De la academia a la bohemia y más allá*

Bolívar Echeverría


El que imita hace que una cosa se vuelva presente.
Pero se puede decir también que juega a ser esa cosa,
tocando con ello la polaridad que se encuentra en el fondo
de la mímesis.

Walter Benjamin**

El aparecimiento de las “vanguardias artísticas” del “arte moderno” introdujo toda una revolución en la manera de hacer arte que era propia de la época moderna: esta apreciación tiene un amplio consenso entre los tratadistas del arte y de la historia del arte. Un completo desacuerdo reina, en cambio, en la interpretación de este hecho. ¿En qué consistió propiamente esa revolución? Las ideas que propongo a continuación pretenden contribuir a la discusión que busca una respuesta a esta pregunta –espero que para aclararla y no para confundirla aún más-.

  El hecho mismo de esta revolución ha sido objeto de innumerables descripciones; escojo una al azar, bastante representativa:

  “Los creadores del arte moderno, especialmente en la pintura, entendían lo siguiente por mímesis o imitación de la naturaleza: una reproducción lo más fiel posible de las cosas reales, percibidas sensorialmente. Veían en el “naturalismo” el cumplimiento de este principio de una repetición “fiel al aspecto natural” que ofrecen las cosas. Por su parte, los contemporáneos de estos artistas consideraron inaceptable el atrevimiento de su obra cuando vieron que, al retratar los objetos, comenzaban a alterar arbitrariamente sus formas y sus colores y a hacer abstracción de la realidad observable hasta el punto en que se volvía imposible reconocer qué de las cosas conocidas por todos era lo que estaba representado en el mundo de las imágenes. Se comenzó entonces a hablar del arte “abstracto” y se vio en él el polo contrario más extremo frente al arte naturalista.1

  Si examinamos la revolución del arte moderno descrita de esta manera lo que salta a la vista es el hecho de que, con ella, parece haberse dado un vuelco o giro de 180 grados en la ubicación del objetivo o telos perseguido por los artistas en su trabajo: de dirigir su esfuerzo a la meta de aumentar la cercanía que el parecido o similitud de lo formado en su obra guarda con el modelo exterior a ella, estos artistas pasaron a encauzarlo precisamente hacia la meta contrapuesta: hacer presente, enfatizar y exagerar incluso, la inmensa lejanía de esa similitud, aunque sin dejar de suponerla en última instancia. Se diría que no están interesados en maximizar la cercanía o minimizar la lejanía de esa similitud; que lo que persiguen no es una representación del modelo capaz de producir un conocimiento “estético” del mismo, mientras más verista más gozoso, sino, por el contrario, en establecer una muy peculiar asociación mimética con él, que se despreocupa de su evidente falta de verismo, pues lo que le interesa es otra cosa: producir un desquiciamiento del hecho de “representar” en cuanto tal. Más en general, son artistas que parecen rechazar la posición de poder desde la que el artista convierte al mundo en simple “modelo” de sus reproducciones y hace del público un simple espectador o receptor pasivo de las mismas. Que además parecen dudar profundamente de que una obra de arte pueda cerrarse o concluirse jamás mientras haya alguien –aunque sea el mismo pero en otro momento- que aún no ha disfrutado de ella. Para ellos, la obra de arte se hace con el fin de vivir en el mundo de una manera especial, y no con el de dominarlo. Por esta razón ella es sobre todo algo más que un producto que el “creador” ha alcanzado y que entrega al “espectador”; salta por encima de la separación de funciones entre emisor y receptor. Está hecha para quedar siempre “inconclusa”, pues este último, que es quien en verdad la completa, nunca termina de ser un receptor diferente.

  Suele reconocerse en la obra de los pintores impresionistas el comienzo de la historia de las “vanguardias” del “arte moderno”. En efecto, la rebelión ante la tarea impuesta al arte por la modernidad consiste en que, más allá de “dejar a medias” la obra de arte, en estado de “mero bosquejo”, según les parecía a sus contemporáneos, lo que hacen es explorar intencionalmente en ella su ser necesariamente un “bosquejo”, una representación que no cumple su propósito porque duda de sí misma como tal.

  Al sustituir la percepción precisa, analítica, de la obra de arte por otra difusa, “gestáltica”, el impresionismo se aparta de la creación/contemplación de la misma que la venía tratando como un objeto cerrado y terminado. La precisión verista o el “acabamiento” realista de la misma, que estarían dirigidos a pasar un examen epistemológico, no sólo resulta para él un rasgo o “virtud” inútil, inesencial de la obra de arte, sino que implica toda una traición al tipo de percepción que correspondería a la misma. Paradójicamente, una “recepción gestáltica”, “desatenta” o “no reconcentrada” -para hablar como lo hará más tarde Walter Benjamin- no es necesariamente el indicio de una indiferencia del receptor ante la obra de arte, sino todo lo contrario, como es notorio en la “recepción” intensa pero subliminal o subconsciente que tienen las obras arquitectónicas (cuyo consumo en tanto que valores de uso se da bajo el modo de un habitarlas que al hacerlo las “interpreta” como si fueran una partitura); es una recepción que consiste más bien en una peculiar contribución al “acabamiento” o la realización plena de la misma, en una participación que no sería ex post factum, ante la obra concluida, sino que estaría siempre en acto, pues forma parte esencial de la performance que hace de ella una ocasión de experiencia estética.

  Resulta perfectamente comprensible la reacción que provocaron en sus contemporáneos los artistas “modernos” rebeldes a la modernidad, la de expulsarlos del oficio que la sociedad burguesa tiene consagrado como “arte”, calificando de “no-arte” lo que ellos hacían. No se engañaban al sospechar que la actitud de estos “no-artistas” implica un desacatamiento, cuando no una verdadera rebelión –retadora y escandalosa- contra el encargo o la encomienda determinante que la civilización moderna ha hecho al oficio de artista. Dentro de este proyecto civilizatorio, al artista le corresponde entregar a la sociedad imágenes de la vida, del mundo y sus objetos, en las que éstos se encuentren retratados o imitados lo más fielmente posible, con el fin de que así, al ser percibidos sensorialmente, reconocidos en su representación, provoquen en quienes aprecian tales imágenes el placer de apropiarse de lo que ellas representan. La obra de arte solicitada por la sociedad moderna capitalista debe completar la apropiación pragmática de la realidad –la naturaleza y el mundo social, sea real o imaginario- que el “nuevo” ser humano lleva cabo a través de la industria maquinizada y el peculiar conocimiento técnico-científico que la acompaña. Y lo hace de una manera especial; la apropiación que ella entrega de esa realidad es por un lado indirecta y por otro directa: indirecta, porque, en el objeto que ella vuelve apropiable, la realidad misma no está allí sino sustituida o “representada” por un símbolo o simulacro suyo; y directa o placentera (“estética”) porque el símbolo que representa esa realidad es aprehendido como una especie de “adelanto” cognitivo sensorial de la “verdadera” apropiación de la realidad, la apropiación pragmática, que se cumple con los productos del trabajo humano industrializado. Obras como las del “arte moderno” y sus “vanguardias” que, lejos de halagar este afán de apropiación simbólica del mundo, lo cuestionan y hacen burla de él, son en principio obras inaceptables que deben ser excluidas de la vida normal o formal consagrada por la modernidad capitalista.2

  El planteamiento de los artistas “de vanguardia” –que se manifiesta sobre todo en la práctica, aunque también en la teoría- impugna ese encargo o “misión” que la modernidad adjudica al arte; denuncia la intención reduccionista que hay en él y que disminuye o rebaja esencialmente el orden de la actividad humana al que pertenece la actividad artística en tanto que promotora principal de esa experiencia sui generis que es la experiencia estética; se rebela contra la convicción moderna capitalista de que el goce estético tiene su dimensión más adecuada en el orden esencial de la apropiación cognoscitiva del mundo. Su actitud es profundamente anti-cognoscitista.

  Es preciso recordar aquí que esta actitud de desacatamiento del encargo moderno al arte no aparece recién en la segunda mitad del siglo XIX. Ya antes, durante toda la historia moderna, fue la actitud que estaba secretamente en la base de la producción de los artistas más fascinantes, desde el Renacimiento hasta el Romanticismo: de Miguel Ángel y Da Vinci a Goya y Delacroix, pasando por el Tiziano, Velázquez o Rembrandt, por mencionar sólo la pintura y sólo unos cuantos nombres famosos. En las obras de todos ellos es notorio que el acto de la representación o imitación de la realidad se encuentra subordinado al modo en que se lleva a cabo, un modo que es en sí mismo cuestionador del hecho del representar y que sólo fue apreciado entonces como una “maniera” o estilo inconfundibles, un toque o “aura” singular e irrepetible. Ya Kasimir Malevich, en el Manifiesto Suprematista de 1915, observó agudamente: Hay en la historia del arte a partir del Renacimiento un modo de producir objetos representativos de la realidad exterior a ellos que exige un trabajo sobre la objetividad misma del objeto representado y que lleva a esa objetividad hasta el límite de la evanescencia. Es el trabajo que se distingue por debajo de las obras de estos artistas excepcionales. En efecto, la actitud rebelde al mandato que subordina lo estético a lo cognoscitivo no es extraña a todo lo largo de la historia del arte en la época en la moderna; lo que sucede es que, de ser excepcional y no deliberada en los siglos anteriores, pasa a generalizarse y a volverse militante y programática a finales del siglo XIX.3

  Las vanguardias del “arte moderno” proponen un vuelco o giro de 180 grados en el télos del arte: de perseguir el conocer placentero de una apropiación cognoscitiva inmediata en la representación del mundo pasan a buscar simulacros del mundo capaces de provocar un desquiciamiento gozoso de la presencia aparentemente natural del mismo. Más radicalmente, se trata de un vuelco o giro que trae consigo la propuesta de una re-definición de la esencia del arte, de una re-ubicación de su pertenencia dentro del conjunto de la existencia humana: de tener el arte su matriz en el comportamiento social de la producción pragmática debe pasar a tenerla en otro de un orden completamente diferente, el comportamiento del dispendio festivo.

  En la segunda mitad del siglo XIX el artista efectúa un desplazamiento que, más allá de la anécdota, tiene mucho de “sintomático”: cambia de residencia. Abandona la Academia y se adscribe a la Bohemia. Su lugar deja de estar en los talleres destinados al oficio, bien dotados pero alejados de la vida popular; lo encuentra ahora en lugares como el Moulin de la Galette, donde la vida se libera de su compulsión productivista. El “no” a la representación pragmática que este arte “alter-moderno” -más que “moderno”- pone en práctica se acompaña de un ”sí” a la mímesis festiva, trae consigo el proyecto de un re-centramiento de la esencia del arte en torno a la que fuera su matriz arcaica, pre-moderna: la fiesta. El rechazo a la academia y la predilección por la bohemia expresan en medio de la ebullición progresista de París, “capital del siglo XIX”, este profundo cambio en el escenario vital reconocido como propio por la actividad artística.

  La fiesta suele entenderse como un hecho secundario dentro de la vida normal, como un acto de catarsis en el que ella se deshace más o menos periódicamente de la energía bruta o salvaje que ha sobrado y se ha acumulado después de la represión a la que debe someterla la vida civilizada a fin de garantizar la vigencia de sus formas. Mirar en ella otra cosa que no sea un mero apéndice de la vida productivista o, más aún, considerarla como un modo de ser esencial de la existencia humana, de jerarquía perfectamente equiparable si no es que superior a la de modo de ser no festivo, es algo que sólo pudo aparecer después del libro de Nietzsche sobre la Tragedia griega, contemporáneo tanto del surgimiento del proyecto comunista de una modernidad alternativa a la capitalista como del nacimiento del llamado “arte moderno” y sus vanguardias.4

  En la existencia festiva, el ser humano parece encontrarse “fuera de sí mismo”, si se supone que el estar “en sí mismo”, que sería lo más deseable, corresponde exclusivamente a la existencia entregada por entero a la actividad reproductora de la especie y de los “bienes terrenales” necesarios para sustentarla. En efecto, los mismos lugares en los que discurre la existencia productivista son sometidos a una transfiguración para fines de la existencia festiva; el tiempo mismo se desentiende del ritmo mecánico del movimiento pragmático y se atiene ahora a otros, completamente alterados; el propio cuerpo humano que produce y se reproduce se ve acondicionado para ella por alimentos, bebidas y olores inusuales, embriagadores o alucinantes; el mundo de la rutina se encuentra convertido en “otro mundo”. Si no abolidos, el télos y las normas de la existencia pragmática parecen suspendidos, fuera de vigencia, remplazados temporalmente por otras instancias imprecisas que sólo aproximadamente pueden ser llamadas “télos” y “normas”. Y es que la existencia festiva consiste en un simulacro: en su “mundo aparte”, de trance o traslado, sobre un escenario ceremonial construido ex profeso, hace “como si”: juega a que gracias a ella, a su desrealización teatral de lo real, a su puesta en escena de un mundo imaginario, aconteciera por un momento un vaivén de destrucción y reconstrucción de la consistencia cualitativa concreta de la vida y su cosmos; un vaivén de anulación y restablecimiento de la subcodificación que en cada caso singulariza o identifica a la semiosis humana, y por lo tanto un ir y volver que de-forma y reforma las formas vigentes en la estructuración de un “mundo de la vida” determinado. La experiencia del éxtasis en torno a la que se desenvuelve la existencia festiva es la de un retorno mimético al statu nascendi de la contraposición entre cosmos y caos, al estado de plenitud de cuando la subcodificación de la semiosis humana se está constituyendo, lo informe está adquiriendo forma y lo indecible está volviéndose decible; de cuando la objetidad y la sujetidad están fundándose.

  “Fuera de sí”, el ser humano de la existencia festiva da sin embargo indicios de ser indispensable para el que está “en sí”, el no festivo, básico o normal, que se postula a sí mismo como prioritario. Es como si, paradójicamente, por debajo del telos manifiesto de éste -la acumulación del producto y la procreación-, su existencia productivista supusiera otro, secreto, que ella debe mantener reprimido, pero sin el cual no puede seguir adelante porque es la condición sine qua non del primero: el telos de la satisfacción ilimitada del productor, del consumo dispendioso de los “bienes terrenales” producidos por él, ese telos precisamente que parece ser el que guía a la existencia festiva.

  La fiesta es la versión más acabada del comportamiento del homo ludens estudiado por Huizinga. Se conecta con el juego como el segundo tubo de un telescopio lo hace con el primero. Es en verdad el mismo juego, pero en un nivel o escala “superior”: ha pasado de ser la “puesta en contingencia” de la necesidad de todo cosmos en cuanto tal –de la vigencia de su capacidad de dar normas o reglas- a ser la “puesta en contingencia” de la necesidad de la forma de ese cosmos como un mundo de la vida concreto o identificado –de las realizaciones concretas de las reglas o normas cósmicas-. Se trata de un juego que trabaja ahora, no abstractamente sobre la factualidad del cosmos como sistema formal sino sobre la factualidad substancial del mismo: sobre la clave cualitativa de la totalidad de formas de un mundo de la vida concreto.

  En la fiesta tiene lugar una ruptura o interrupción virtual y pasajera del modo ordinario de la existencia humana mediante la irrupción disruptiva en medio de ella de lo que podría acontecer en el modo extraordinario de la misma. Es como si, en ella, el caos -lo otro, humanizado o “domesticado” como la contraparte del cosmos humano- hiciera un gesto de amenaza, fingiera hacer estallar esa humanización o “domesticación” que lo tiene aherrojado, destruirla (así sea, lúdicamente, para reconstruirla después).

  Sea en la versión pública, abiertamente ceremonial, del individuo colectivo o en la versión íntima e improvisada del individuo singular –cuyo ejemplo sería por antonomasia el estado de amor pasional-, la existencia festiva reactualiza miméticamente y de manera enfática y concentrada el fundamento mismo del modo peculiar del ser humano, esto es, la libertad, la capacidad de crear órdenes necesarios a partir de la nuda contingencia. Lo hace después de encontrar ese fundamento en los brotes excepcionales que hay de él en la existencia productivista ordinaria o cotidiana, así como en la memoria que queda de cuando se manifestó originariamente en la existencia extraordinaria, y en el deseo de que vuelva a manifestarse.

  “Definida como uno de los dos hemisferios o las dos dimensiones de la vida cotidiana -el rutinario, pragmático o productivista y el disruptivo, dispendioso o lúdico-, la existencia festiva vuelve evidente una bipolaridad o “maniqueísmo” estructural que parece caracterizar al modo de ser humano, con sus dos comportamientos contrapuestos y complementarios: el que corresponde al momento ordinario de la existencia, que sería un comportamiento automatizado u orgánico, autoconservador y “esencialista”, y el que corresponde al momento extraordinario de la misma, que sería libre o trans-natural, autocuestionador y “existencialista”. Lo mismo en su versión política que en su versión privada, el comportamiento en libertad –que se afirma como una trans-naturalización o transcendencia del automatismo animal- sólo puede ser un hecho inestable y efímero, pues toda estabilidad y permanencia implica una esencialización o “re-naturalización” que vendría a negar ese trascender. Es como un brote excepcional en medio del continuum rutinario de la existencia cotidiana, pragmática y productivista; un brote que debe desvanecerse para que el otro comportamiento básico del ser humano, el comportamiento orgánico o automático, retorne dialécticamente, y él se convierta de nuevo en motivo de añoranza.

  El hemisferio disruptivo-festivo de la existencia cotidiana pone en escena este segundo modo de comportamiento del ser humano, el modo extraordinario o libre; enfatiza su diferencia radical respecto del comportamiento ordinario, orgánico o automático.

  Es bien sabido: toda obra de arte o, más en general, todo acto de consecuencias estéticas, aunque no lo haga necesariamente de manera espectacular o escandalosa, como lo hace la fiesta, introduce de manera esencial recortes espacio-temporales de excepción dentro del continuum pragmático-funcional que caracteriza a todo espacio-tiempo habitado por la vida productivista. La mímesis o teatralidad –esto es, el uso poético de la palabra, el movimiento dancístico del cuerpo, la musicalización del sonido, el reacomodo arquitectónico del espacio- “desentona”, interfiere, es disfuncional y choca con la buena marcha productiva de la vida cotidiana. La representación pintada en un cuadro, por ejemplo, interrumpe la continuidad funcional de la superficie del muro hecho para proteger ese micro-cosmos que es el recinto de la habitación humana; la obra escultórica hace lo mismo con la continuidad funcional del volumen espacial abarcado por él. Los hechos artísticos son como burbujas o instantes de dispendio improductivo, injustificado, lujoso, en medio de la masa compacta de la vida y del mundo entregados al pragmatismo y al productivismo que garantizan la supervivencia social durante toda la “era neolítica” o “de la escasez”. Si son aceptados dentro de ese espacio-tiempo es gracias a un compromiso que la vida rutinaria acepta cerrar con esa otra dimensión con la que comparte la vida cotidiana, una dimensión que, siéndole heterogénea, extraña, implicando una ruptura de su continuum, parece sin embargo resultarle a la vez indispensable, complementaria: la dimensión lúdica, festiva y estética.

  El resultado de la actividad artística -la “obra de arte”- induce o al menos propicia la experiencia de esa mímesis de un mundo que se ha transfigurado ya durante la fiesta; prepara la repetición de esa experiencia extática con la que ésta repitió a su vez aquel tránsito primero que lleva a lo humano a autoafirmarse concretamente en esa diferenciación respecto de “lo otro”, a inventarse un código y al mismo tiempo una subcodificación identificadora para la innervación semiótica del comportamiento específicamente humano.

  Presencia disfuncional en medio de la vida rutinaria, la obra de arte engaña con su consistencia cósica, con su aparente trans-temporalidad o permanencia; anclada en el material del que está hecha –la palabra, el espacio, el sonido, el color, la consistencia material, el olor, el sabor, etcétera- y segura de seducir alguno de los sentidos del animal humano –la atención mental, la vista, el oído, el olfato, etcétera-, pareciera que para ser tal no requiere entrar “en estado de fusión” retrotrayéndose a la consistencia dinámica de una actividad artística compartida que es la suya en verdad; pareciera bastarse a sí misma y no necesitar de nada ni nadie para suscitar en los humanos la experiencia estética. Esta fetichización de la obra de arte, que pretende eliminar de ella el momento “performativo” -de invasión disruptiva en el automatismo cotidiano- del que ella proviene y que se reactualiza con ella; que busca anular aquel acto en que, quien la disfruta, al disfrutarla como ella lo exige, la “completa”, es uno de los fenómenos característicos que se dan en torno a la obra de arte programada en la modernidad capitalista y que la revolución del “arte moderno” se propuso superar.5

  Al hablar de las vanguardias del “arte moderno” y señalar que su actividad gira en torno al modo festivo de la existencia humana, y no al modo productivista y pragmático de la misma, se sugiere aquí que ella supone o propone una definición del arte radicalmente diferente de la que prevalece en la modernidad capitalista y a la que uno de los principales vanguardistas, Pablo Picasso, llegó en su práctica pictórica después de examinar el tipo de “representación” que implican las figuras escultóricas del arte africano. Una definición según la cual el arte se autoafirma como una mímesis de segundo grado, que no imita la realidad sino la desrealización festiva de la realidad; una mímesis que no retrata los objetos del mundo de la vida sino la transfiguración por la que ellos pasan cuando se encuentran incluidos en otra mímesis, aquella que la existencia festiva hace del momento extraordinario del modo de ser humano.6

  Cuando Giorgio De Chirico propugna una “obra de arte metafísica” que bajo su aspecto realista, sereno, “da sin embargo la impresión de que algo nuevo debe estar sucediendo en aquella misma serenidad y que otros signos, más allá de los ya evidentes, deben estar actuando desde abajo sobre el rectángulo del lienzo”; cuando un Kandinsky o un Brancusi invocan la “espiritualidad” de la creación plástica; cuando Kasimir Malevich habla de que “en el arte debe prevalecer una “supremacía absoluta” de la sensibilidad plástica pura por encima de todo descriptivismo naturalista” y propone buscar “un arte no objetivo, en el que lo figurativo o representativo esté totalmente anulado” (“mi obra Cuadrado blanco sobre fondo blanco, dice, no era tanto un cuadro vacío, un icono borrado y puesto en marco, sino una invitación a percibir lo no objetivo o lo objetivo in statu nascendi”); cuando Marcel Duchamp tacha al artista como creador y lo subraya como “encontrador”; cuando Vladimir Tatlin se refiere a la “otra movilidad que hay en la inmóvilidad de la escultura”; cuando Arnold Schönberg afirma la posibilidad de una “música absoluta”, atenida exclusivamente a “su propio lenguaje”; cuando Bertolt Brecht teoriza sobre su “teatro épico” como una mimesis autoconciente; cuando Dziga Vertow distingue entre la función del ojo humano y la realidad represora de la mirada y propone al cine como liberador de la vision; cuando Adolf Loos, y más aun el Bauhaus, se empeñan en encontrar una “funcionalidad” del espacio arquitectónico que es capaz de trascender “desde el vacío” la que corresponde a su habitabilidad pragmática, todos ellos plantean el problema de una práctica del arte que saca a éste del ámbito en que parece ser una representación de la vida y el mundo, dirigida a un tipo especial, “estético”, de apropiación cognoscitiva de los mismos; una práctica nueva que lo traslada a otra esfera, en la que su relación con ellos es de un orden diferente. Este orden es el que se intenta definir aquí como el de una mímesis de segundo grado, referida a una primera, festiva, en la que, con necesidad, el ser humano reafirma en la región de lo imaginario la especificidad de su ser libre en medio del automatismo igualmente necesario de su existencia.7

  El paisaje pintado no reproduce el paisaje que está extra muros del recinto humano sino el que rodeó y fue el trasfondo a la fiesta; reproduce lo que acontece con lo otro, lo no humanizado, al aceptarse y entregarse, en un caso singular, como el fondo caótico de un cosmos humano que, él también, por su parte, se acepta y se afirma a sí mismo en calidad de una versión más, aunque especial, de eso otro.

  No es la manzana real, pragmático-empírica, que adorna la mesa y llama a ser mordida y a endulzar y refrescar la boca, la que está pintada, retratada o representada en el cuadro de Cézane. Pero es innegable que en él hay algo así como una “representación” de “esta manzana”. Podría decirse que lo que en él está representado es una especie de “proto-manzana”: el fruto del manzano, en tanto que visto, olido, tocado, mordido y saboreado, pero todo ello sólo mientras acontece el momento de reactualización festiva de un hipotético hecho fundante en que el manzano habría dejado de pertenecer sólo a la cadena ecológica y habría aceptado convertirse sobre todo en alimento humano, en vehículo de una forma gustativa (un sabor), de una significación práctica inventada o creada por el ser humano, improvisada e introducida por él allí donde antes no había nada. No el objeto de la praxis productivo-consuntiva sino el “fantasma festivo” de ese objeto es lo que el pintor tiene ante sí como “modelo virtual” para su trabajo de “reproducción”.8   El arte sería así la actividad humana que se concentra en el intento de repetir, en condiciones de una cotidianidad no festiva, la experiencia que acontece en el recorte espacio-temporal de aquella mímesis festiva que reactualiza alucinadamente ese espacio-tiempo profundo -sea en lo hondo del tiempo pasado o en lo hondo de la “jetztzeit” o el “tiempo del ahora”, del que habla W. Benjamin- en el que un primer tránsito, fundador del “cosmos”, hace que la vivencia de “lo otro” como tal, que sería “insoportable” (como la presencia del “ángel de lo bello” en la Elegía de Rilke) sea efectiva, esto es, que aquello absolutamente “inefable” se vuelva una contrapartida del cosmos y sea ya sólo un “caos” o vaciedad de sentido; que lo indistinguible se vuelva palpable, audible, visible, y adquiera consistencias, olores y sabores, tonalidades y ritmos, perfiles y colores; que lo informe se convierta en una presencia perceptible, dotada de forma; que lo indecible y desconcertante resulte decible y concertador.

  “Dos observaciones finales sobre la reactualización de la actividad artística como una mímesis de la mímesis festiva.

    A. La rebelión del “arte moderno” contra el programa artístico de la modernidad capitalista, su reubicación de la esencia del arte en el modo festivo de la existencia humana, lo conduce necesariamente hasta el nivel más radical de la ruptura del acontecer cotidiano que esa existencia implica, aquel en el que ella, al mimetizarlos, cuestiona hasta los rasgos más elementales y decisivos de la “forma natural” arcaica, del modelo civilizatorio básico, neolítico, que prevalece aún por debajo de la vida humana moderna y su mundo. El “arte moderno” sólo es propiamente moderno -es decir, otra cosa que moderno-capitalista- en la medida en que su mímesis, que se lleva a cabo en una época de replanteamiento crítico de la esencia de la modernidad y su deformación capitalista, llega a poner en juego la concreción occidental arcaica de esa “forma natural” o la identificación occidental básica de esa estructura civilizatoria. Dicho en otras palabras, en la medida en que llega a profanar, desacatar y hacer burla del canon que refleja el ideal o la propuesta de perfección de esa “forma natural”; en la medida en que alcanza a poner en duda y relativizar su definición práctica de “la belleza”.

  Para estos artistas occidentales, la “belleza” occidental deja de ser el objeto privilegiado de la experiencia estética, dado que ella consiste en haber alcanzado el grado más alto posible de “casticidad” o “clasicidad”, es decir, de fidelidad a un “subcódigo” concretizador o identificador del código de la semiosis humana que pertenece a todo ese tipo de subcódigos que es precisamente el que entra en crisis con la modernidad (pues son subcódigos que debieron ser construidos en medio de la escasez premoderna neolítica, es decir, de la hostilidad recíproca insalvable entre el ser humano y la naturaleza).9

  El adios a la belleza castiza, el “anti-clasicismo” como “anti-casticismo”, había comenzado ya en tiempos de Delacroix y el “malestar con Occidente”; se prolongó en el “orientalismo” del “modernismo” y llego a culminar en el “africanismo” de Picasso, al que poco más tarde se sumarían todos los abominables “ismos” que fueron reunidos por la cultura oficial del estado nazi para montar la magna exposición “Entartete Kunst” (“arte degenerado”) en 1938. La “fealdad” de una “señorita de Avignon” (si se la compara con la belleza de una de las mujeres pintadas por Ingres en un harén) no es para los artistas de vanguardia un obstáculo, sino por el contrario el mejor de los accesos a la experiencia estética.

    B. A mediados del siglo XIX apareció en Europa ese movimiento social y político que se autodenominó “comunismo” y que desde entonces pretende transformar la “sociedad burguesa” o “moderna“ mediante una revolución capaz de sustituir el modo capitalista de reproducir la riqueza, sobre el que ella se sustenta –un modo de reproducción que impide al ser humano ejercer su autarquía política y que necesita explotar sin piedad a los productores e incluso eliminar a muchos de ellos-, por otro modo de organizar la vida social en el que, dentro de la abundancia de bienes, que ya es alcanzable, prevalezcan la libertad, la igualdad y la fraternidad. En tanto que revolucionario, ese movimiento se trasladaba fuera de la política cotidiana, se ubicaba en la dimensión extraordinaria de lo político, allí donde la libertad propia de la existencia humana se ejerce en toda su radicalidad al fundar y volver a fundar las formas elementales de la convivencia humana. Los revolucionarios, los que se habían entregado a “cambiar el mundo, cambiar la vida”, avanzaban sobre la misma calle por la que transitaban los artistas “revolucionarios” o vanguardistas del “arte moderno”. La confusión era inevitable. Para muchos, la revolución en el ámbito de lo imaginario y la revolución en el plano de lo real parecieron ser una y la misma cosa.

  En efecto, el modo festivo de la existencia humana, en referencia al cual el arte de las vanguardias afirma su especificidad, se encuentra en una relación mimética con el acontecimiento extraordinario por excelencia que es el de fundación o re-fundación de las formas concretas lo mismo de la socialidad humana que de la interrelación con lo otro, lo no-humano, es decir, con el acontecimiento de la revolución. El arte comparte con la fiesta su carácter de revolución efímera. Hay que añadir a esto que, para completar su propia “revolución”, las vanguardias del “arte moderno” necesitaban que una revolución se realizara también “en la vida”, una revolución que ellas veían comenzar teniéndoles precisamente a ellas como desatadoras del proceso.

  La nueva relación entre autor y disfrutador de la obra de arte requería no sólo la permutabilidad de las funciones de emisor y receptor, sino el establecimiento de unas condiciones sociales en las que la actividad que produce oportunidades de experiencia estética no estuviese recluida en la órbita del “arte profesional”, sino fomentada en la cotidianidad, y ésto no sólo como una compensación intermitente de su rutina, sino como un quiebre o un pliegue permanente de la misma, conectada dialécticamente con ella. Contribuir al establecimiento de esas condiciones era algo que ese arte de vanguardia consideraba como una tarea suya.

  Pero también para la revolución que se abría paso en el plano social y político la coincidencia con la “revolución” dentro del arte era un hecho de importancia esencial: sólo la radicalidad de alcances civilizatorios que caracterizaba a éste en tanto que reinsertado en la existencia festiva y su “destructividad” implacable, podía enseñarle a ella que cambiar el “modo de producción”, de uno capitalista a otro comunista, implica ir hasta el fondo, hasta allí donde las formas arcaicas de la vida y su mundo –reproducidas oportunistamente en la modernidad capitalista por debajo de sus pretensiones “ilustradas” de innovación- necesitan sustituirse por otras construidas a partir de esas posibilidades de una abundancia y una emancipación armónicas con la naturaleza que dejó abiertas el advenimiento esencial de la modernidad.

  Con la Segunda Guerra Mundial y la destrucción de Europa por el nazismo y sus vencedores, las vanguardias del “arte moderno” completaron su ciclo de vida. El nervio “revolucionario” que las llevó a sus aventuras admirables se había secado junto con el fracaso del comunismo y el fin de toda una primera “época de actualidad de la revolución”. La industria cultural, es decir, la gestión capitalista de las nuevas técnicas artísticas y el nuevo tipo de artistas y públicos, ha sabido también integrar en su funcionamiento muchos elementos que fueron propios del arte de esas vanguardias y hacer incluso del “arte de la ruptura” un arte de la “tradición de la ruptura”, un arte que retorna a su oficio consagrado en la modernidad “realmente existente”, a la academia restaurada como “academia de la no academia”, regentada por “críticos de arte”, galerías y mecenas.   “Pero es interesante advertir que el giro vanguardista de hace cien años, que recondujo al arte al ámbito desquiciante de la existencia festiva, no ha podido ser anulado y que hoy en día una extendida “estetización salvaje” de la vida cotidiana, practicada por artistas y públicos improvisados, ajenos al mundo de las “Bellas Artes de Festival”, parece indicar que, pese a todo, no todo está perdido.

 

REFERENCIAS


* Publicado por primera vez en Theoria. Revista del Colegio de Filosofía, Núm. 19, Universidad Nacional Autónoma de México, 2009; y en su libro póstumo, Modernidad y "blanquitud." México, Era 2010. Publicado en esta web bajo una licencia Creative Commons 2.5: Atribución-NoComercial-SinDerivadas.

** La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Traducción de Andrés. E. Weikert. Ed. Itaca, México 2003, p. 123.

^ 1 Friedrich Tomberg, Mimesis der Praxis und abstrakte Kunst,p. 7.

^ 2 Sólo cuando la “actualidad de la revolución” fue reprimida en Europa y la “industria cultural” con su competencia mercantil ha alterado el gusto y promovido un disfrute anti-vanguardista de la propuesta vanguardista, difundiendo una ampliación “progresista” de la noción tradicional de similitud entre modelo y representación, ese tipo de obras ha podido regresar de su ostracismo y recibir una aceptación comercial, en ocasiones monstruosamente exagerada.

^ 3 Cabe aquí una nota de orden terminológico acerca de las expresiones “arte moderno” y “arte de vanguardia”. Ambas son obviamente inadecuadas, pese a haber sido acuñadas por los propios artistas revolucionarios: la primera menciona como “moderno” algo que se define precisamente por su “alter-modernidad”, por la distancia respecto de una modernidad que ya existe, aunque sea de manera profundamente anti-moderna; la segunda propone un ordenamiento cronogramático de estrategia militar –primero la vanguardia, después el grueso de la tropa y finalmente la retaguardia- para algo que es precisamente una efervescencia desordenada de propuestas de arte nuevo, donde este ordenamiento carece de todo sentido y donde en la fila delantera pueden figurar incluso propuestas francamente restaurativas del viejo arte, como las del grupo de pintores de la Sezesion vienesa, por ejemplo.

^ 4 El reconocimiento de la importancia esencial de la existencia festiva ha provenido principalmente de la sociología francesa y de la filología clásica. Algunos nombres indispensables: Emile Durkheim, Johan Huizinga, Roger Caillois, Georges Bataille, Carl G. Jung, Karl Kerényi, Mijail Bajtin, Mircea Eliade, Hans-Georg Gadamer; y actualmente: Joseph Pieper, Otto Marquard, Michael Maurer y otros.

^ 5 Bocetos que se hicieron al calor de una actividad artística compartida, íntima y efímera, se comerciaron algún tiempo después como si fueran obras cerradas en sí mismas e irradiadoras de un “aura”, ya no arcaica sino moderna, de una “magia estética” que el artista dotado de genio, el homo sacer de estos “tiempos descreídos”, habría puesto en ellas; obras que tendrían reservada su magia para quien puede comprarlas.

^ 6 En la fiesta, la desrealización del mundo cotidiano parte del sujeto individual –singular o colectivo-; él es quien se traslada a un escenario ficticio que se sobrepone al espacio-tiempo rutinario y lo transfigura. En el arte, en cambio, la desrealización estética de ese mundo emerge del objeto práctico, en la medida en que ha sido convertido en una repetición mimética –ahora sí en una “reproducción” o “re-presentación”- del objeto festivo.

^ 7 La diferencia entre la primera mímesis y la segunda es una diferencia entre dos modos de onto-fanía (“verdad”) interrelacionados pero sin duda diferentes, el uno religioso y el otro artístico, que Martin Heidegger no llega a reconocer en el famoso ejemplo del templo griego, explicado en Der Ursprung des Kunstwerkes. (Reclam Verlag, 1960.) El templo como el recinto o la circunscripción espacial imaginaria, creada en y por la mímesis ceremonial festiva en la que la deidad se deja atrapar, y el templo como realidad pétrea que mimetiza ese espacio creado en y por la ceremonia son dos edificios que pueden existir sobrepuestos, confundidos el uno en el otro, pero que no necesariamente tienen que hacerlo. Una cosa es el baldaquino ceremonial de una comunidad judía (nómada) y otra el baldaquino artístico de Bernini en la iglesia de San Pedro (sedentaria por antonomasia). La una tiene en sí el germen de la otra, sin necesitar de ella; e igualmente ésta, aunque tiene a la primera de antecedente, puede existir por sí sola.

^ 8 De acuerdo a la interpretación “chamanística” que hace David Lewis-Williams de la pintura rupestre del pueblo San (Sudáfrica), el chamán-pintor, ya “en sus cabales”, plasma sobre las paredes de la gruta lo que vio en la alucinación de la ceremonia festiva. En la fiesta, y bajo los efectos de la droga, se abre una ventana a lo otro (como caos). El pintor pinta lo visto a través de esa ventana. D. Lewis-Williams y Jean Clottes, Los chamanes de la prehistoria. Ariel 2001.

^ 9 Anterior a la revolución del “arte moderno” (y freudiano avant la lettre), Karl Marx piensa que la infancia es definitiva, hasta que otra “infancia”, más fuerte, llega a sobreponérsele, y que si el prototipo griego de belleza “sigue dándonos placer estético” y tiene un encanto que parece “irrebasable”, “eterno”, es porque no ha llegado aún el tiempo en que las condiciones únicas e irrepetibles en las que se fundó sean superadas por otras de similar alcance pero “más fuertes” y de orden diferente. K. Marx, Grundrisse…, p. 31.

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