Discurso en la Ceremonía de Reconocimiento al Mérito Universitario*

Bolívar Echeverría


Foto: Isaac García Venegas

Señor Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, Señores miembros del Presidium, Compañeros y Compañeras Universitarios, Señoras y Señores:

  Me ha tocado el honor de tomar la palabra en la presente ceremonia en nombre de los profesores e investigadores a los que en esta ocasión nuestra Universidad ha decidido reconocer como profesores e investigadores eméritos.

  Quisiera aprovechar los minutos de que dispongo para arriesgar ante ustedes una reflexión sobre el destino de los estudios universitarios en los tiempos que vivimos actualmente.

El saber universitario es un tipo de trabajo intelectual que pertenece a lo mejor que trajo consigo la civilización moderna, que el mismo tiempo que contribuye a la modernidad es un crítico implacable de ella.

  Soy de la opinión, compartida con muchos otros colegas, de que los tiempos actuales no son los mejores para ese tipo peculiar de producción y enseñanza del saber que es el saber universitario. El universitario es un tipo de trabajo intelectual que pertenece a lo mejor que trajo consigo la civilización moderna, y no tanto por su innegable aporte al progreso de la vida civilizada moderna, sino sobre todo por el hecho de que va siempre acompañado, de manera esencial, por un momento autocrítico. Es un saber, el universitario, que al mismo tiempo que contribuye a la modernidad es un crítico implacable de ella.

  En la historia de la América latina,  y no sólo en ella sino en general, la UNAM ha sido uno de los lugares más destacados del cultivo de este tipo de estudios, y ahora, en estos tiempos difíciles para dicho cultivo, es a escala mundial uno de los pocos centros en los que la vocación crítica del saber universitario sigue siendo puesta en práctica, y no como una insistencia infundada en un remanente obsoleto del pasado, sino como una reafirmación de  algo que es condición indispensable del saber humano, y que debe seguir siéndolo si éste quiere ser en el futuro un saber verdaderamente creativo y comprometido con la sociedad que lo hace posible.
  

  Hablo de “tiempos difíciles” para el cultivo del saber específicamente universitario, y me refiero con ello al período histórico que vivimos, en el que culmina un largo proceso, más que bicentenario. Me refiero al proceso de deterioro del impulso utópico que inspiró a los estados liberales latinoamericanos en su aparecimiento, y que en su versión radical poseía un indudable sentido socialista; un proceso en el que ese impulso ha venido debilitándose paso a paso hasta llegar incluso a desaparecer.

  La utopía liberal que inspiró a la Revolución Francesa se remontaba por encima de una tendencia que aparece espontáneamente en la modernidad capitalista y que lleva a concebir al estado y  la vida política que gira en torno a él como una mera superestructura de la sociedad civil y la agitación de sus negocios. Era una utopía que veía en el estado y la política el lugar y la actividad en donde los asuntos colectivos o la “cosa pública” se manifiestan de manera autónoma, como detentadores de un derecho propio y superior, poniendo en evidencia sus inevitables diferencias e incluso contraposiciones respecto de los asuntos particulares o la “cosa privada”. De acuerdo a la utopía liberal, los valores que corresponden al horizonte de vida abierto e ilimitado de la comunidad de ciudadanos, de la república, deben subordinar a los valores que son propios del horizonte restringido de sólo una parte o un estrato de esa comunidad.

El “liberalismo económico” de la sociedad civil capitalista que alcanzó su culminación en el “neoliberalismo” del último cuarto de siglo, ha carcomido desde adentro al liberalismo político y su utopía. Los valores republicanos han sido pospuestos en beneficio de los valores de los negocios privados.

  La utopía liberal tuvo su realización en términos histórico-concretos en la figura de los estados nacionales oligárquicos –unos de ellos gigantescos y prepotentes, otros precarios y sometidos-; paradójicamente ha sido una realización que a lo largo de doscientos años ha ahogado dentro de sí misma la fuerza de esa utopía. El “liberalismo económico” de la sociedad civil capitalista que alcanzó su culminación en el “neoliberalismo” del último cuarto de siglo, ha carcomido desde adentro al liberalismo político y su utopía. Los valores republicanos han sido pospuestos en beneficio de los valores de la sociedad civil o sociedad de los negocios privados. Enterrados ya por los estados nacionales, que los recuerdan periódicamente sólo como referentes ya muertos de epitafios grabados sobre fríos y bellos mármoles neoclásicos, valores republicanos como el amor a la patria, la solidaridad social, el cuidado del cuerpo propio y de la tierra común, el cultivo de la lengua y sus usos, la búsqueda del saber, la cultura de los usos y costumbres colectivos, han debido ceder su lugar prioritario a otro tipo de valores. Los que tienen preeminencia ahora son los valores consagrados por la competencia mercantil capitalista, cortados a la medida del individuo que se pseudo-singulariza a través de la ambición privada, como son, por ejemplo, el éxito empresarial, el autodominio personal y la autosatisfacción narcisista.

  Concebida y practicada como mera superestructura de esta sociedad civil o “burguesa”, la actividad política tiende a reducir el conjunto de la política republicana a sólo una de sus componentes, la política económica.  Para esta actividad política emanada de su infraestructura económica burguesa, de la sociedad como sociedad civil, la política económica estaría en capacidad de traducir a los términos de la calidad puramente económica todas las situaciones conflictivas de un orden cualitativo no económico que puedan presentarse en la vida social; situaciones problemáticas de tipo ecológico y de tipo identitario o cultural, sobre todo. Para la política llevada a cabo reduccionistamente como política económica, la “mano invisible” del mercado es la encargada de resolver asuntos directamente públicos como éstos,  de cumplir lo que en la utopía liberal le correspondería hacer a la sociedad como sociedad política, es decir, al estado.

  La utopía liberal encauzada en la construcción de los primeros estados o repúblicas nacionales, incluía entre las actividades a realizar por esos estados, la de cultivar el saber; saber que era definido en términos laicos, ajenos a toda “verdad revelada”, como una apropiación cognoscitiva de la naturaleza dentro del proyecto de vida de una sociedad nacional particular. Se trataba  –según la imaginó y diseñó Wilhelm von Humboldt- de una apropiación cognoscitiva que debía concebirse como un todo internamente conflictivo, inestable, dialéctico, y por ello mismo, creativo, entre las humanidades y las ciencias matematizadas o “duras” (como se las llama ahora). En ese plan utópico, el diálogo polémico, el cuestionamiento de las unas por las otras era esencial para la buena marcha de esa apropiación cognoscitiva y para el progreso autocrítico de la república nacional.

  Es sólo en la perspectiva del predomino de la política económica sobre la política republicana –un predominio que se impondrá más adelante- que aquello que caracteriza esencialmente al saber universitario, esto es, la unidad dialéctica entre las ciencias y  las humanidades, parece carecer de sentido y en la que éstas últimas y su vocación crítica se presentan como estorbosas y prescindibles para la “verdadera ciencia” que sería la ciencia matematizadora.

  La imagen que se tiene generalmente del cultivo de las humanidades como una entrega lujosa al estudio erudito de discursos bellos y profundos formulados en la Antigüedad o en las Épocas de oro lo mismo del pasado que contemporáneas; de  un estudio que se desentendería del mundo real y se perdería en el paraíso artificial de  la palabra,  es una imagen, si no del todo falsa, sí completamente equivocada en su ángulo de aproximación descriptiva. Yerra porque ignora los secretos vasos comunicantes que conectan de ida y vuelta y fructifican recíprocamente, por debajo del plano pragmático del saber, a las ciencias y las humanidades. Porque desconoce que el trabajo de las humanidades, su uso del código lingüístico  -del que la ciencia pese a toda su abstracción no pueden prescindir en su trabajo-, promueve en dicho código transformaciones que lo afectan decisivamente. El saber de las humanidades podrá no ser “duro”, pero es sin duda penetrante.

  El menosprecio –que en casos llega al desprecio- de las humanidades como un lujo no sustentable; la ceguera ante la importancia que tiene ese diálogo secreto entre ellas y las ciencias matematizadas, se explica a partir de un hecho más abarcante: el abandono de los valores republicanos que la sociedad civil capitalista promueve junto con la sustitución de ellos por  valores puramente económicos. En efecto, en el plano pragmático, que es el único altamente evaluado según la escala de valores de esa sociedad civil, las humanidades muestran un pobre desempeño; su cultivo, más que un aporte al progreso del saber, parece a sus ojos una rémora del mismo.

Son malos tiempos para el saber universitario, que correspondería a una modernidad liberada de su hipoteca capitalista; la consigna parece ser eliminar la complicidad que reúne peligrosamente a las ciencias y las humanidades en el trabajo constructivo y cuestionador de la modernidad establecida. Sin embargo, muchos son los focos de resistencia que se mantienen y aparecen en contra de esta tendencia.

  Un ejemplo muy ilustrativo de este menosprecio nos ha ofrecido en estos días, más aun que el intento de eliminación del estudio de la filosofía –que es el núcleo de todas la humanidades- de los planes de estudio nacionales del bachillerato, el hecho de que se condescienda, después de todo, a confiarle a la filosofía -aunque subdividida en distintas disciplinas- un apartado de menor importancia dentro del programa de estudios, y no un apartado para ella sola, sino compartido con “otras ciencias sociales”.

  Y es que lo que la sociedad civil capitalista mira en las ciencias “duras” no es en verdad otra cosa que un instrumento de la técnica refuncionalizada por el capital; instrumento que resulta más efectivo mientras más depurado está, mientras menos obstáculos de origen humanista tiene que vencer. Como puede verse, en este trato mercantificador de las ciencias “duras” hay un menosprecio implícito de ellas que no es menor que el que recae sobre el saber humanista, el otro componente del saber universitario; aunque sea un menosprecio que se encuentra bien disfrazado bajo los desbordados elogios que esta sociedad civil hace de ellas de labios afuera.

  Son malos tiempos, decía, para el muy especial tipo de saber que es el saber universitario, el saber que correspondería a una modernidad liberada de su hipoteca capitalista, como es la modernidad que se suponía posible en la utopía liberal radical. Lo mismo en Norteamérica que en Europa y el resto del mundo occidentalizado, la consigna parece ser la de eliminar esa “complicidad”, en sí mismo conflictiva, que reúne “peligrosamente” a las ciencias y las humanidades en el trabajo por un lado constructivo y por otro cuestionador de la modernidad establecida, que es el trabajo de producción de conocimiento característico de la universidad moderna. Sin embargo, también en estos tiempos, muchos son los focos de resistencia que se mantienen y que aparecen en contra de esta tendencia predominante.  En la América latina parece haber un consenso en el mundo académico, que señala a la Universidad de México como el más notorio y más coherente de todos esos polos; como el lugar en donde la esencia de la universidad no sólo se resguarda sino que se renueva y fortalece.

  Por esta razón, en nombre de los colegas con quienes comparto este día la distinción de ser nombrados profesores e investigadores eméritos, y en el mío propio, con agradecimiento y orgullo pregunto, sabiendo bien la respuesta: ¿Puede haber honor mayor para una persona pensante en nuestro país que el de ser nombrada profesor o investigador emérito de la Universidad Nacional Autónoma de México?

  Muchas gracias.

 

REFERENCIAS


* El presente discurso fue leído en la Ceremonia de Reconocimiento al Mérito Universitario que le fue otorgado a Bolívar Echeverría en la Universidad Nacional Autónoma de México en 2008. Publicado en este sitio bajo una licencia Creative Commons 2.5: Atribución-NoComercial

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