Carlos Pereyra y los tiempos del "desencanto"

De la revolución a la modernización: un recentramiento*

Bolívar Echeverría


Revista de la Universidad de México, núm. 573—574, octubre, 1998.

Resulta muy incómodo para mí hablar de los años que compartí con Carlos Pereyra, pues forman parte todavía del pasado tal vez no inmediato pero sí reciente, pasado que damos por vivo todavía y sobre el cual la mirada del historiador pareciera tener efectos letales, pues es una mirada que aun sin querer lo convierte en pasado remoto.

  Mi trato amistoso con Carlos Pereyra comenzó en 1968 y terminó hace diez años, con su muerte. Fue especialmente intenso durante el tiempo en que los dos formamos parte del Consejo de redacción de la revista Cuadernos Políticos, publicada por ediciones Era.

  Fueron veinte años en los que aconteció una transformación considerable en el discurso de nuestro medio político académico, en los que se cumplió todo un giro de ochenta grados en su esquema de preferencias temáticas. Una transformación, por lo demás, de la que la obra de Carlos Pereyra no sólo es un testimoino importante, sino de la que él mismo ha sido un “sujeto” de importancia decisiva. Son los años de lo que se ha dado en llamar la redefinición del “ser de la izquierda”, de lo que sería una “sustitución de los paradigmas” dentro de los que la izquierda afirmaba su identidad, y que la habría llevado, por ejemplo, a quitar el énfasis que tenía puesto en el significado revolución y a trasladarlo al significado modernización, a no perseguir ya la “democracia inmediata” sino a trabajar por una democracia representativa. El propósito de este trabajo es referirme a esta transformación que tuvo lugar en los años de mi trato con Carlos Pereyra.

El desconcierto nos reunió a Carlos Pereyra y a mí en 1968; desconcierto ante una realidad mexicana que se comportaba de manera compleamente atípica, anómala, ante una realidad a la que yo percibía como completamente desconocida y sin embargo, a la vez, muy cercana.

  Resulta incómodo hacer una reflexión sobre el sentido de una época que uno mismo vivió y que sigue conectada, aunque no sea más que por la permanencia de uno mismo, con la que se vive actuamente. Pero no sólo porque al reflexionar sobre ella la damos por cerrada y muerta, sin que lo esté, sino porque el resultado de la reflexón misma sobre el pasado aún presente da siempre la impresión de quedar incompleto y le deja a uno insatisfecho. Cuando se vive en ella, no se tematiza el sentido de una época, sino que se lo da por supuesto. Uno no analiza el ambiente en el que está, para estar ahí, sino que primero está ahí y a continuación trata de entenderlo, y lo hace siempre como algo que está siendo y haciéndose, que está inacabado: no como algo que ya ha sido y sobre lo cual se podría hacer un balance reflexivo. De manera que resulta todavía forzado y difícil reconstruir desde adentro la época del postsesenta y ocho, la época de Carlos Pereyra, un tiempo dentro del cual acabamos de estar, y no acabamos; reconstruir las premisas de lo que se hacía y se decía entonces -de lo que se dejaba de hacer o de decir, también-, aunque sólo se trate, como en este caso, de las premisas del ambiente político y cultural.

  En mi caso, lo primero que habría que hacer es recordar el desconcierto que nos reunió a Carlos Pereyra y a mí en 1968, en los pasillos de la Facultad de Filosofía, en varios cafés de la ciudad y en las calles de las grandes manifestaciones estudiantiles. Desconcierto en él ante una realidad mexicana que, según me decía, se comportaba de manera completamente atípica, anómala, irreconocible; desconcierto en mí ante una realidad a la que yo percibía como completamente desconocida y sin embargo, a la vez, como muy cercana. Recordar una invitación que venía de ese momento de la realidad mexicana a que nos abstuviéramos de juicio ante la singularidad de lo que veíamos, a que pusiéramos en duda los instrumentos conceptuales de que disponíamos para juzgarla, a que sospecháramos que podían llevarnos a falsear lo que estábamos viendo y viviendo.

  Mirada desde el mirador de la actividad política, que era el mirador por el que comencé a asomarme entonces a la vida mexicana, ésta se me presentaba, así, primero y ante todo, como una realidad desconcertante. Más allá de los hechos que resultan de la “desmesura” de sus dimensiones, lo desconcertante estaba en su capacidad de combinar, sin esfuerzo aparente, una inmensa vitalidad con una igualmente inmensa capacidad de contención. A alguien como yo, que se había habituado ya a la uniformidad de la sociedad alemana de Berlín, en donde había estudiado –aunque de otro lado proviniera de una ciudad parecida en sus costumbres a la Ciudad de México pero infinitamente más pequeña–, la vida mexicana imponía ante todo por la inmensa riqueza y el incansable dinamismo de las formas de su mundo. Pero a ese alguien, que había vivido en Berlín la gestación del famoso movimiento del 68 y que estaba convencido, como tantos otros, de que la historia pasaba por uno de esos raros momentos de “actualidad de la revolución”, de los que hablaba el joven Luckács, la realidad mexicana imponía también de manera negativa, dolorosa incluso, por la manera en que era capaz de encauzar dócilmente esa inmensa vitalidad en el cultivo de los restos institucionales de una revolución pasada, que, hacía tiempo ya, había incluso invertido su sentido.

Entre la idea de revolución y el mito de la revolución hay una gran diferencia; despedirse del mito de la revolución no implica necesariamente deshacerse de la idea sino tal vez, por el contrario, liberarla hacia una expresión más acorde con ella.

  Un movimiento obrero amplio y diversificado como ninguno, poderoso y organizado –eso era notable–, pero que era al mismo tiempo un movimiento totalmente auto-engañado, sumiso a una cúpula burocrática, ella misma sumisa a un régimen innegablemente antiobrero. Esta imagen del movimiento obrero era, en términos de la procupación política, la primera imagen representativa de México, que se proyectaba desde el pasado sobre el año de 1968. Era la imagen de una vitalidad política empantanada, una imagen que desgraciadamente iba a recomponerse poco a poco también en el futuro, en los quince años que siguieron a ese año crucial. Porque en 1968, por unos cuantos meses, la sociedad mexicana vivió fugazmente, sorprendida de sí misma, retándose a sí misma, en una serie de actos a medias imaginarios a medias reales –brutal, sangrientamente reales, algunos–, la descomposición de esta figura suya tradicional, la ruptura de sus hábitos institucionalizados de contención, la irrupción de su vitalidad política reprimida. Después del movimiento de 1968, la sociedad mexicana no pudo ya volver a ser la sociedad que la improvisación del Partido Revolucionario Institucional había construido autoritariamente a lo largo de cuarenta años. El proceso de recomposición de esa imagen de vitalidad empantanada iba a ocultar una serie de alteraciones sustanciales en la cultura política mexicana; alteraciones que han hecho de ella una cultura cuya meta indispensable es ahora sin duda la democratización institucional, pero cuya tradición retomada parece volverla reacia a pagar por esa democratización el precio de una barbarie neoliberal.

  Se ha vuelto ya un lugar común llamar a la época de la política de izquierda que coincide con los últimos veinte años de Carlos Pereyra la época del “desencanto”, de la ernüchterung (como la llaman los alemanes), de la puesta de los pies sobre la tierra, de la desilusión, de la desobnubilación o la desideologización; la época en la que se volvió a saber lo que sabe cualquiera que tenga algo de sentido común: que no hay nada de “realista” en “pedir lo imposible”; que, efectivamente, “debajo de los adoquines” de París no está “la playa”.

  Episodio central de esa época del desencanto en la política de la izquierda fue el de una metamorfosis: las metas y objetivos de abundancia y emancipación que ella creía reconocer en la vida social y hacia los cuales encaminaba su práctica cambiaron diametralmente. De tener la figura llamada “revolución” pasaron a tener la figura que conocemos como “modernización”. A finales de la época del desencanto”, la idea de revolución había pasado al panteón de las ideas políticas; había hecho ese tránsito junto con otras, emparentadas con ella, como la idea de democracia directa, por ejemplo. Todas estas ideas, todos estos “sueños” deberían corresponder ahora a algo así como la prehistoria de la práctica y el discurso políticos.

  Coincido, sin duda –¿quién no?–, con la afirmación de Octavio Paz de que “el mito de la revolución ha muerto, y de muerte natural”. Pero pienso que entre la idea de revolución y el mito de la misma hay una gran diferencia; que despedirse del mito no implica necesariamente deshacerse de la idea sino tal vez, por el contrario, liberarla hacia una expresión más acorde con ella. Pienso que para la izquierda en la América Latina, y en general para su vida política, sería una recaída en un “encantamiento de nuevo tipo”, en una nueva obnubilación o falta de realismo, esta vez a la inversa, tomar algo que en la sociedad puede ser una voluntad de transformación radical como si fuera una simple voluntad de modernización, tomar algo que en ella puede ser una voluntad de gobernarse democráticamente como si fuera una simple voluntad de participar en comicios electorales.

Carlos Pereyra fue uno de los principales impulsores de lo que podría llamarse un shock de desencanto dentro de la política de izquierda. Fue por ello un hombre de su tiempo, a la vez producto de esta tendencia de la época y agente de la misma.

  El mito de la revolución ha muerto, sin duda; el mito romántico de la burguesía, que se gestó en la gran fiesta ceremonial que acompañó a la Revolución francesa de hace dos siglos. Es el mito del Hombre que sustituye a Dios en la capacidad de fundar y constituir formas para la vida social sacándolas de la nada; de fundarlas, de suprimirlas y de refundarlas a su antojo. El mito de la revolución es el mito de la omnipotencia de la política, de la capacidad indefinida de la actividad política, del ejercicio del poder político, de moldear la socialidad a voluntad, de quitar y poner instituciones. Es éste precisamente el mito que llevó a la política de izquierda a concebirse a sí misma y a ponerse en práctica como una técnica de la conquista, la inversión del sentido –de “burgués” a “proletario”– y el ejercicio dictatorial -“benigno” (decía ella)– del poder del Estado. Es el mito cuya muerte Octavio Paz atestiguó con oportunidad.

  Frente a él, la idea de la revolución, que la vieja izquierda creía expresar a través del mito de la revolución, es mucho menos metafísica y apocalíptica; es la idea acerca de la posibilidad de transformar radicalmente las relaciones de producción, de ponerlas en armonía con las capacidades técnicas de las fuerzas productivas, de reconstruir la sociedad en el sentido de la abundancia y la emancipación generales.

  La meta posdesencantada de la modernización no parece apta para sustituir, ni con ventaja ni sin ella, a la que se vestía con el mito de la revolución. La necesidad de un cambio cualitativo en los esquemas básicos de la vida social y de la afirmación de lo social en medio de lo otro o naturaleza, la necesidad de diseñar en la práctica un sistema civilizatorio alternativo al de la modernidad capitalista, es una necesidad que se detecta en las zonas de fracaso de la opinión pública confeccionada por los mass media y que justamente por eso, por ser capaz de atravesar semejante dominio totalitario, debería ser tenida en cuenta como una exigencia profunda y poderosa. Se trata, obviamente, de una necesidad de alcances revolucionarios. Frente a ella, la propuesta “desilucionada” o realista de modernización se muestra excesivamente pálida y limitada, obsoleta y contraproducente. Ofrece más de lo mismo a quien quiere tal vez menos, pero de otra cosa.

  Carlos Pereyra fue uno de los principales impulsores, desde finales de los años sesentas, de lo que podría llamarse un shock de desencanto o de realismo dentro de la política de izquierda. Fue por ello un hombre de su tiempo, a la vez producto de esta tendencia de la época y agente de la misma. Todos los que lo conocimos y a quienes nos importaban sus opiniones nos preguntamos, en un juego de anacronismo, qué pensaría él de la situación actual de la izquierda, cuál sería su posición dentro de ella actualmente, qué diría de este sexenio –y del anterior–, qué pensaría de la rebelión de los indios en Chiapas, del EZLN, de Marcos, etcétera. Nos preguntamos, y sabemos que no hay respuesta posible, que nadie puede sustituirle, ni siquiera imaginariamente, en su papel de sí mismo. Pero lo que sí sabemos, y convendría recordar hoy día, que hablamos de la época modernizadora en que le tocó vivir, es que la modernidad que él creía indispensable perseguir no era la de la entrega neoliberal de la vida política a las manipulaciones de la “mano oculta” del mercado –un mercado que él sabía que no es libre sino subornidado al capital–, sino otra modernidad, la modernidad que es posible descubrir desde la perspectiva socialista.

 

REFERENCIAS


^ * Bolívar Echeverría, "Carlos Pereyra y los tiempos del desencanto. De la revolución a la modernización: un recentramiento" en Revista de la Universidad de México, núm. 573—574, octubre, 1998, pp. 47—49. Publicado en esta web bajo una licencia Creative Commons Atribución—NoComercial—SinDerivadas 2.5.

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