obra de Benjamin, sino también dentro de los dos ámbitos discursivos a los que está dirigido: el de la teoría política marxista, por un lado, y el de la teoría y la historia del arte, por otro. Ni en el un campo de teorización ni en el otro sus cultivadores han sabido bien a bien dónde ubicar los temas que se abordan en este escrito. Se trata, por lo demás, de una excepcionalidad perfectamente comprensible, si se tiene en cuenta la extrema sensibilidad de su autor y la radicalidad con que su crisis personal interiorizaba la crisis de la situación histórica que le tocó vivir. El momento en que Benjamin escribe este ensayo es él mismo excepcional, trae consigo un punto de inflexión histórica como pocos en la historia moderna. El destino de la historia mundial se decidía entonces en Europa y, dentro de ella, el lugar de la encrucijada era Alemania. Contenía el instante y el punto precisos en los que la vida de las sociedades europeas debía decidirse, en palabras de Rosa Luxemburg, entre el “salto al comunismo” o la “caída en la barbarie”. Para 1936 podía pensarse todavía, como lo hacía la mayoría de la gente de izquierda, que los dados estaban en el aire, que era igualmente posible que el régimen nazi fracasara -abriendo las puertas a una rebelión proletaria y a la revolución anticapitalista- o que se consolidara, se volviese irreversible y completara su programa contrarrevolucionario, hundiendo así a la historia en la catástrofe.

  El Walter Benjamin que había existido hasta entonces, el autor que había publicado hace poco un libro insuperable sobre lo barroco, Ursprung des deutschen Trauerspiels,1 y que tenía en preparación una obra omniabarcante sobre la historia profunda del siglo XIX, cuyo primer borrador (el único que quedó después de su suicidio en 1940) conocemos ahora como La obra de los pasajes,2 no podía seguir existiendo; su vida se había interrumpido definitivamente. Su persona, como presencia perfectamente identificada en el orbe cultural, con una obra que se insertaba como elemento a tenerse en cuenta en el sutil mecanismo de la vida discursiva europea, se desvanecía junto con la liquidación de ese orbe. Perseguido primero por “judío” y después por “bolchevique”, privado de todo recurso privado o público para defenderse en “tiempos de penuria”, había sido convertido de la noche a la mañana en un paria, en un proletario cuya capacidad de trabajo ya no era aceptada por la sociedad ni siquiera con el valor apenas probable de una fuerza de reserva. La disposición a interiorizar la situación límite en la que se había encerrado la historia moderna era en su persona mucho más marcada que en ningún otro intelectual de izquierda en la Alemania de los años treinta.

  Exiliado en París, donde muchos de los escritores y artistas alemanes expulsados por la persecución nazi intentan permanecer activos y apoyarse mutuamente, Benjamin se mantiene sin embargo distanciado de ellos. Aunque le parece importante cultivar el contacto con los intelectuales comunistas, en cuyo Instituto para el estudio del fascismo, en abril de 1934, da una conferencia, El autor como productor -que contiene adelantos de algunas ideas propias del ensayo sobre la obra de arte-, la impresión que tiene de la idea que prevalece entre ellos acerca de la relación entre creación artística y compromiso revolucionario es completamente negativa: mientras el partido desprecia la consistencia cualitativa de la obra intelectual y artística de vanguardia y se interesa exclusivamente en el valor de propaganda que ella puede tener en el escenario de la política, los autores de ella, los “intelectuales burgueses”, por su lado, no ven en su acercamiento a los comunistas otra cosa que la oportunidad de dotar a sus personas de la posición “políticamente correcta” que no son capaces de distinguir en sus propias obras. Se trata de un desencuentro que Benjamin mira críticamente. Un episodio del mismo tendrá él la oportunidad de presenciar en junio del año siguiente, durante el “Congreso de los escritores antifascistas para el rescate de la cultura”. En esa ocasión, el novelista austriaco Robert Musil pudo ironizar acerca de la politización del arte, entendida como compromiso con la política de los partidos políticos; la política puede “concernir a todos”, dijo, “como también concierne a todos la higiene”, sólo que a nadie se le ocurriría pedirnos que desarrollemos por ésta una pasión especial.

  El ensayo sobre la obra de arte tiene su motivación inmediata en la necesidad de plantear en un plano esencial esta relación entre el arte de vanguardia y la revolución política. Al mismo tiempo, le sirve a su autor como tabla de salvación; forma parte de un intento desesperado de sobrevivir rehaciéndose como otro a través de una fidelidad a un “sí mismo” que se había vuelto imposible. La redacción de este ensayo es una manera de continuar el trabajo sobre “París, capital del siglo XIX” o la “Obra de los pasajes” en condiciones completamente diferentes a aquellas en las que fue concebido originalmente. En su carta a Horkheimer del 18 de Septiembre de 1935, Benjamin explica el sentido de su ensayo: “En esta ocasión se trata de señalar, dentro del presente, el punto exacto al que se referirá mi construcción histórica como a su punto de fuga... El destino del arte en el siglo XIX... tiene algo que decirnos [...] porque está contenido en el tictac de un reloj cuya hora sólo alcanza a sonar en nuestros oídos. Con esto quiero decir que la hora decisiva del arte ha sonado para nosotros, hora cuya rúbrica he fijado en una serie de consideraciones provisionales... Estas consideraciones hacen el intento de dar a la teoría del arte una forma verdaderamente contemporánea, y ésto desde dentro, evitando toda relación no mediada con la política.” (W. Benjamin 1991, 983.)

  Benjamin está convencido de que en su tiempo ha sonado la “hora decisiva del arte”. En coincidencia plena con la cita de Paul Valery que pone como epígrafe de su ensayo, piensa que en la “industria de lo bello” tienen lugar cambios radicales como resultado de las conquistas de la técnica moderna; que no sólo el material, los procedimientos de las artes, sino la invención artística y el concepto mismo de arte están en plena transformación. Pero, más allá de Valery, piensa que estos cambios radicales en la consistencia misma del arte tienen que ver, en igual medida que con las “conquistas de la técnica”, con una reconfiguración profunda del mundo social.3

  Según Benjamin, el arte de su época –que de alguna manera es también la nuestra– se encuentra en el instante crucial de una metamorfosis. Se trata de una transformación esencial que lo lleva, de ser un “arte aurático”, en el que predomina un “valor de uso para el culto”, a convertirse en un arte plenamente profano, en el que predomina en cambio un “valor de uso para la exhibición” o para la experiencia propiamente estética.

  En todos los tipos de obras de arte que ha conocido la historia sería posible distinguir dos polos contrapuestos de objetividad o presencia, que compiten en la determinación del valor de uso que la obra tiene para quienes la producen y la consumen. De acuerdo al primero de ellos, la obra vale como testigo o documento vivo, como fetiche dentro de un acto cúltico o una ceremonia ritual, de la reactualización festiva que hace la sociedad del acontecer de lo sobrenatural y sobrehumano dentro del mundo natural y humano. De acuerdo al segundo, la obra vale como detonador de una experiencia profana de la contingencia que habita en la necesidad del mundo humano-natural, la experiencia de la belleza estética. Según Benjamin, esta experiencia estética de la objetividad del objeto artístico no consiste en una derivación de la vivencia mágica –de la interiorización de ese acontecer sobrenatural y sobre-humano- sino en una relación con el mundo que, aunque emparentada con esa vivencia, es sin embargo completamente autónoma. Aparte de la objetividad de culto que hay en el valor de uso del objeto artístico hay también en él una objetividad que le es característica como objeto artístico propiamente dicho.

  La obra de arte como fetiche, esto es, concentrada en el polo cúltico de su valor de uso, tiene la función de una reliquia, es decir, de un testigo aún vivo o de una prolongación metonímica no sólo de la ceremonia pasada de la que proviene sino también, indirectamente, del sacrificio religioso que ésta a su vez repetía festivamente. El automatismo o la rutina de la vida cotidiana se ve roto en la ceremonia festiva por la re-actualización , dentro de ella, del acto político extraordinario, fundador y refundador –“revolucionario”-, en el que la consistencia cualitativa del mundo de la vida es destruida y reconstruida vertiginosamente, llevando a su plenitud lo mismo la dignidad de sujeto en el ser humano que la de objeto en el mundo de su vida. Se trata de una reactualización cuyo tiempo y lugar es el de un escenario imaginario dedicado expresamente a un trance extático de orden mágico-político en el que participan en principio los miembros consagrados de una comunidad.

  En cambio, la obra de arte como tal, concentrada en el polo público o profano de su valor de uso, el plano de la “exhibición”, sirve para promover e inducir en quien la disfruta la experiencia propiamente estética que tiene lugar en la mímesis distanciada o no extática de aquellos efectos disruptivos imaginarios que la suspensión festiva del automatismo cotidiano introduce en la existencia social.

  Al tratar del valor cúltico de la obra de arte, Benjamin no lo reconoce únicamente en obras realizadas en conexión con la vida religiosa; lo distingue igualmente en obras que reivindican un carácter civil o profano. El aura o valor de culto de la obra de arte no proviene solamente de la inserción de la misma en la dimensión sagrada arcaica de la vida social premoderna; proviene también, en nuestra época, de su inserción en otra dimensión igualmente “mágica” y “religiosa” pero denegada como tal por la profesión de profanidad o secularidad que es propia de la vida moderna.

  A la virtud de entregar representaciones del mundo capaces de acompañar al ser humano moderno en la apropiación práctica de lo real, ciertas obras de arte suman la característica adicional de poseer una calidad artística única e incomparable, reputada como excepcionalmente alta, que las vuelve inconmesurables con todas las demás, ajenas a toda intercambiabilidad (como no lo son éstas, que comparten el valor de uso general de entregar retratos del mundo); obras reacias a la exigencia que supedita el valor de uso de todas las cosas al valor de cambio o valor económico mercantil. Son obras de arte que ostentan un prestigio especial en el mercado y que pueden así alcanzar un precio arbitrario, inusitadamente elevado, que resulta ajeno a la disputa de la oferta y la demanda.

  El valor de uso cúltico de estas obras de arte modernas se concentra en la unicidad extraordinaria o genial que sale a relucir a contrario, en forma de una “renta de la genialidad”, dentro de esa “ceremonia” muy especial, fría pero excitante, que está en el acto de intercambio mercantil.

  En el acto de intercambio como “acto de culto”, y en virtud del regateo o forcejeo en la oferta y la demanda, se reactualiza, se cuestiona y restituye la necesidad del mercado como mundo de los “fetiches” mercantiles o instancia “milagrosamente” mediadora o posibilitadora de la vida social. En él se destruye y reconstruye cotidianamente la necesidad de ese sacrificio fundante de la socialidad moderna que consiste en la entrega del valor de uso como ofrenda al valor mercantil-capitalista; en la subsunción o sometimiento de la vida social “natural”, con toda la riqueza de sus singularidades cualitativas, a la reproducción del “dios” moderno, el capital.

  La capacidad de reactualizar este sacrificio es el nuevo valor de uso cúltico, religioso-profano, que viene a ponerse en lugar del valor de uso cúltico anterior, el religioso-sagrado.

  El artista de la modernidad, el hombre de genio que está detrás de la obra de arte única y extraordinaria, de esa mercancía que, con su precio arbitrario, hace mofa de las leyes de la equivalencia mercantil, es el paradójico homo sacer profano que “oficia” en esta reactualización ceremonial del sacrificio moderno. La creatividad concentrada puntual y excepcionalmente en su obra, en su mercancía sui generis, es la versión en negativo, todavía “natural”, singularizada, formadora de valores de uso, previa al sacrificio de la mercantificación pero destinada a él, del automatismo del trabajo objetivado como valor económico en los demás productos mercantiles. Ya en la época barroca, el hombre de talento artístico – un Borromini, por ejemplo – fue admirado como un ser misterioso, bendecido y a la vez maldecido por Dios. De manera parecida, aunque menos católica, durante el tiempo de la “fiebre romántica”, ese mismo hombre ha sido idolatrado en calidad de “genio”, de partícipe en la creatividad de un sujeto sobrenatural, sea por la vía de la “inspiración” – en un Berlioz, por ejemplo – o, después del interregno de la época de las vanguardias artísticas, en la segunda mitad del siglo XX –en un Pollock, por ejemplo-, por la vía de una marginación psico-existencial.

  Según Benjamin, en los comienzos del arte occidental europeo el polo dominante en las obras de arte fue el del “aura”, el “valor de uso cúltico”. Pero este hecho ha cambiado a lo largo de la historia. El “valor para la exhibición” ha ido venciendo ese dominio de modo tal, que ya para la segunda mitad del siglo XIX es posible hablar de una decadencia del aura o “valor para el culto” de la obra de arte y de un ascenso concomitante del dominio en ella de ese “valor de uso para la exhibición pública” o para la experiencia estética.

  ¿Qué caracteriza esencialmente a la obra de arte dotada de “aura”?4 Como la aureola o el nimbo que rodea las imágenes de los santos católicos o el “contorno ornamental que envuelve a las cosas como en un estuche en las últimas pinturas de Van Gogh”, el aura de las obras de arte trae también consigo, una especie de “efecto de ajenamiento” o “extrañamiento” (V-effekt), contrapuesto al descrito por Brecht, un efecto que se produce en quien las contempla cuando percibe cómo en ellas una objetividad “meta-física” viene a sobreponerse e incluso a sustituir a la objetividad meramente “física” de su presencia material. El “aura” de la obra de arte es el modo como su objetividad o presencia cúltica se deja percibir desde la experiencia de su objetividad estética. En virtud del aura –que las obras de arte pueden compartir con determinados hechos naturales encantados-, esta objetividad, que sería lo cercano en ella, lo familiar, se presenta sólo como la apariencia precaria que ha adquirido lo lejano, lo extraordinario, lo digno de culto. Aura es, dice Benjamin apoyándose en la definición que da de ella Ludwig Klages, (Wiggershaus 224) “el aparecimiento único de una lejanía, por cercana que pueda estar”.

  La objetividad de culto o aurática de una obra humana se muestra en el carácter irrepetible y perenne de su unicidad o singularidad, carácter que proviene del hecho de que lo valioso de ella reside en que fue el lugar en el que, en un momento único, aconteció una epifanía o revelación de lo sobrenatural; una epifanía que perdura metonímicamente en ella y a la que es posible acercarse mediante un ritual determinado. Por esta razón, la obra de arte aurática, en la que prevalece el “valor para el culto”, sólo puede ser una obra auténtica; no admite copia alguna de sí misma. Toda reproducción de ella es una profanación.

  Contrapuesta a la obra aurática, la obra de arte profana, en cambio, en la que predomina el “valor para la exposición”, es siempre repetible, reactualizable, sin dejar de ser sin embargo, ella también, única y singular. Desentendida de su servicio al culto, la obra de arte musical, por ejemplo, que se pre-existe guardada en la memoria del músico o en las notaciones de una partitura, pasa a existir realmente todas las veces que es ejecutada por uno de sus innumerables intérpretes. No hay de ella una performance original y auténtica que esté siendo copiada por las demás; hecha ante todo para “exhibirse” o entregarse a la experiencia estética, está ahí en infinitas versiones o actualizaciones diferentes, y es sin embargo, en cada caso, siempre única. Su unicidad no es perenne y excluyente, como la de la obra aurática, sino reactualizable y convocante. Es siempre la misma y siempre otra. Es una obra que está hecha para ser reproducida o que sólo existe bajo el modo de la reproducción. Lo mismo puede decirse, considerando el otro extremo del “sistema de las artes”, de la obra arquitectónica, pese a que parece estar hecha de una vez y para siempre, en una sola versión acabada de sí misma, y existir en estado de obra única, irrepetible, incopiable e irreproducible. “Exhibirse”, darse a la experiencia estética, es para la obra de arte arquitectónica lo mismo que ser habitada, y el ser habitada, que implica una especie de improvisación de innumerables variaciones en torno a un tema o sentido espacial propuesto por ella, la convierte en una obra que se repite y se reproduce a sí misma incansablemente, como si fuera diferente en cada episodio de vida humana al que ella sirve de escenario. No es posible habitar la obra de arte arquitectónica sin reactualizar en ella ese que podría llamarse su “estado de partitura”, en el que, como la música, ella también, paradójicamente, está siempre pre-existiéndose a sí misma.

  Cuando Benjamin habla de la decadencia y la destrucción del aura se refiere a algo que sucede con la unicidad o singularidad perenne y excluyente que es propia solamente de las obras de arte cuyo valor se afinca en el servicio al culto. Se trata de un hecho que él, en lo íntimo, parecería lamentar, siguiendo una fidelidad a la tradición artística en la que se formó, pero al que, simultáneamente y en plena ambivalencia, saluda en nombre de la realización de la utopía en la que tal hecho parece inscribirse. Benjamin trata de convencerse a sí mismo y de convencer a sus lectores de que la manera en que la experiencia estética se ha alcanzado gracias a la obra de arte aurática está a punto de ser sustituida por una manera mejor, más libre, de hacerlo, una manera capaz incluso de redefinir la noción misma de lo estético.

  A la inversa de Hegel, para quien el arte “muere” si es privado de su altísimo encargo metafísico –el de ser la figura más acabada del espíritu (Hegel 1956, 139)–, para Benjamin, el arte sólo comienza a ser tal una vez que se emancipa de su aura metafísica.5 En el texto de este ensayo puede rastrearse sin embargo una idea singular y trágica de lo que ha sido y tiende a ser el destino del arte en el devenir de la historia. Pareciera que para Benjamin la consistencia propiamente artística de la obra de arte ha sido siempre un fenómeno parasitario, que, pese a su autonomía profunda, nunca ha tenido y tal vez nunca podrá tener una existencia independiente. Que el arte independiente o puramente estético apareció como tal en la época moderna, durante el Renacimiento, todavía atado al culto religioso cristiano y al valor que tenía en él, precisamente en el momento en que comenzaba la decadencia o descomposición de ese “valor de culto”, y que, ya como “arte moderno” o de las vanguardias, y a manera de un puente fugaz entre dos épocas extremas, comienza a desvanecerse como arte independiente o puro, viéndose entregado en el presente a una experiencia de una vida social recién en formación que integra y difunde en sí la experiencia estética que él es capaz de suscitar. De sufrir bajo su inserción en una obra de culto, el objeto de puro arte estaría pasando a sufrir por su expulsión fuera de una obra dedicada exclusivamente a él. El status de la obra de arte emancipada, de valor de uso puramente estético, habría sido así transitorio; habría estado, durante la época de las vanguardias, entre el status arcaico de sometido a la obra de culto y el status futuro de integrado en la obra de disfrute cotidiano.6

  La reproducción técnica de la obra de arte –como sacrilegio abrumadoramente repetido contra el arte que fue producido y que se produce aún en obediencia a la vocación aurática– es para Benjamin sin duda un factor que acelera el desgaste y la decadencia del aura; pero es sobre todo un vehículo de aquello que podría ser el arte en una sociedad emancipada y que se esboza ya en la actividad artística de las vanguardias o del arte que se autoreconoce como “arte moderno”.

  Una es la obra de arte que sufre el hecho de su reproductibilidad o multiplicabilidad técnica como un factor externo a sí misma -positivo o negativo- y otra muy diferente la que asume ese hecho como un momento esencial de su propia constitución. Una es la obra de arte, como la de las vanguardias, cuya técnica de producción y consumo está determinada sólo “formalmente” por el valor para la exhibición o experiencia estética, y otra la obra de arte en la que esa determinación ha pasado a ser “real” y ha llegado a alterar su técnica misma de producción y consumo, esa obra cuyo primer esbozo puede estudiarse, según Benjamin, en el cine revolucionario.

  En la obra de arte alterada constitutivamente por su compromiso con la exhibición, Benjamin observa lo que sería la posibilidad más prometedora en medio del proceso de metamorfosis radical que vive el arte en su época: que la nueva técnica que se esboza en la producción de bienes en general llegue a ser concretada como tal primeramente en la esfera de la producción artística, y que ésto suceda en una práctica del arte que esté entregada completamente a satisfacer en la vida cotidiana la necesidad de una experiencia estética mundana o terrenal, “materialista”. Entre la nueva técnica de la producción artística y la demanda propia de un arte emancipado -postaurático, abiertamente profano- hay para Benjamin una afinidad profunda que las incita a buscarse entre sí y a promover mutuamente el perfeccionamiento de la otra.

  Una buena parte del ensayo sobre la obra de arte contiene las reflexiones de Benjamin sobre el cine como el arte más propio de la época de la reproductibilidad técnica. Junto al examen crítico del nuevo tipo de actuación y el nuevo tipo de recepción que él requiere de sus intérpretes y de su público, se encuentran observaciones agudas sobre la técnica del montaje cinematográfico y sobre otros aspectos que le parecen decisivos en el cine, incluyendo una supuesta función psico-social profiláctica del mismo. No es, sin embargo, el cine realmente existente, dominado ya por la “modernidad americana” lo que motiva sus reflexiones, sino el cine como adelanto experimental de lo que puede ser la nueva obra de arte. Por esta razón no deja de tener en cuenta que el cine puede ser también el ejemplo de las aberraciones en las que la obra de arte puede caer si sólo emplea los nuevos procedimientos técnicos para insistir en la producción de obras de arte auráticas, traicionando la afinidad que ellos tienen con la esencia profana del arte.

  La decadencia del aura de la obra de arte no se debe, según Benjamin, a una acción espontánea que los progresos técnicos de la producción artística ejercerían sobre ésta, sino al empleo de los mismos en una perspectiva post-aurática, “vanguardista”.7 La pregunta acerca del origen de esa perspectiva se plantea entonces necesariamente. Una pregunta cuya respuesta por parte de Benjamin fue recibida con incomodidad, cuando no con incomprensión, incluso entre los amigos más cercanos a él.8 Gerschom Scholem, por ejemplo, no lograba encontrar el nexo filosófico entre la “concepción metafísica” del aura y su decadencia, en la primera parte del ensayo, y las elucubraciones marxistas acerca del nuevo arte, en la segunda parte del mismo. Cuenta Scholem: “En una conversación larga y apasionada sobre este trabajo que sostuve con él en 1938 respondió así a mis objeciones: ‘El nexo filosófico que no encuentras entre las dos partes de mi trabajo lo entregará, de manera más efectiva que yo, la revolución.’” (Scholem 1968, 151-52.) Y es que, para Benjamin, la respuesta a la pregunta acerca del fundamento de la tendencia anti-aurática en la historia del arte contemporáneo hay que buscarla en la resistencia y la rebelión de las masas contemporáneas frente al estado de enajenación al que su sujetidad política se encuentra condenada en la modernidad capitalista; actitudes que, según él, habían madurado durante todo un siglo y que, después de vencer al estertor contrarrevolucionario del nazismo, estarían en capacidad de consolidarse como una transformación postcapitalista de la vida social.

  Benjamin detecta el aparecimiento y la generalización de un nuevo tipo de masas humanas en calidad de substrato demográfico de la nueva sociedad moderna, el de las masas que se resocializan a partir de la propuesta práctica espontánea del “proletariado consciente de clase”, es decir, de los trabajadores rebeldes a la socialización impuesta por la economía capitalista. Son las masas amorfas, anonimizadas –cuya identificación moderna como masas nacionales se había debilitado catastróficamente como resultado de la Primera Guerra Mundial–, que están en busca de una nueva concreción para su vida cotidiana; una concreción que ellas prefiguran como de un tipo diferente, formal y transitorio, pero no menos potente que el de esas concreciones substanciales arcaicas que fueron manipuladas y refuncionalizadas en la modernidad capitalista para componer con ellas las identidades nacionales “eternas”.

  Detecta en las nuevas masas un nuevo tipo de “percepción” o sensibilidad, que sería la “rúbrica formal” de los cambios que caracterizan a la nueva época. Una nueva “percepción” o sensibilidad que trae consigo ante todo la “decadencia del aura”. Son masas que tienden a menospreciar la singularidad irrepetible y la durabilidad perenne de la obra de arte y a valorar en cambio la singularidad reactualizable y la fugacidad de la misma. Rechazan la lejanía sagrada y esotérica del culto a una “belleza” cristalizada de una vez por todas como la “apariencia de la idea reflejada en lo sensible de las cosas” (Hegel); buscan por el contrario la cercanía profana de la experiencia estética y la apertura de la obra a la improvisación como repetición inventiva.9 Son las masas de tendencia revolucionaria que proponen también un modo completamente nuevo de participación en la experiencia estética. (Kambas, 2000, 538.)

  Desentendidas de la sobredeterminación tradicional de la experiencia estética como un acontecimiento ceremonial, estas nuevas masas sociales plantean un nuevo tipo de “participación” en ella, lo mismo del artista que de su público. Afirman una intercambiabilidad esencial entre ambos, como portadores de una función alternable; introducen una confusión entre el “creador” de la obra, cuyo viejo carácter sacerdotal desconocen, y el “admirador” de la misma. La obra de arte es para ellas una “obra abierta” (Umberto Eco) y la recepción o disfrute de la misma no requiere el “recogimiento”, la concentración y la compenetración que reclamaba su “contemplación” tradicional. Aleccionadas en el modo de aprehensión de la belleza arquitectónica – que sería el de un uso transformador o un “acostumbramiento”–, su recepción creativa de la obra de arte, sin dejar de tener efectos profundos, es desapercibida, desatenta, “distraída”.

  El arte que que corresponde a este nuevo tipo de masificación en libertad, el arte post-aurático –que para quienes no quieren despedirse del aura sería un post-arte o un no-arte sin más–, es así un arte en el que lo político vence sobre lo mágico-religioso. Y su carácter político no se debe a que aporte al proceso cognoscitivo pro-revolucionario sino al hecho de que propone un comportamiento revolucionario ejemplar. (Marcuse, 1969, 58.) El nuevo arte crea “una demanda que se adelanta al tiempo de su satisfacción posible”; ejercita a las masas en el uso democrático del “sistema de aparatos” –el nuevo medio de producción– y las prepara así para su función recobrada de sujetos de su propia vida social y de su historia.

  La reflexión de Benjamin acerca de la obra de arte en la época de la nueva técnica culmina teóricamente en una distinción, que da fundamento a todo el vuelo utópico de sus discurso. Una sería la base técnica actual del proceso de trabajo social capitalista, continuadora de las estrategias técnicas de las sociedades arcaicas –dirigidas todas ellas a responder a la hostilidad de la naturaleza mediante la conquista y el sometimiento de la misma–, y otra, muy diferente, la nueva base técnica que se ha gestado en ese proceso –reprimida, malusada y deformada por el capitalismo–, cuyo principio no es ya el de la agresión apropiativa a la naturaleza sino el “telos lúdico” de la creación de formas en y con la naturaleza. Una nueva base técnica que implica una nueva manera de abrirse hacia ella o, en otro sentido, el descubrimiento de “otra naturaleza”. Tratar con el nuevo “sistema de aparatos”, en el que se esboza ya esta “segunda técnica”, requiere la acción de un sujeto democrático y racional capaz de venir en lugar del sujeto automático e irracional de la sociedad establecida, que es el capital en plan de autorrepeoducirse. El nuevo arte sería el que se adelanta a poner en acción a ese sujeto, el que le enseña a dar sus primeros pasos.

  Es difícil no coincidir con Werner Fuld, uno de los biógrafos de Walter Benjamin, cuando afirma: “Característico de este ensayo es que fue completamente extemporáneo”. (Fuld, 253-4) En efecto, pese a la fama indiscutible que ha tenido en la historia de la estética y la teoría del arte del siglo XX –baste mencionar la importancia que tuvo en la influyente obra de André Malraux o lo inspiradora que fue para el “cine de emancipación” de los años sesenta en Francia y Alemania–, hay que reconocer que su radicalidad excepcional lo mismo dentro de este campo que en el del discurso político es a tal punto extrema, que se ha vuelto un obstáculo para su lectura y su discusión generalizadas.10 Se trata, sin duda, de un escrito extemporáneo, pero habría que añadir que las razones de su extemporaneidad no son las que Fuld aduce: que el tipo de cine al que se refiere era ya del pasado y que la discusión sobre teoría del cine a la que pretendía contribuir había cesado diez años antes. Las razones son otras y de un orden diferente, y tienen que ver más bien con el abismo que, ya en el momento de su redacción, comenzaba a abrirse entre la historia en la que vivía su autor (la historia de la revolución comunista) y la historia que arrancaba precisamente del fracaso de la misma (del triunfo de la contrarrevolución); la historia que vivimos actualmente.

  Para reconstruir la figura del lector implícito como interlocutor de estas “tesis” de Benjamin sobre el arte moderno en la hora de su metamorfosis es necesario imaginarlo completamente diferente del común de los lectores de hoy; pensar en ese otro lector que habría podido estar en lugar del actual, si la utopía con cuya realización contaba el autor de las mismas se hubiera realizado efectivamente y no hubiera sido sustituida por una restauración de ese mismo mundo que parecía llegar a su fin en las primeras décadas del siglo pasado. Hay que intentar ver en lo que ahora existe de hecho el resultado de la frustración de un futuro que entonces podía ser pre-vivido en el presente como el resultado probable (y deseable) de sus conflictos. Pensar, por ejemplo, que la España que fue detenida y anulada en los años treinta por la Guerra Civil, y que fue concienzudamente olvidada durante el franquismo, tenía un futuro probable que gravitaba ya, desde su irrealidad, en la vida de los españoles de entonces y que habría diferido esencialmente del presente actual de España. Pensar que el presente actual de Europa se ubica en un continuum que nada tiene que ver con el futuro posible de aquella Europa anterior al nazismo, ese futuro en el que un socialismo propio, no importado de Rusia, era perfectamente realizable e incluso, adelantándose a cualquier “toma del poder”, se realizaba ya en determinadas dimensiones de la vida.

  De todas las lecturas críticas que han recibido estas “tesis” de Benjamin sobre la obra de arte, tal vez la más aguda y desconsoladora sea la que se encuentra en la base del capítulo intitulado “La industria cultural” en el famoso libro de M. Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Todo ese capítulo puede ser leído como una refutación de ellas, que si bien no es explícita sí es fácilmente reconstruible.(Lindner, 180 ss.) La revolución, que debía llegar a completar el ensayo de Benjamin, no sólo no llegó sino que en su lugar vinieron la contrarrevolución y la barbarie. Este hecho, cuyo adelanto experimentó Benjamin en la persecución nazi que lo llevó al suicidio, y que pudo ser sufrido y observado en toda su virulencia por los autores de la Dialéctica de la Ilustración, constituye el trasfondo del desolador panorama de imposibilidades que ellos describen para el arte y para el cultivo de las formas en general en el mundo de la segunda posguerra. En la antípoda de las masas proletarias soñadas por Benjamin, lo que ellos encuentran es una masa amorfa de seres sometidos a un “estado autoritario”, manipulada al antojo de los managers de un monstruoso sistema generador de gustos y opiniones cuya meta obsesiva es la reproducción, en infinidad de versiones de todo tipo, de un solo mensaje apologético que canta la omnipotencia del capital y encomia las mieles de la sumisión. La realidad de la “industria cultural” examinada en ese capítulo es el “mal futuro” que Benjamin detectó ya como amenaza en este ensayo suyo –en sus observaciones sobre la pseudo-restauración del aura en el culto de las “estrellas” del cine hollywoodense– y que vino a ponerse, como sustituto caricaturesco, en lugar del futuro revolucionario a la luz de cuya posibilidad examinaba él su propio presente.

  Nada obstaculiza más el acercamiento a la idea benjaminiana de un arte post-aurático que declararla simplemente una profecía fallida, después de haberla confrontado rápidamente con la historia efectiva del arte en la segunda mitad del siglo XX – historia que a todas luces ha caminado por vías muy alejadas de ella –. Es una comparación y un juicio que presuponen que la presencia de una producción artística de muy alta calidad en términos tradicionales durante todo este período aporta ya la prueba suficiente de que el arte como tal ha seguido existiendo efectivamente. Que olvidan que la función que esa producción artística solía cumplir en la vida cotidiana es un elemento esencial de su definición, y menosprecian el hecho de que tal función se haya vuelto secundaria para esa producción y que las obras de ésta sean ahora consumidas exclusivamente en una capa o un nicho aristocratizante de la sociedad, apartado de aquella circulación de formas que antes lo conectaba con la estetización espontánea de la vida. Mucho más sugerente es mirar esa idea benjaminiana como una profecía cumplida, pero mal cumplida. (Salzinger, 1973, 126 ss.) Observar que algo así como un arte post-aurático sí llegó en la segunda mitad del siglo XX, como lo presentía Benjamin, pero no como él hubiera deseado que lo hiciera, sino de otra manera: por el “lado malo”, que es, según decía Hegel en sus momentos pesimistas, el que la historia suele elegir ante una disyuntiva.

  En nuestros días, la “estetización” del mundo no se cumple ya a través de una formalización de la producción espontánea de arte bajo la acción de las “bellas artes”; ha dejado de ser, como sucedía anteriormente en la sociedad moderna, un efecto que se extiende sobre la vida cotidiana a partir de la producción artística tradicional (de la baja o de la alta cultura). Ahora es, por el contrario, el resultado de un cultivo “salvaje” de las formas de ese mundo en la vida cotidiana; un cultivo que se lleva a cabo dentro de las posibilidades “realmente existentes”, es decir, dentro de un marco de acción manipulado directamente por la “industria cultural” y su encargo ideológico. Se da, por ejemplo, a través de fenómenos como los actuales “conciertos” de “post-música”, que no implican simplemente una alteración de la forma concierto propia de la “alta cultura” sino una destrucción de esa forma y una sustitución de ella por “otra cosa”, cuya consistencia es difícil de precisar, dada su sujeción al negocio del espectáculo.

  La sobrevivencia del arte aurático, que sería la prueba fehaciente de lo desatinado de la utopía benjaminiana, presenta sin embargo indicios inquietantes. Con ella se repite, pero en términos generales, lo que sucedió ya con el teatro en la época del cine y con el cine en la época de la televisión: el arte aurático sigue existiendo de manera paralela junto al arte pseudo-postaurático, pero ha sido relegado a ciertos nichos que son tratados como négligeables por el sistema de la industria cultural y sus mass media o, en el mejor de los casos, integrados en ella como “zonas de investigación” y de “caza de talentos”. Pero, sobre todo, desentendido de este hecho y convencido de la calidad superior de sus obras, el arte aurático que se ha sobrevivido a sí mismo en la figura del “arte moderno” se contenta con repetir ahora aquello que hace un siglo fue el resultado de un movimiento revolucionario, el fruto de la ruptura vanguardista con el tipo de arte solicitado por la modernidad capitalista; se limita a convertir esa ruptura en herencia y tradición.

  Walter Benjamin fue de los últimos en llegar al comunismo clásico y fue tal vez el último en defenderlo (con una radicalidad que sólo se equipara a la de Marx, potenciada por el utopismo fantasioso de Fourier, a quien tanto admiraba).11 El suyo no era el comunismo del “compañero de ruta”, del intelectual que simpatiza con el destino del proletario explotado o que intenta incluso entrar en empatía con él, sino el comunismo del autor-productor judío, proletarizado él mismo, e incluso “lumpenproletarizado”, en la Alemania del “detenible ascenso” del nazismo. (Brodersen, 239) Desde esta posición es desde donde puede permitirse escribir las últimas frases de su ensayo: Con la estetización que el fascismo introduce en la política, la humanidad autoenajenada, transubstanciada en esa entidad que Marx llamó “el sujeto sustitutivo”, “el valor autovalorizándose”, llega a tal grado en esa autoenajenación, que se vuelve una espectadora de sí misma capaz de disfrutar “estéticamente” su propia aniquilación. El comunismo, como proyecto histórico dirigido a revertir esa enajenación, responde al fascismo con la “politización del arte”, con la práctica del arte como adelanto ejemplar del futuro comunista.

 

REFERENCIAS


* Una primera versión de este ensayo fue publicado como Introducción a Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Trad. Andrés E. Weikert, México Ed. Itaca, 2003. Una versión revisada y ampliada por el autor se incluye en Javier Sigüenza (compilador), Contracorriente: filosofía, arte y política. México, Afinita Editorial 2009. Publicado en esta web bajo una licencia Creative Commons 2.5: Atribución-NoComercial-SinDerivadas.

^ 1 El autor se refiere al libro traducido al castellano como El origen del drama barroco alemán.

^ 2 El autor se refiere al título directo en alemán: Das Passagen-Werk, GS, V-1 y 2; y que ha sido traducido en al castellano como El libro de los pasajes.

^ 3 “La intención de Benjamin apunta hacia un estado de cosas en el que las experiencias esotéricas de la felicidad se hayan vuelto públicas y universales.” (Habermas 1972, 199).

^ 4 Un examen minucioso del concepto de “aura” en Benjamin se encuentra en: Furnkäs, 2000. cfr. también: Weber 1974, 94 ss.

^ 5 Eva Geulen (2002, 88 ss.) examina con agudeza la presencia de la idea hegeliana de la “muerte del arte” en este ensayo. Véase también: Eco 2002, 261 ss.; Gadamer 1989, 63 ss.

^ 6 Brecht especula acerca de un tipo desconocido de obra de arte que aparecerá probablemente cuando el mercado deje de ser la instancia que determina la validez social de los objetos. Entre tanto, mientras ésto aún no sucede, aquello que se produce y se consume como mercancía en lugar del antiguo tipo de obras de arte sería algo que podemos llamar simplemente una “cosa”. De esa “cosa”, cuando su consistencia se desvanezca junto con la centralidad determinante del mercado, en la nueva obra de arte que podrá aparecer no quedará, según él, ni el recuerdo. Ya antes de él, Flaubert (en una carta a Louise Colet) especulaba también: “La belleza llegará tal vez a convertirse en un sentimiento inútil para la humanidad, y el Arte ocupará entonces [abriéndose un espacio en el quadrivium] un lugar intermedio entre el álgebra y la música.”

^ 7 Nada más errado, por ello, que la observación de G. Vattimo de que “con el texto de WB se completa el paso de la significación utópico revolucionaria a la tecnológica del fin del arte” (Vattimo 1989, 59).

^ 8 Así, por ejemplo, B. Brecht, resistente a toda definición no ilustrada de “naturaleza” o de “técnica”, después de su lectura, anota en su Diario de trabajo: “todo pura mística, bajo una actitud antimística. vaya manera de adaptar la concepción materialista de la historia! Es bastante funesto!” (Arbeitsjournal, t. I 1973, p. 16.) Th. W. Adorno, por su parte, en su carta a Benjamin del 18 de marzo de 1936 (Adorno y Benjamin, 1994, 171-72.) le objeta un cierto “anarquismo” en su idea de un arte “democrático” y “distraído” y le acusa de un romanticismo que tabuiza a la inversa a la barbarie tan temida, idolatrándola si es de origen proletario. Adorno confunde la técnica sólo formalmente subsumida por la profanidad en el arte de las vanguardias con la técnica subsumida realmente a ella, que es de la que trata Benjamin y que da fundamento a ese nuevo tipo de arte que estaría aún por venir.(Wawrzyn, 1973, 68.)

^ 9 “Lo esencialmente lejano es lo inacercable: de hecho, la inacercabilidad es una de las cualidades principales de la imagen de culto.” (Benjamin 1969, 157.)

^ 10 La lejanía de este texto para los lectores que le hubieran correspondido tiene además no poco que ver con el hecho de que fuera elegido por Horkheimer para aparecer primero en francés, antes que en alemán, en el que fue escrito originalmente, en señal de reciprocidad al hospedaje que la Librairie Félix Alcan había brindado a las ediciones del Instituto, una vez que éste se vio obligado a huir de su sede natural en Frankfurt como resultado de la represión nazi. La versión francesa de Pierre Klossowsky es admirable en muchos aspectos, aunque tiende a suavizar la radicalidad política y a simplificar en ocasiones el significado muchas veces enrevesado del texto. Se trata de una versión retrabajada por la redacción de la revista en medio de fuertes discrepancias con el autor, y en la que se observa, como dice otro de los biógrafos de Benjamin, que “la censura [ejercida por Horkheimer y Adorno] desde New York funcionó implacablemente”.(Witte 1985, 111.)

^ 11 Benjamin pensaba de sí mismo que era “el primero en formular dialécticamente una estética revolucionaria”.

 

BIBLIOGRAFÍA

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