Cercanía de Montaigne*

Bolívar Echeverría


Theoría. Revista del Colegio de Filosofía, Núm. 3, marzo, 1996.

Se trata de una miniatura, de un pequeño libro precioso1 que termina demasiado pronto, antes de que el lector haya podido hacerse plenamente de todo el entusiasmo que se ha despertado en él por el asunto del que trata, es decir, por el filósofo francés del Renacimiento tardío llamado Michel de Montaigne y por su libro llamado Ensayos.


  Sólo la mitad de las 76 páginas que cuenta el volumen son textos originales del autor. La otra mitad –al servicio de la cual parece que quisiera estar la primera– consta, primero, de algunas “muestras”, preferidas por el autor, del cuerpo de los Ensayos, segundo, de las sentencias clásicas y bíblicas que Montaigne tenía grabadas en la biblioteca del tercer piso de la famosa torre donde compuso su libro; y, por último, de una selección de opiniones, de los más diversos autores –de Voltaire y Savater a Byron y Lezama Lima, de Cuesta y Auerbach a Emerson y Horkheimer–, sobre la figura de Montaigne y su obra.


  Siete u ocho aproximaciones a Montaigne conforman la primera mitad de este volumen –bella y cuidadosamente editado–. Todas preparan al lector para el mejor disfrute de la segunda mitad y se ordenan en torno a tres o cuatro de ellas que, escritas por Adolfo Castañón a la manera de notas de viaje, dan el tono a las demás y se presentan, no como aproximaciones a Montaigne, sino al país de Montaigne (Périgord), al lugar donde se levanta su torre y a la torre misma.

  Al terminar la última página, suspendido entre el placer de la lectura, que permanece aún, y la sorpresa de que haya terminado tan pronto, al lector de este libro no le queda más que preguntarse en qué puede consistir el secreto de su eficacia, de su capacidad de cautivar al lector.

Se trata de un pequeño libro precioso que termina demasiado pronto, antes de que el lector haya podido hacerse plenamente de todo el entusiasmo que se ha despertado en él por el asunto del que trata: el filósofo francés del renacimiento tardío llamado Michel de Montaigne.

  Y lo primero a lo que llega es a la consistencia de la prosa del autor, a la composición de la escritura con que está hecho. En efecto, mantener el equilibrio sobre el filo de la cuchilla que separa a la tentación del efecto retórico, por un lado, de la tentación del rigor racional, por otro, o, dicho en otros términos, dar con el punto en el que la oferta de idea que le es inherente a todo tropo coincide con la demanda de tropo que le es inherente a toda idea, requiere de un arte sumamente difícil, un arte en el cual Adolfo Castañón se ejercita cada vez con mayor maestría. Lo segundo a lo que el lector llega con su pregunta es, por supuesto, al asunto mismo del libro, a la figura fascinante de Montaigne, a su modo de estar ahí, tan expuesto y al mismo tiempo tan huidizo.

  Pero tal vez el secreto de la eficacia del libro no esté ni en las artes de su autor ni en la calidad de su asunto sino en el modo singular en que ambas se juntan y combinan en él. En efecto, lo original de estas aproximaciones a Montaigne está en que no son propiamente una invitación a una posible, posterior, lectura de los Ensayos; en que no esperan la aquiescencia del lector para servirle de introducción a ellos, sino que directamente y sin preámbulos lo instalan ya, de una vez, en su lectura. Leyéndolas, el lector se percata de que está en medio de otra lectura, que engloba a la suya: la que su autor, Adolfo Castañón viene haciendo desde hace mucho tiempo –desde siempre, dice él– de Montaigne y sus Ensayos; una lectura que lo involucra gozosamente y le hace compartir la fascinación que la domina. Tanto es así, que, una vez terminado el libro, el lector descubre que ha sido montaignano durante el corto tiempo que duró su lectura él mismo y reconoce que quisiera seguir siéndolo.

  Tal vez el mejor ejemplo de esto sea la cuarta o quinta de las aproximaciones –la que yo prefiero entre todas–, que lleva el título de Apología mínima de Raymundo Sebond. Al escribir sobre el hecho de que la mitificación espontánea de lo cotidiano tiende a construir bestiarios, galerías de animales cuyas peculiaridades sirven de asiento a la representación de las virtudes y los pecados humanos, Adolfo Castañón hace lo que haría Montaigne, es decir, lee a Montaigne al escribir con y desde él una experiencia propia, análoga a la que se adivina detrás de lo leído. Esta es la vía por la que convierte a sus lectores en seguidores del encanto de Montaigne.

  Quiero hacer como si la lectura de este libro continuara y, sin perder el curso montaignano de la “libre disertación sin rumbo fijo”, seguir por escrito con una de las conversaciones que tenía en silencio con Adolfo Castañón mientras leía su libro.

  “¿Por qué Montaigne?” Es la pregunta con la que comienza su libro. Y se entiende: ¿por qué Montaigne hoy, en estos tiempos caracterizados por el desquiciamiento de todas las fuerzas, “conmovidos por la mudanza de los paradigmas y los dogmas y, concomitantemente, por la reestructuración del orden cotidiano en el proceso civilizatorio”? Allí mismo, la respuesta dice: “Y en épocas desquiciadas, ¿a quién no se le antoja conversar con un hombre que ha hecho del no salirse de sus quicios privados y públicos toda una ciencia o mejor –que no otra cosa es ésta– un arte?” Un hombre que sabe “cómo caer de pie en un mundo que está de cabeza”.

  Montaigne aparece aquí, siguiendo la vuelta hacia él que se observa en algunas zonas de la vida cultural francesa y europea de nuestros días, como un modelo de vida y de pensamiento, adecuado para tiempos, estos sí, de penuria espiritual, para tiempos de desconcierto y desasosiego.

  Como en otras épocas en las que la historia sólo parece poder avanzar si abandona el cauce que viene siguiendo y, discontinuamente, se cambia a otro diferente —épocas como la de la decadencia de la sociedad grecorromana o la actual, de la decadencia de la modernidad capitalista—, también en los tiempos de Montaigne, la segunda mitad del siglo XVI, la permanencia de la vida civilizada parecía estar en peligro. Las guerras de las naciones europeas en gestación, las revoluciones religiosas, los auges y las depresiones económicas, la recomposición técnica y moral de la vida cotidiana, todo parecía confabularse para impedir la realización del sueño renacentista de una ciudad luminosa para la vida humana. Todo proyecto de gran aliento parecía sospechoso, ningún relato mayor resultaba convincente.

  Es sobre este trasfondo que la figura de Montaigne resulta ejemplar. Montaigne, el inventor de la estrategia para que el espíritu humano pase a través de lo inhóspito de una época, la estrategia del replegarse sobre sí mismo como recurso para trascender la estrechez que lo acosa o, como dice Adolfo Castañón, de “ensanchar el fondo de sí mismo” para tener en premio “la posibilidad de caminar cada vez más adentro del mundo”. De lo que se trata para Montaigne, dice Ramón Fernández —autor admirado por Walter Benjamin— en un pasaje suyo incluido en este libro, es de rescatar “la vida interior”, demostrando así, de paso, que “aquello que el cristianismo había añadido al hombre antiguo podía sobrevivir al margen de la fe”, sin el “concurso de lo sobrenatural”. Y añade:

Montaigne ha rebajado y hecho retroceder al hombre, no para entregarlo al escepticismo, sino al contrario, para captar y conservar su realidad espiritual por mediocre y claudicante que apareciera en él. Para conservar el fuego, ha encendido una pequeña llama de espíritu. Este movimiento de descenso, de reducción, esencialmente ético, sólo es perceptible para la más fina sensibilidad moral. De igual manera se ve cómo el arte, en ciertas épocas, se limita a obras pequeñas y familiares, y no por desprecio de la belleza, sino para asegurar su permanencia. (p. 56)

Montaigne aparece aquí, siguiendo la vuelta hacia él que se observa en algunas zonas de la vida cultural francesa y europea de nuestros días, como un modelo de vida y de pensamiento, adecuado para tiempos, estos sí, de penuria espiritual, para tiempos de desconcierto y desasosiego.

  Los momentos constitutivos de ese “movimiento de descenso, de reducción” de las dimensiones de lo humano, del que habla Ramón Fernández, son conocidos; entre ellos están su escepticismo cognoscitivo, su relativismo moral, su abstencionismo político, su retrotraimiento al mirador del escenario íntimo, individual.

  Todas estas son diferentes virtudes de Montaigne que, enfatizadas ahora en Europa por la condición posmoderna, incitan a la relectura de sus Ensayos y contribuyen a que se vea en él todo un modelo de existencia humana civilizada.

  Pero, ¿qué es lo que hace que todas estas virtudes se conjunten y sinteticen, y que puedan ser percibidas efectivamente como un modelo? ¿Qué es lo que las reúne en un todo coherente?


  Adolfo Castañón lo dice con toda claridad: es la presencia de la duda. No de la duda cartesiana –que renegaría de sí misma al ponerse como un medio para un fin, y, peor aun, al emplearse como instrumento o método para llegar precisamente a su contrario, la certeza– sino de una duda sin fin, en perpetua “agonía”, como diría el otro gran ensayista, Miguel de Unamuno.

  En el texto que precede a la segunda parte del libro, intitulado Cultivemos nuestros jardines: Hacia las sentencias, texto de apenas una página, que si peca de algo es sólo de brevedad, escribe lo siguiente:

El centro de la Torre está vacío. En el centro de la Torre está Montaigne, y en él –tensa oquedad, espacio vacío entre las sentencias–la duda. Así los Ensayos se yerguen como una construcción para albergarla [...] Son en cierto modo un invernadero pues la duda aparece como la planta más frágil del jardín donde prosperan, despontáneas y exuberantes, las ideas y las creencias. Al revés de lo que se piensa, esa duda está lejos de ser estéril. Su fruto, raro y excepcional, no suele madurar, se malogra [...] Más que un abrigo la Torre parece un eje, y la duda el punto inmóvil a cuyo derredor gira la rueda de la fortuna. De la gozosa transformación de esa perplejidad en juicio y sentido depende en buena parte que seamos capaces de transformar la fortuna en historia, el accidente en responsabilidad [...] (p. 37)

  El sentido, fruto raro, excepcional, de la frágil planta que es la duda, es el que se ofrece —pero sólo para quien es capaz de disfrutarlo— en los Ensayos de Montaigne. Es el fruto que ahora, en esta nueva época de desquiciamiento y desasosiego, aparece como lo más demandado. Pero, ¿cuál es el sentido que deslumbra fugazmente en la lectura de los Ensayos?

  Quisiera dar mi opinión.

  Lo que vuelve atractivo, fascinante incluso, el modo de vivir y de pensar, de Michel de Montaigne –un modo desgraciada e irremediablemente inimitable– es su carácter de comprobación de que la propuesta que está implicada en él es una propuesta viable, realizable: la propuesta de un comportamiento humano capaz de ser al mismo tiempo plenamente moderno y sin embargo completamente diferente, alternativo respecto del comportamiento moderno establecido. Lo que se percibe por debajo y unificando todas las virtudes de la actitud tanto vital como cognoscitiva de Montaigne es una afirmación de las posibilidades que la modernidad abre para lo humano y al mismo tiempo una radical toma de distancia frente a la realización efectiva de las mismas como una realización que las disminuye y empobrece.

  Para explicarme quisiera recurrir a dos observaciones recogidas también en este volumen, una de Francis Jeanson y otra de Jorge Cuesta. Francis Jeanson, buen discípulo del primer Sartre, cuestiona la sinceridad que es necesaria para que funcione la autotematización característica del discurso ensayístico inventado por Montaigne: el tomarse a sí mismo como material primero de la tematización del mundo.

Hay en Montaigne –dice– una exigencia de sinceridad, pero una exigencia profundamente equívoca. De un lado, se tratará de no decir de sí mismo más que lo que uno es capaz de hacer, de no representarse en palabras de una manera distinta de la que realizan nuestros actos, en una palabra, de no pintarse más grande de lo que uno es. Pero de otra parte, una vez que uno haya empezado a contarse a sí mismo de esa manera, se tratará de no traicionar de ninguna manera aquello que se haya dicho de sí mismo. La fidelidad del retratista a su modelo remite a una fidelidad en sentido inverso, la del modelo al retrato. (pp. 54-55)

  En “una dialéctica vivida entre la descripción de sí y la realización de sí”, Montaigne se pinta como es pero también es como se pinta.

Lo que vuelve atractivo el modo de vivir y de pensar de Michel de Montaigne es su carácter de comprobación de que la propuesta que está implicada en él es una propuesta realizable: un comportamiento humano capaz de ser al mismo tiempo plenamente moderno y sin embargo completamente diferente, alternativo respecto del comportamiento moderno establecido.

  Por su parte, la observación de Jorge Cuesta –aleccionada en el descubrimiento freudiano de la indecible contra-natura que está en las profundidades del alma humana– es casi sólo una exclamación admirativa. Respecto de la auto-tematización de Montaigne, Cuesta no deja que se nos escape lo evidente: Montaigne, dice, se inventa el “yo natural”, el yo en pleno acuerdo con la naturaleza.

Goza en contemplarse a sí mismo, porque no encuentra ningún motivo de repugnancia de sí mismo. Y no decide buscar en él mismo un placer, sino que lo encuentra ya hecho, dándosele como una gracia de la naturaleza. (p. 54)

  Una a una, en todas las virtudes reconocidas en Montaigne –su escepticismo, su relativismo, su abstencionismo, su ensimismamiento– subyace la duda. De la duda resulta el sentido que reúne a todas esas virtudes, convirtiéndolas en un modelo de comportamiento humano. Y ese sentido es el de una apuesta acerca de la relación entre el cosmos y el caos, entre la naturaleza y la civilización, entre la pasión y la razón; una apuesta acerca del fundamento de la vida humana, individual y colectiva, íntima y pública. La apuesta de Montaigne es la misma que define a la modernidad en su conjunto; él apuesta a que esa relación fundante del mundo de la vida es en verdad una relación de armonía, de complementareidad, y no de incompatibilidad y exclusión.

  Si su yo se le presenta a Montaigne como un yo en el que no hay “ningún motivo de repugnancia”, es decir, nada contra-natura, si para Montaigne su yo es natural, como dice Cuesta, y su vida por lo tanto es contable, decible, pintable, ello se debe a que se vive a sí mismo dentro de un juego de fortuna al que se ha entregado por entero: él, el modelo de carne y hueso, debería coincidir –como dice Jeanson– con su retrato, la armonía que él postula entre su razón y su pasión es una armonía que debería darse en la realidad.

  La pequeña pero abismal diferencia entre esta modernidad de Montaigne y la modernidad que comienza a establecerse en su época, la misma que ha entrado en una crisis profunda en nuestros días, reside en que aquello que en la modernidad de Montaigne está dejado al azar –la coincidencia entre sociedad y naturaleza (tanto interior como exterior al cuerpo humano)– en la modernidad efectiva, la modernidad capitalista, está, por el contrario, impuesto en contra del azar, en virtud de una subordinación forzada de la naturaleza a la sociedad, de un sacrificio de la primera en provecho de la segunda.

  Numerosos y apasionantes son los temas sobre los que lleva a conversar el Montaigne que Adolfo Castañón nos entrega en su libro. Ahí está, por ejemplo, su pregunta acerca de las razones que explicarían por qué es débil la réplica iberoamericana de la actual vuelta a Montaigne en Occidente, o, más en general de por qué ha habido, como dice el autor, una “ausencia ubicua de Montaigne en el pensamiento hispánico e hispanoamericano”, de por qué Montaigne “no forma parte de las costumbres de la cultura escrita en español”. Pero son temas que rebasan los límites de esta nota.

 

Adolfo Castañón, Por el país de Montaigne, México, Ed. Ensayo, 1995.

 

 

REFERENCIAS


^ * Bolívar Echeverría, “Cercanía de Montaigne” en Theoría. Revista del Colegio de Filosofía, Núm. 3, marzo, 1996, pp. 155—160.

^ 1 Adolfo, Castañón, Por el país de Montaigne, México, Ed. Ensayo, 1995.

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