La supremacía de los abismos

de José María Pérez Gay*

Bolívar Echeverría


La supremacía de los abismos, La Jornada Ediciones, México, 2006.

Agradezco a mi amigo José María Pérez Gay el haberme invitado a participar con otros amigos en esta mesa que se abre aquí para presentar su libro más reciente, La supremacía de los abismos.1

  Se trata de un libro que pareciera a primera vista documentar una muy personal, casi morbosa, predilección de Pérez Gay “por los abismos”, por la zonas de fracaso de la modernidad política y sus estados; un libro que, sin embargo, a medida que avanzamos en su lectura, se revela como una descripción indispensable del “otro lado”, el lado tenebroso y sangriento, que acompaña sin reposo a la realidad de fachada, que se pretende luminosa, de esa modernidad.

  El libro de Pérez Gay es una reunión de ensayos periodísticos, “artículos” los llama él, que se detienen a examinar varios de los fenómenos históricos del siglo XX, a partir de 1933 y el III Reich alemán, en los que se reconocen las distintas acepciones que puede adoptar la palabra “genocidio”, las múltiples modalidades en que puede darse el asesinato sistemático de poblaciones enteras por motivos de orden político.

  Cuatro apartados clasifican los artículos incluidos en este libro. El primero, titulado “El universo atómico”, trata tanto del genocidio apocalíptico de Hiroshima y Nagasaki como del infierno prolongado de Chernobyl, e incluye un agudo preámbulo dedicado a Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, y a  la ingenuidad rayana en lo ridículo de la soberbia de este hombre inteligentísimo que le creyó al estado capitalista sus declaraciones de que el conocimiento científico tiene para él un valor por sí mismo.

  El segundo, llamado “Los mil años de Germania”, se refiere a Auschwitz como un genocidio anunciado por el antijudaísmo estructural de la sociedad alemana en la época de Weimar y a la incapacidad de la Alemania de posguerra de asumir que su gran edificio descansa sobre un pasado genocida.

  En el tercero, “La sombra que avanza”, el autor da muestras de su preocupación e inquietud por la historia contemporánea fuera de Occidente, de su curiosidad solidaria y del amplio conocimiento que tiene de esos desates genocidas que parecen dar la razón a Carl Améry cuando hablaba de Hitler como un precursor y de Auschwitz como un adelanto de lo que estaba por venir. Camboya, Indonesia, Ruanda, Chechenia, Serbia son los escenarios por los que Pérez Gay sigue el trayecto de la sombra de ese genocidio fundador en su avance indetenible.

Se trata de un libro que pareciera documentar una muy personal predilección de Pérez Gay por la zonas de fracaso de la modernidad política y sus estados; sin embargo, a medida que avanzamos en su lectura, se revela como una descripción indispensable del lado tenebroso y sangriento, que acompaña a la realidad de fachada, que se pretende luminosa, de esa modernidad.

  El último inciso, “¿Cuánta globalización podemos soportar?”, Pérez Gay retoma esta pregunta del filósofo Safranski para mostrar cómo en un mundo en el que a la ONU le está prohibido guiar racionalmente el proceso de globalización, y en el que éste por lo tanto tiene que darse de manera “salvaje”, lo que se abre es “una perspectiva de violencia ecuménica inevitable”. La migración masiva de trabajadores desesperados que salen de la “geografía de la catástrofe” e invaden y se instalan en los resquicios y la periferia de las ciudadelas de la abundancia es el resultado de esta “globalización salvaje”. Y lo es también la guerra que estas ciudadelas del primer mundo emprenden contra lo que no es más que el resultado de su propia política económica suicida.  En primer lugar, la guerra preventiva, que reconstruye para  el siglo XXI el limes, la muralla anti-bárbaros del imperio romano, y que asesina lentamente, día a día, a los “migrantes indocumentados”, lo mismo en México, que en Ceuta y otros confines. Y en segundo lugar, la guerra de limpieza civilizatoria, como en la nueva “guerra civil en Francia”, en el 2005, que intentó aplastar “la rebelión de los imperceptibles”, de los infiltrados y tolerados pero jamás aceptados, de esos habitantes de París y ciudades parecidas, condenados a un ostracismo que los expulsa sin desterrarlos y que deben vivir, como en La invención de Morel, entre los dueños del mundo pero intangibles para ellos.

  Los cuatro incisos del libro se completan con un epílogo donde el autor nos ofrece tres retratos ejemplares. Los dos primeros, de dos vieneses anti-vieneses: Sigmund Freud, el implacable escudriñador del inconciente burgués, y Elfriede Jelinek, la escritora cuyas novelas son como heridas infectadas en medio del cutis bien cuidado de la sociedad austriaca. Y el último, el retrato de un palestino sui generis, Edward Said, el gran desmitificador del “exotismo” y  la ideología  “orientalista” de la modernidad europea.

 A continuación quisiera detenerme muy brevemente en dos comentarios que se refieren sólo a la “parte alemana” del libro que presentamos esta noche.

  En los dos ensayos del segundo apartado, intitulados “El laberinto del duelo”  y “Auschwitz: ¿Por qué no se oscurecieron los cielos?”,  Pérez Gay toca dos temas que son indispensables en la discusión acerca del nazismo. El primero es el de la asunción y superación del pasado nazi en la Alemania de posguerra, ubicado por Mitscherlich como el de una “incapacidad de duelo” peculiar de la sociedad alemana, de una negación a aceptar la pérdida de ese “ideal del yo” que había tomado cuerpo en Hitler y el estado impulsado por él. El segundo es el tema de la centralidad del anti-judaismo en la constitución del estado nacionalsocialista alemán.

  Respecto del primer tema pienso que, al resaltar una actitud denegadora de lo nefasto que hay en el propio pasado, que es una actitud común y corriente en todas las mentalidades nacionales modernas, como si fuera un rasgo extraordinario o excepcional, exclusivo de  la mentalidad alemana en la época de posguerra  y del “milagro económico”, se corrobora una vez más un argumento ideológico dirigido a exculpar a la modernidad capitalista de su responsabilidad en el fenómeno del nazismo. Se trata del argumento acerca de la singularidad o unicidad tanto del nazismo como de sus crímenes, incluido el holocausto judío. De acuerdo a  él, no habría ningún “género próximo” al que éstos pudieran pertenecer y  en referencia al cual destacarían en virtud de una diferencia específica. Serían fenómenos “únicos”, no en el sentido de “irrepetibles”, que en rigor todos lo son, sino en el de “inexplicables”.

  No olvidemos el modo en que las sentencias del Juicio de Nürnberg, en 1945-46, gravitaron decisivamente a lo largo de la historia europea de la segunda mitad del siglo XX. Después de mandar a la horca a un número escasamente simbólico de colaboradores cercanos de Hitler, los jueces se sintieron autorizados para exonerar a “los alemanes” en general de toda culpa grave en los crímenes perpetrados por el estado nazi en sus guerras de agresión a otros estados y de exterminio de otros pueblos. En los años siguientes, respetando el sentido de esas resoluciones, pareció suficiente una campaña expedita de “desnazificación” o  “desinfección política” del “pueblo alemán” para dejarlo nuevamente tan inocente y limpio en su conciencia moral como cualquiera de los otros pueblos europeos occidentales,”anti-fascistas” por definición, incluido, por supuesto, el norteamericano.

  El papel que en este argumento le correspondía al “pueblo alemán” no era propiamente el de “chivo expiatorio” sino tan sólo el de “hijo pródigo”: el que había regresado contrito y confeso de la abominable excentricidad totalitaria y cuyo castigo y rehabilitación venían a devolver su normalidad y armonía a la familia europea enemistada y a reinstalar a los estados occidentales en su legitimidad de siempre.

Postular la unicidad de la época nazi de Alemania, la de su impenetrable “pacto fáustico con el diablo”, es sólo un recurso un tanto rebuscado para esconder eso que se descubre en cada página del libro de Pérez Gay: que el germen del genocidio no viene de fuera sino que está en las entrañas mismas del capitalismo.

  Pero el efecto exonerador de culpas del Juicio de Nürnberg no pretendía solamente devolverle a “los alemanes” su peculiar autoestima como “pueblo excepcional” –y compensarles en un cierto sentido, puesto que, para la metafísica romántica, el ser excepcional es la prueba del más alto de los valores humanos, la creatividad, sea ésta constructiva, como la de Dios, o destructiva, como la del Diablo–. Lo que las resoluciones de Nürnberg pretendían sobre todo era sustituir la esencia política del fenómeno nazi por una esencia moral. Según los jueces aliados, el “mal” que, encarnado en Hitler y su pandilla, había tentado con excelente éxito a los alemanes, ingresó en Alemania viniendo directamente de los infiernos, asaltando sin previo aviso al estado de Weimar; nada tuvo que ver con ese “mal” la política que este estado fomentaba ni las fuerzas económicas del capitalismo que lo sostenían. Nürnberg hizo del nazismo un acontecimiento de orden moral cuya explicación no requiere que se sospeche, como lo exigía Horkheimer, de ninguna posible “maldad” del capitalismo ni del estado que él anima ni de la política que éste consagra. Nürnberg volvió así presentable ese monstruo conceptual que se refiere a una “culpa colectiva” en la que las culpas singulares, que son en verdad las únicas reales –las de quienes, por ejemplo, sabían o simplemente percibían que sus acciones estaban conectadas con lazos de complicidad con los crímenes nazis–, se diluyen y desaparecen; Nürnberg descubrió la existencia de una “culpa” anónima que –junto con la capacidad de “caer en el pecado”, de “arrepentirse”, “hacer acto de contrición” y “ser perdonado”– correspondería a un ente social, a una nación, que sería capaz de existir “como un solo hombre” y de poseer una conciencia moral unificada. compartida alícuotamente por todos sus miembros.

  Saldada la culpa de Alemania, reintegrada ella, con toda su excepcionalidad, en el concierto de los estados europeos, este concierto, por su lado, salía él también beneficiado, ratificado y fortalecido en lo único que realmente le importa: su consistencia capitalista. Postular la unicidad de la época nazi de Alemania, la de su impenetrable “pacto fáustico con el diablo”, es sólo un recurso un tanto rebuscado para esconder eso que se descubre en cada página del libro de Pérez Gay: que el germen del genocidio no viene de fuera sino que está en las entrañas mismas del capitalismo.

  Respecto del segundo “tema alemán” de este libro, el tema de la centralidad de una “guerra anti-judía” en el funcionamiento del estado nacionalsocialista alemán, pienso que los intentos de explicar la misma a partir de ciertos resentimientos traumáticos en la formación del Führer, que habrían venido a encauzar y potenciar el “antisemitismo alemán”, buscan su origen en un “odio” de consistencia humana para no tener que encontrarlo en la destructividad homicida “cósica”, propia de la acumulación capitalista, y en la urgencia ideológica en que ella entra de dotar de una figura de enemigo a quien ha “elegido” como su víctima necesaria.

Pérez Gay hace que el horror sea contable, porque da por supuesto que va a haber un lector que se conmueva y comprometa con lo contado; alguien que se mueva a la reflexión y se dé cuenta de la “débil fuerza mesiánica” que hay en su propio presente.

  Auschwitz no es el resultado de la concentración,organización  sistematización y exacerbación de un “odio”, ancestral o no, que hubiese estado activo en el conjunto de la población alemana. La animadversión hacia los judíos –mezcla de envidia y desprecio–, propia no sólo de la mentalidad alemana sino de la mentalidad europea en general  –más fuerte en el norte, menos fuerte en el sur– no sirvió más que como un pretexto, bastante endeble, por lo demás, para adjudicar a la población judía la encarnación o corporización de una entidad absolutamente enemiga, que resultaba indispensable para la autoidentificación del nuevo estado nacionalsocialista: la entidad denominada “el judío”. “El judío” representaba aquella parte del pueblo alemán que debía ser sacrificada en el proceso de reconversión de ese pueblo en el material –racialmente ario- de la nueva nación que este nuevo estado alemán necesitaba darse a sí mismo. De acuerdo al modelo de ese pueblo alemán reconformado –modelo retroproyectado desde un futuro ilusorio-, muchas partes del pueblo alemán que existía de hecho, el de la nación moderna de comienzos del siglo XX, resultaban estorbosas e incluso nocivas, y debían ser amputadas; muchos modos de ser de ese pueblo resultaban disfuncionales, y debían ser eliminados. El pueblo alemán que el estado nazi necesitaba construir en calidad de nación que lo sustentara sólo podía surgir de la destrucción del pueblo alemán anterior a él. “El judío”, esa parte del Yo nacional alemán que tenía que desaparecer para que ese Yo se reconformara y robusteciera, se había convertido en el enemigo a vencer y aniquilar. Su encarnación estaba en esa parte judía de la población alemana, el 1% de la misma, que sería la primera porción de los seis millones de judíos asesinados en Auschwitz y otros campos de trabajo y exterminio. Este es, en mi opinión, el secreto de la importancia crucial que la guerra anti-judía, la llamada “solución final de la cuestión judía”, tuvo para la Alemania nazi, y no un pretendido “odio espontáneo” de los alemanes hacia los judíos. Por lo demás, la violencia sangrienta, la persecución y el asesinato de los judíos –junto a otros alemanes “anti-alemanes”, como los comunistas– permitía al estado nazi ocultar el continuismo capitalista de su economía y presentarse a sí mismo ante las masas sublevadas como un estado proletario y revolucionario. En aquella época, la prueba irrefutable de la radicalidad de una revolución proletaria, como la que pretendía ser el movimiento nazi, era su disposición real a emplear la violencia militar contra las clases explotadoras. El terror y la violencia genocida que el estado nazi ejercía contra la población alemana-judía debía ser la  demostración permanente y cotidiana de esa radicalidad.

  Una observación final. En el prólogo del libro, Pérez Gay afirma con toda razón que a finales del siglo XX, y venciendo la incompatibilidad que Karl Kraus reconocía a principios del mismo entre periodismo y literatura, “los escritores han hecho del periodismo un nuevo género literario”. El propio Pérez Gay sería un ejemplo de ello: sus artículos alcanzan el status de ensayos literarios no sólo por la estrategia y la textura de la prosa que hay en ellos, sino sobre todo por la innegable maestría de la que hacen gala en el manejo de la anécdota.

  Cabe sin embargo hacerse una pregunta: ¿no resulta al menos paradójico el disfrute literario de un texto cuyo contenido es una relación de horrores?  Pienso que es el lector, cada lector, el que tiene que decidir ante la ambivalencia que motiva esa paradoja: ¿se trata de que, al fin de cuentas, todo, el horror inclusive, es consumible en el plano homogenizante de la abstracción estética o, por el contrario, de que precisamente la calidad literaria es el último reducto –o al menos la alegoría– de la esperanza en que el horror termine algún día? Pérez Gay le apuesta a este segundo lado del ensayo de periodismo literario: hace que el horror sea contable, porque da por supuesto que va a haber un lector que se conmueva y comprometa con lo contado; alguien que se mueva a la reflexión y se dé cuenta de la “débil fuerza mesiánica” que hay en su propio presente. Además, pienso que Pérez Gay, con este libro perturbador, quiere facilitarles el trabajo a quienes necesiten algún día “pasar su mano a contrapelo sobre el lomo de la historia.”

 

REFERENCIAS


^ * Este texto fue leído por el autor en la presentación del libro de José María Pérez Gay, La supremacía de los abismos (Jornada, México 2006) en Casa Lamm en octubre de 2006. Publicado en este sitio web bajo una licencia Creative Commons 2.5: Atribución—NoComercial—SinDerivadas.

^ 1 José María Pérez Gay, La supremacía de los abismos (México, D.F., La Jornada, 2006).

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