Bolívar Echeverría: apuntes de una generación*

Luis Hernández Navarro**


Luis Hernández Navarro

El pensamiento es la materia prima que guía el diálogo del pensador con su mundo, de una biografía con la historia de su tiempo. El Bolívar Echeverría que confrontamos en el momento actual, el que nos habla, el que inspira homenajes y debates, es tanto el Bolívar Echeverría formado en su historia, como el Bolívar Echeverría que comienza a ser después de su muerte. Estos apuntes son recuerdos de una generación a la que formó y desde la que se formó, con la que dialogó intensamente y a la que legó una herencia teórica excepcional. Walter Benjamin escribió en su cuaderno de notas que la memoria es la clave de nuestra vida. Mientras que la vida diaria no es sino una sucesión de relámpagos, la memoria transcurre hacia atrás, como cuando retrasamos las páginas de una novela y regresamos al principio. Cuando la vida se nos convierte en un texto, como decían los antiguos, hay que leerla hacia atrás. Sólo así nos encontraremos con nosotros mismos, y sólo así –huyendo del presente– podremos entenderla. Hoy es hora de recordar y de celebrar la memoria.

  Bolívar Echeverría llegó a Freiburg, Alemania Occidental, en noviembre de 1961. No sabía alemán y sus recursos económicos eran precarios. Deseaba convertirse en alumno de Martin Heidegger, a quien consideraba el autor más importante del siglo xx. Estaba a punto de cumplir 20 años de edad. Lo acompañaba en la aventura su amigo Luis Corral.

  La vocación filosófica le nació a Bolívar Echeverría a los 17 años, cuando su padre, un administrador de fincas de ideas liberales y amigos de izquierda, le regaló la obra de Miguel Unamuno. Nacido el 31 de enero de 1941, en Riobamba, Ecuador, tuvo en su niñez una estricta formación religiosa en la que se desempeñó como monaguillo, en mucho como resultado de la influencia de su madre, un ama de casa proveniente de una familia acomodada. Realizó sus primeros estudios en el Colegio La Salle, una institución católica y conservadora a la que enviaban a sus hijos las familias pudientes. Los continuó en el Colegio Nacional Mejía, una escuela laica y estatal. Sin militar en partido político alguno, allí participó por vez primera en actividades políticas asociadas al movimiento estudiantil.

  Aunque leyó textos marxistas, su primera opción filosófica fue con el existencialismo. Leyó, junto con algunos amigos, a Jean Paul Sartre y a Albert Camus, y fue atrapado por el deslumbrante discurso de Heidegger. Devoró libros como Introducción a la metafísica y El Ser y el Tiempo, y encontró en su obra al pensador más profundo y radical de su tiempo. Fascinado, se lanzó a Alemania tras sus huellas.

  Cuando Bolívar Echeverría llegó a Alemania tuvo un desencuentro total con el pensador de la Selva Negra. El filósofo ya no impartía clases. Atendía exclusivamente un seminario al que sólo tenía acceso un selecto y reducido grupo de estudiantes. Debió contentarse con escucharlo de lejos en una conferencia, con enormes dificultades para comprender lo que decía, y, para colmo de males, sin poderlo ver bien, porque era miope.

  Sin tener nada que hacer en Freiburg, se trasladó con su amigo Luis Corral a Berlín. Había en esa ciudad una atmósfera conspirativa, antiintelectual y anticomunista descrita en detalle por Norman Mailer en El fantasma de Harlot. En agosto de 1961 acababa de construirse el Muro de Protección Antifascista, punto climático de la Guerra Fría.

La vocación filosófica le nació a Bolívar Echeverría a los 17 años, cuando su padre, un administrador de fincas de ideas liberales y amigos de izquierda, le regaló la obra de Miguel Unamuno.

  Los vientos conservadores soplaban con fuerza en aquella Alemania. Ese mismo año se formalizó la incompatibilidad de pertenecer simultáneamente al Partido Socialdemócrata y a su ex seccional estudiantil, la SDS. Intelectuales de izquierda como Wolfgang Abendroth y Ossip K. Flechtheim fueron expulsados de las filas socialdemócratas. Se consolidó así la hegemonía de la tendencia más conservadora dentro del partido, y la constitución, a su izquierda, de una fuerza autónoma, socialista, antiautoritaria y extraparlamentaria. En 1957 el Partido Comunista había sido ilegalizado.

  Aunque en sus primeros años no llegó a tener más de un millar de afiliados, el SDS protagonizó un papel que desbordó, con mucho, su naturaleza estrictamente estudiantil. Comenzó entonces a hablarse de la nueva izquierda. Sus integrantes se concentraron, entre 1961 y 1965, en la preparación teórica e ideológica, y formularon un elaborado marco conceptual para analizar la realidad, como lo explicó Bernd Rabehl, centrando su actividad en la elaboración de una teoría socialista que materializara un objetivo utópico concretado en una nueva sociedad.

  Simultáneamente, en diversas partes del Tercer Mundo se desplegaron movimientos de liberación nacional que pusieron en entredicho el discurso dominante en Occidente. En muy poco tiempo se sucedieron la Revolución Cubana, el apoyo estadounidense al régimen de Diem en Vietnam y la invasión a Santo Domingo, la lucha en el Congo y la Revolución Argelina.

  En ese Berlín y en esos años llegó Echeverría a estudiar, primero alemán en el Instituto Goethe, y luego filosofía en la Universidad Libre. Vivió en el piso superior de una pensión en la que se reunían los trabajadores huéspedes (sobre todo italianos y españoles) a beber cerveza, bailar y conquistar alemanas. Era la época de las catacumbas, de círculos de estudio como el Argument Club. Los intelectuales apenas comenzaban a sacar la cabeza y los progresistas se reunían en los sótanos para hacer lecturas de textos propios y ajenos.

  Entre 1961 y 1965 hubo una intensa actividad intelectual crítica. Se reflexionó sobre la naturaleza autoritaria de la República Federal Alemana. El SDS se planteó como objetivo la creación de una conciencia socialista a partir del análisis de la universidad. En 1961 publicó La universidad en la democracia, uno de sus textos teóricos fundamentales. La Universidad Libre se convirtió en el más importante centro de la contestación estudiantil de los primeros años. Muchos de sus mejores estudiantes provenían de la República Democrática Alemana, y no eran pocos los que participaron en el SDS.

  Uno de los temas centrales de reflexión y debate en el mundo universitario fue el del Tercer Mundo y sus relaciones con la Metrópoli. Las primeras acciones de protesta tuvieron como eje central de acción este asunto. Los estudiantes se solidarizaron con los estudiantes argelinos y se manifestaron contra el racismo en Sudáfrica. En diciembre de 1967 se efectuó la primera manifestación fuera de un recinto universitario: contra el primer ministro del Congo, Moisés Tshombé, responsable de la muerte de Patricio Lumumba. “Con la manifestación anti-Tshombé –escribió Rudi Dutschke– habíamos tomado por primera vez la iniciativa en la ciudad.” Según Echeverría, con esta movilización “empieza todo”. Le siguieron las protestas contra la guerra de Vietnam y la identificación del movimiento estudiantil con los pueblos oprimidos, y una visión política que postulaba la existencia de una estrecha relación entre las luchas de liberación y las que ellos protagonizaban en las Metrópolis.

  Se comenzó entonces a desenterrar el marxismo de los años 20, una mina teórica inagotable. De hecho, el marxismo era prácticamente desconocido y en esos años se le redescubrió. En un primer momento los textos se mimeografiaron, posteriormente se fotocopiaron y más adelante se publicaron como libros. Se estudió a la escuela de Frankfurt y a Georg Lukács, a Karl Korsch y a Anton Pannekoek; a Hermann Gorter y a Rosa Luxemburgo; a Herbert Marcuse y a Wilhelm Reich. En ese ambiente, El Capital –según Bolívar Echeverría– fue estudiado, sobre todo, por quienes buscaban más el dogma que la visión crítica. Para ellos, el texto no era una herramienta para la acción sino el fundamento de todo lo que se hablaba. Por supuesto, no faltó quien lo leyó con el afán de dotarse de perspectivas, de encontrar iluminación para la transformación social. Las huellas de esas lecturas pueden seguirse en la Bibliografía seleccionada y comparada del socialismo revolucionario desde Karl Marx hasta el presente, publicada en 1966 y editada por Dutschke.

Aunque leyó textos marxistas, su primera opción filosófica fue el existencialismo. Leyó a Jean Paul Sartre y a Albert Camus, y fue atrapado por el deslumbrante discurso de Heidegger.

  Una de las claves que explican por qué el movimiento llegó a estos autores, es la enorme necesidad de hacer la autocrítica del neocapitalismo. Interesaron, sobre manera, sus estudios sobre autoridad y familia. Se buscaron herramientas conceptuales tanto para comprender por qué existía una estructura autoritaria de la sociedad alemana, como para reencontrar la posibilidad de generar conciencia de clase. Curiosamente, no se profesó un culto al autor en cuanto persona. "Los jóvenes éramos muy engreídos –decía Echeverría–. Partíamos de que el hombre es el primer lector de su propia obra. Nos salían sobrando los autores."

  Ese mar de lecturas y de reflexión desembocó en la elaboración de un corpus de pensamiento crítico antiautoritario que operó como punto de referencia constante y fuente de inspiración para la acción política y la elaboración teórica. Allí se forjó el formidable nivel teórico de lo que sería la apasionada utopía del movimiento de 1968; se construyó una obra que, al traspasar las fronteras, proporcionó las raíces teóricas de lo que sería el mayo francés y el otoño italiano.

  Bolívar Echeverría abrevó en este corpus, lo digirió y, como se vería años después en México, lo desarrolló creativamente. Participó intensamente en ese movimiento. Durante esos años fue heideggeriano, pero un heideggeriano de closet, clandestino. Había interiorizado su filosofía y asumido su discurso, pero fue cuidadoso en expresar sus simpatías por el filósofo de la Selva Negra: la atmósfera imperante era antiheideggeriana. Él se había convencido –como lo estuvo a lo largo de su vida– que de su ontología fundamental no se desprendía automáticamente una adscripción al nazismo, y que el primero que traicionó a Heidegger fue el propio Heidegger.

  En junio de 1965, Rudi Dutschke, Bernd Rabehl y Dieter Kunzelmann formaron el grupo Viva María. Se inspiraron en la película de Louis Malle sobre la Revolución Mexicana, Viva María, en la que se mezclaba erotismo, poesía y política revolucionaria. Sus integrantes efectuaban seminarios de teoría revolucionaria en donde se encontraban con estudiantes del Tercer Mundo. Cuatro latinoamericanos participaron en ellos. Eran lectores apasionados de Franz Fanon. Ellos mismos formaban parte de la Asociación de Latinoamericanos en Alemania (AELA).

  En la novela Tu nombre es el silencio, José María Pérez Gay reconstruyó esos días:

Sentados en el suelo, los doce estudiantes extranjeros escuchaban atentos a Rudi Dutschke [...] El grupo de los latinoamericanos era el único que volvía una y otra vez a preguntarle algunas cosas. Bolívar Echeverría, el estudiante ecuatoriano, defendía la Revolución Cubana. Bolívar le dijo que el conocimiento de los hechos ya ocurridos demostraba que, en la medida en la que los bolcheviques contaron siempre con una revolución internacional, se equivocaron. Sin embargo, el conocimiento de los hechos ya ocurridos –afirmaba Bolívar– tal vez no permitía ver los sucesos con mayor claridad que una, aunque en parte errónea, previsión histórica. –¡Exacto! –exclamó Dutschke–. El hecho de que tanto esfuerzos revolucionarios hayan abortado no cancela la premisa sobre cuya base se produjeron.

  Eran tiempos agitados. El Che acababa de luchar en el Congo y se preparaba para abrir un foco guerrillero en Bolivia. En 1966, Echeverría viajó a América Latina y a México para establecer puentes entre sus camaradas alemanes y sectores de la intelectualidad latinoamericana próximos al revolucionario argentino. “Había estado en México por cuestiones del movimiento estudiantil –contó el filósofo con su tradicional discreción a Andrés Barreda–. Había entablado contactos con los movimientos de liberación nacional latinoamericanos, cumpliendo determinadas tareas del movimiento”. Fallecido Ernesto Guevara, Echeverría escribió la introducción a una compilación de ensayos escritos por el guerrillero, editada por su amigo Horst Kurnitzky, y publicada en Alemania a un año de su muerte.

  Al comenzar 1968, en los inicios de la tormenta, Echeverría perdió su beca y se quedó sin dinero para vivir. Dominaba ya perfectamente el idioma alemán. Usando una tarjeta de trabajo prestada, se empleó como obrero en el turno nocturno en la Philips, pero, profundamente agotado, pasaba el resto del día como sonámbulo. Viajó entonces a París buscando sustento, pero no tuvo suerte. El regreso a América Latina fue inevitable.

  Sin embargo, las cartas estaban marcadas. La obra de Bolívar Echeverría sería gestada a partir de la intensa formación política y teórica de esos años. Echeverría sería uno de los más brillantes y consecuentes retoños del ambiente intelectual de esa época.

 

La trasterración mexicana

 

El filósofo español José Gaos (1900-1969) acuñó el término trasterrado para nombrar a aquellos pensadores que llegaron a México como consecuencia de la derrota de la República Española (1936-1939), y que encontraron en el país una continuidad lingüística y en gran parte cultural, que les permitió proseguir y ampliar sus obras realizadas en España. Es decir, el traslado de una tierra de la patria a otra.

  De alguna manera, Bolívar Echeverría fue una especie de trasterrado. Al dejar Europa en 1968 sin poder regresar a Ecuador por razones políticas, decidió venir a México. Aquí se estableció, vivió y desarrolló su obra hasta su fallecimiento el pasado 5 de junio.

  México era entonces un lugar muy atractivo para vivir. Estaba dotado de una intensa vida cultural. Se convertiría, además, en la noche negra de los golpes de Estado, iniciando con el de Brasil en 1964, en un santuario en el que se refugiaron multitud de intelectuales y políticos progresistas del Continente. Echeverría ya había estado aquí y tenía relaciones y contactos.

  Al llegar al país hizo amistad con el filósofo Carlos Pereyra, interesado al igual que Echeverría en la ontología, el existencialismo y el marxismo. Con él siguió de cerca los avatares del movimiento estudiantil de ese año. A través suyo conoció a personalidades con las que estableció una estrecha amistad y un fecundo diálogo intelectual, como Carlos Monsiváis. A finales de ese año, reprimido el movimiento y con muchos de sus dirigentes prófugos o encarcelados, Echeverría regresó a Berlín a promover la solidaridad con los estudiantes mexicanos presos, mientras leía la Crítica de la razón dialéctica de Jean Paul Sartre y mucha estética.

El 68 fue no sólo un estado de ánimo, sino un estilo de vida. Echeverría se fundió creativamente en esa generación y construyó una de las versiones del marxismo latinoamericano más ricas, fecundas e imaginativas de cuantas se han parido en el Continente.

  Las jornadas de lucha del 68 fueron, en su momento, la ruptura del sistema político mexicano más relevante en muchos años. En el pasado, otros movimientos fueron reprimidos y absorbidos por el sistema sin tener que pagar por ello grandes costos políticos. No así el movimiento del 68. Su represión generó una fuerte crisis de legitimidad y propició la formación de nuevos actores y políticos opuestos a él. Es el momento fundacional de un nuevo orden y el anuncio de la culminación de otro. Es una identidad, una experiencia de crisis que, más allá de la racionalidad, generó formas de acción y valores compartidos emotivamente, tanto por una parte de la clase política emergente como por una generación. El 68 fue no sólo un estado de ánimo, sino un estilo de vida. Bolívar Echeverría se fundió creativamente en esa generación y, desde allí, construyó una de las versiones del marxismo latinoamericano más ricas, fecundas e imaginativas de cuantas se han parido en el Continente.

  El movimiento socialista en México padeció crónicamente, hasta 1968, tres enfermedades básicas: el desencuentro con los sectores populares, su absorción en el nacionalismo revolucionario y la estatolatría, y su incapacidad para explicar la realidad nacional. La penetración del pensamiento socialista en sindicatos obreros y organizaciones campesinas fue, durante décadas –y con excepción del periodo cardenista–, un hecho marginal y superficial, y estuvo usualmente amortiguado por la hegemonía de la ideología de la Revolución Mexicana y por una visión estatolátrica de la política.

  Como lo ha señalado José Aricó, ello fue resultado, en primer lugar, no de la mala aplicación del pensamiento de Marx, sino de la incapacidad del mismo filósofo para comprender la realidad de América Latina, que, en parte, se mantuvo con el marxismo de la III Internacional. Pero también fue producto de la dificultad de los socialistas por insertarse de manera autónoma y creativa en una sociedad y un Estado surgidos de una revolución popular.

  La izquierda socialista mexicana existente hasta 1968 era, en lo esencial, un conglomerado de fuerzas grupusculares, aislada de amplios sectores de la población, derrotada políticamente y, salvo excepciones notables, con grandes limitaciones teóricas y atada a los vaivenes de la política estatal.

  El movimiento del 68 comenzó a cambiar esta composición. Miles de jóvenes dejaron las universidades y la vida en la ciudad de México para trabajar políticamente en ejidos, fábricas y barrios populares en provincia. Formados en una cultura política generada desde su participación en brigadas estudiantiles, asambleas de masas, movilizaciones callejeras, enfrentamientos con la policía y desconfianza en la prensa comercial, enmarcados en la lucha por la revolución socialista se integraron a luchas populares históricas o incipientes trasladando su concepción y experiencia organizativa. Esta visión societal y asamblearia de la política terminaría fundiéndose, no sin choques y malentendidos, con las tradiciones y la cultura política popular. La tradicional crítica intelectual del poder fue sustituida por la contestación política de la cultura. Simultáneamente, y en otros terrenos, centenares de jóvenes se propusieron tomar el cielo por asalto y empeñaron sus afanes y sus vidas en proyectos político-militares.

  De manera simultánea, se produjo una formidable reinterpretación de la realidad nacional inspirada tanto por el pensamiento marxista como por una intelectualidad fuertemente influida por el movimiento del 68. Muchas de las nuevas aportaciones teóricas apuntaban el carácter plenamente capitalista de la economía mexicana y la necesidad de considerar que la próxima revolución sería básicamente socialista.

  Multitud de jóvenes se acercaron al marxismo, estudiándolo en círculos de formación o en organizaciones protopartidarias. Muchos más lo conocieron en la escuela, a través de iniciativas pedagógicas, como los Colegios de Ciencias y Humanidades. Los planes de estudios de muchas instituciones de educación superior se reformaron para estudiar marxismo. La divulgación del materialismo histórico fue masiva. En el país se publicó o leyó no sólo a los clásicos, sino que también se tuvo acceso, a través de las ediciones de Pasado y Presente, Era, Siglo XXI o ZYX, a textos críticos. Proliferaron la prensa y las revistas teóricas de izquierda como Oposición, Bandera Socialista, El Machete, Punto Crítico, Cuadernos Políticos, Historia y Sociedad, Estrategia, Teoría y Política y Palos. En todo este proceso, la Facultad de Economía de la unam desempeñó un papel central. La escuela se convirtió en un laboratorio de este cambio y en un semillero de dirigentes e intelectuales.

  Instalado en México, Echeverría hizo traducciones y reseñas de libros y dio clases de lógica en la Preparatoria núm. 5, que finalmente no le pagaron porque las autoridades olvidaron inscribirlo. En 1972 impartió en la ENAH un curso de marxismo, en sustitución de Jaime Ross, utilizando Historia y conciencia de clase como texto fundamental de análisis. Acompañó a Punto Crítico y al Taller de Análisis Socio-ecónomico (TASE), e impartió seminarios y talleres dedicados a comprender lo mismo la obra de Regis Debray que la de Antonio Gramsci. En aquellos años, a él le interesaba, sobremanera, la estética y la literatura. No en balde, tiempo después, consideró que la literatura ha sido la forma por excelencia de reflexionar en Latinoamérica.

  Era muy actual, entonces, la obra de Paul Sweezy y Paul Baran, el estudio de la dinámica del neocapitalismo y la Teoría de la Dependencia, a la que Echeverría puso fuertes reparos conceptuales. A él le pareció indispensable hacer la crítica de este pensamiento, mostrar que Marx no era un economista más sino algo distinto, que no hacía economía política sino su crítica. En general, en aquellos años la teoría no interesaba mucho, y preocupaba, sobre todo, el trasfondo político. Dominaba la improvisación y la premura. Él, por el contrario, a contrapunto de esa tendencia, buscaba alimentar la reflexión de largo aliento.

  En 1974 se recibió como filósofo con un trabajo acerca de las 12 Tesis sobre Feuerbach. En la Facultad de Economía se hizo cargo del seminario de El Capital. Rápidamente adquirió un enorme prestigio y se convirtió en un profesor de culto. Muchos de sus estudiantes llegaron allí sabiendo previamente marxismo. Entre maestro y alumnos se entabló una relación muy rica. No es exagerado afirmar que Echeverría formó –como muy pocos educadores lo han hecho– a una generación que, en contra de lo afirmado por Enrique Krauze, tiene en su seno a una brillante camada de pensadores críticos.

  Para él El Capital fue una especie de reto teórico. Le fascinó su estado de obra inconclusa. Se propuso rescatarla para ver qué cosas estaban por hacerse, encontrar su estructura lógica y ver qué posibilidades había para ese discurso. En el empeño puso a prueba múltiples intentos discursivos, de manera central la semiología.En la Facultad de Economía fue un elemento perturbador, pues se dedicó no a formar economistas sino a estimular la elaboración de una crítica de la economía política. Él constató cómo la economía política se ha vuelto menos pura y más compleja, cómo está intervenida por otros niveles de la vida social.Para Echeverría eso implicaba hacer la crítica de la vida social, echar mano de otros marxismos de otra densidad, para avanzar en la generación de una modernidad no capitalista.

Producto ejemplar de una generación excepcional, Bolívar Echeverría será una estrella polar para la nueva generación que hoy emprende el camino de la lucha por la emancipación y una modernidad alternativa al capitalismo.

  Echeverría participó, también, en la que muy probablemente haya sido la principal revista teórico-política de la izquierda mexicana entre 1974 y 1989: Cuadernos Políticos. La publicación nació como un proyecto independiente del Estado, de los partidos políticos y de las corrientes de opinión dogmáticas. A su interior se realizaron debates interesantísimos. Señal de los tiempos, su nombre no apareció en la lista de los miembros del consejo de redacción en los dos primeros números, como medida de protección. Su papel allí fue central. Escribió también, con el seudónimo de Javier Lieja, para Solidaridad, la publicación de los electricistas democráticos, de Rafael Galván.

  A diferencia de muchos de sus compañeros de viaje de aquellos años, Echeverría nunca se deslumbró con el estatalismo, por el contrario, lo criticó fundamentada y ordenadamente. Para él, resultaba claro que el campo de acción de la política marxista no sólo no debería limitarse al campo de la acción de la política que instituye el Estado, sino que debería tener su centro de gravitación fuera de él, justamente en aquellas regiones o en aquellos momentos del comportamiento social espontáneo anticapitalista, que han dejado de ser, que aún no han sido o que simplemente no pueden ser integrados en la politicidad cósica de la mercancía-capital.

  No es casual que la revaloración de la obra de Bolívar Echeverría por parte de una comunidad que va más allá de sus colegas y discípulos se produzca ahora. La atención e interés que despierta no tienen que ver tanto con las respuestas que ofrece a problemas específicos de la política, sino con el universo de reflexión que su pensamiento abre, con el aliento cultural que brinda en una época de desilusión y desencanto. Entre otros muchos destaco dos ejemplos: su visión sobre la relación entre valor de uso y utopía precede e ilumina, con mucho, el actual debate que se da sobre el commons. Su crítica de la política y lo político está en estrecha sintonía con el nuevo imaginario anticapitalista que se ha ido formando a partir de la insurrección zapatista.

  En 1996, Bolívar Echeverría fue invitado por el Ejército zapatista de Liberación Nacional (EZLN) a ser su asesor en la mesa sobre Democracia y Justicia. Meses después participó en el Foro de la Reforma del Estado que los mismos zapatistas convocaron en San Cristóbal de las Casas, con una ponencia en la que reflexionaba sobre la política y lo político desde una perspectiva muy lejana a la izquierda tradicional, en muchos sentidos heredera del marxismo crítico de los años veinte del siglo pasado.

  Él explicaba la rebelión de los indios en Chiapas que se destapó en 1994, como parte de la no consumación de la conquista de los pueblos indígenas. Según el filósofo, el levantamiento puso en evidencia una situación histórica que es aún nuestro presente, en la que se vive un proceso tanto de conquista interrumpida como de mestizaje interrumpido. Para él, los estados burgueses y las repúblicas liberales de toda América Latina continúan la línea histórica de la corona española. “La tarea de estos nuevos estados –dijo– sigue siendo la misma: destruir las formas de vida indígenas.”

  Allá por 1984, cercano el fin del siglo xx, a propósito de Rosa Luxemburgo, escribía Bolívar Echeverría:

Sólo un hecho impide hablar del siglo xx como de una época de barbarie [...] la existencia de la izquierda: una cierta comunidad de individuos, una cierta fraternidad, a veces compacta, a veces difusa, que ha vivido esta historia bárbara como la negación de otra historia deseada y posible a la que se debe tener acceso mediante la revolución.

Comunidad y fraternidad, no solamente libertad e igualdad, son las palabras claves de esta definición, palabras que dicen de ciertos sentimientos y ciertas relaciones entre seres humanos antes que de programas o de proyectos políticos, que éstos vienen después. Tienen que ver aquellas palabras con la antigua idea de la “economía moral”, que no se refiere a la llamada ciencia económica, sino a lo que para la comunidad es justo y a lo que no lo es. De esta noción de justicia y de la de comunidad humana, sin las cuales no hay izquierda en el sentido que al inicio digo, se desprenden cuatro palabras: fraternidad, solidaridad, lealtad y respeto a sí mismo (lo que suele llamarse “dignidad”). 
Son condiciones necesarias para quien se proponga ser parte de la tarea interminable que define a la izquierda: organizar a los explotados, los oprimidos, los despojados, los humillados, los subalternos de todos los regímenes donde mandan la riqueza y la violencia.

  Esta reflexión –como el conjunto de su obra– muestra a Bolívar Echeverría como un pensador fértil y original, extraordinariamente actual, para enfrentar los retos del presente y del futuro. Producto ejemplar de una generación excepcional, Echeverría será, sin lugar a dudas, una estrella polar para la nueva generación que hoy emprende el camino de la lucha por la emancipación y una modernidad alternativa al capitalismo.

 

REFERENCIAS


^ * Luis Hernández Navarro, "Bolívar Echeverría: apuntes de una generación" en El Cotidiano, núm. 165, enero—febrero, 2011, pp. 115—120. Publicado con la anuencia del autor en esta página web.

^ ** Investigador independiente y periodista de La Jornada. Quiero agradecer a Andrés Barreda, Gustavo Leal, Martha Singer y José María Pérez Gay las conversaciones sostenidas en distintos momentos sobre Bolívar Echeverría, y al mismo Andrés Barreda el que me haya facilitado una copia de una entrevista inédita, no transcrita aún, que le hizo al pensador en 1991. Tanto las pláticas como la entrevista fueron muy útiles para escribir estos apuntes.

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