Todos somos marxistas*

Bolívar Echeverría


Revista Nexos núm. 123, marzo de 1988.

La afirmación básica de Carlos Pereyra sobre el marxismo como seña de identidad,1 me parece inobjetable -aunque él mismo no la respete como premisa de sus otras afirmaciones-. También me parece insuficiente.

  1. La afirmación básica: la heterogeneidad de la serie de proposiciones (de tesis explicativas, de propuestas metodológicas o de intervenciones críticas) que el marxismo debería englobar en su corpus teórico sólo puede ceder el sitio a una homogeneidad, si el propio marxismo se convierte en una realidad teórica evanescente. La unidad del marxismo teórico sólo puede establecerse en un nivel tan elevado de generalidad, que resultaría imposible hablar de él como de una doctrina específica, capaz de proyectar una identidad sobre sus seguidores. Hay que elegir: marxismo es un nombre vacío o sin referente propio en el universo de las entidades teóricas o marxismo es el nombre de muchas entidades teóricas homónimas, de muchos marxismos diferentes, incluso contradictorios entre sí.

  Esta afirmación tiene una consecuencia ineludible: resulta ocioso hablar de lo que el marxismo en general, como teoría, ha hecho o ha dejado de hacer; consecuencia a la que, sin embargo, Carlos Pereyra no quiere atenerse. Su artículo atrapa al marxismo en general convirtiéndose en “doctrina oficial de estados despóticos”, viendo “pensamiento burgués en todo lo que está fuera de él”, exagerando “la exégesis escolástica”, cerrándose ante “lo que se produce en otros ámbitos de la filosofía y de la ciencia”, -ignorando “elementos valiosos de la cultura moderna”, ausentándose, por incapacidad, “de la confrontación crítica y el debate contemporáneos”. Dado que todo intento de describir entidades tan difusas e inaprehensibles como el “marxismo en general” termina por no entregar otra cosa que imágenes más o menos válidas de ellas, en las que lo importante pasa a estar en el amor o el odio con el que fueron preparadas, alguien, con la misma inconsecuencia pero animado por una afectividad contrapuesta, podría enfrentar a la odiosa imagen del marxismo insinuada por Carlos Pereyra otra de igual validez, pero hecha de pura positividad: datos puntuales no escasearían en la historia de los distintos marxismos para hablar a partir de ellos de un marxismo todo él antidespótico, antisectario y antidogmático, autocrítico, informado y abierto a la discusión de todos los nuevos desarrollos científicos y filosóficos, inquieto y audaz en la investigación, presente en todos los ámbitos de la cultura moderna, interlocutor incansable de toda nueva iniciativa teórica o política.

  2. Pocas cosas resultan más desalentadoras en este sombrío fin de siglo que la reaparición, en la vida política de los estados modernos o que se pretenden democráticos, del sectarismo religioso -por esencia antidemocrático- como sustituto más o menos velado del partidarismo político. Por ello, cuando Carlos Pereyra nos recuerda -junto al hecho indudable de que una profesión de fe no es necesaria ni para pensar ni para actuar- que los ismos teóricos y políticos mantienen una vecindad “poco recomendable” con los ismos religiosos, uno no puede menos que sentirse tentado a seguir su recomendación de que, “en rigor, nadie debería ser marxista”.2

Al igual que otras pocas "filosofías" en la historia, el marxismo en nuestro tiempo tiene la peculiaridad de ser, no sólo un conjunto de respuestas a las grandes cuestiones de la época, sino justamente el formulador de esas cuestiones.

  Sin embargo, tal vez convenga pensarlo dos veces. ¿Es solamente una identidad como persona teórica lo que está en juego cuando uno evita el calificativo de marxista? ¿Acaso el nombre marxismo no alude a una realidad más impura y compleja, pero no menos importante, que la de una teoría? ¿Al apartarse del marxismo como entidad teórica no se aleja uno al mismo tiempo de un marxismo del que no quisiera alejarse? Para comenzar por el principio: ¿hay manera de no ser marxista? En su difícil pero injustamente olvidada Crítica de la razón dialéctica, Sartre habla del marxismo como “el horizonte de toda la cultura contemporánea”, el “humus de toda teoría particular” que pueda generarse en ella. Se refiere al hecho de que las ideas no existen aparte de las palabras y que nacen así marcadas por el hecho histórico concreto en el que tuvo lugar el acto lingüístico que las invocó. Al igual que otras pocas “filosofías” en la historia, el marxismo en nuestro tiempo -que dura tanto como la modernidad capitalista, para cuya crítica nació en el movimiento práctico del socialismo- tiene la peculiaridad de ser, no sólo un conjunto de respuestas a las grandes cuestiones de la época, sino justamente el formulador de esas cuestiones o el encargado de darles una expresión concreta. El marxismo es la “filosofía” de nuestro tiempo porque trae las preguntas a las que todas las otras “filosofías” deben también intentar responder. En este sentido, todos -incluso los antimarxistas- somos en el fondo marxistas: irremediablemente. Todos estamos señalados por una marca histórica inherente a la civilización contemporánea, que sólo podría ser borrada de ella antes de tiempo por alguna nueva -nada improbable- barbarie “purificadora”.

 

Ahora bien, este marxismo que posibilita la creación de todo el discurso teórico contemporáneo -y que se distingue por lo tanto del marxismo teórico en general- sólo es capaz de cumplir esta función fundamental en la medida en que él mismo posee la necesidad y la singularidad que corresponden a un discurso concreto en la vida política y teórica de nuestros días. El marxismo sólo puede tener esa vigencia trascendental gracias a que es ante todo una de las propuestas siempre renovadas de cultura política concreta en el mundo moderno.

  La vida moderna capitalista genera espontáneamente, a partir de los niveles más profundos de la actividad práctica y del comportamiento social, las tendencias o los lineamientos elementales de una cultura política que es estructuralmente conflictiva. Al mismo tiempo que sus necesidades de autorreproducción fomentan una línea de conducta y de pensamiento conservadora -que riñe y se bifurca ya de acuerdo a si es la reforma o la restauración la fórmula elegida para conservar el progreso (lo único verdaderamente conservable en la modernidad)-, las resistencias que despierta esa autorreproducción dan lugar a posiciones prácticas y discursivas abiertamente impugnadoras. La resistencia de las formas tradicionales de la técnica y de la socialidad, destruidas a medias e integradas previa deformación en sus versiones modernas, genera una actitud reaccionaria; la de las formas futuras, realmente posibles desde ahora, reprimidas e integradas ellas también, genera en cambio una posición revolucionaria. La aparición siempre renovada de esta conducta política profunda de resistencia revolucionaria a la autorreproducción de la modernidad capitalista constituye la necesidad del discurso marxista; éste no es otra cosa que el medio discursivo concreto en el que dicha conducta ha podido manifestarse hasta ahora.

  Así, mientras en el plano de la teoría resulta difícil, si no imposible, establecer para los distintos marxismos un denominador común que no se esfume en generalidades, en el plano de la cultura política, la propuesta profunda de los distintos marxismos no puede dejar de lado, sin traicionar la encomienda revolucionaria que ellos deben cumplir, un planteamiento básico que es seña concreta de identidad o singularidad: de lo que se trata es de liberar a la democracia, de sacarla del estado de secuestrada en el que se encuentra actualmente.3 La democracia, el autogobierno del pueblo, requiere que la facultad política fundamental que define a éste como sujeto, la capacidad de formar la figura concreta de su socialidad, actúe efectivamente. Y es esta facultad precisamente la que se encuentra mediatizada por los efectos políticos profundos de la forma capitalista de la modernidad. Liberar a la democracia es, en este sentido, lo mismo que luchar por el socialismo. Sólo en la medida en que la reproducción de la riqueza social deja de sostenerse sobre la esclavitud, es decir, en términos actuales, en la medida en que se deja de funcionar bajo la forma de explotación de plusvalor a los trabajadores o de acumulación de capital, y pasa a requerir de la libertad individual ante los medios de producción socializados, sólo en esa medida el capital, la cosa hecha sujeto, deja de secuestrar a la democracia.

 

REFERENCIAS


^ * Bolívar Echeverría, "Todos somos marxistas" en Nexos núm. 123, marzo de 1988, pp. 72—73. Publicado en esta web bajo una licencia Creative Commons Atribución—NoComercial—SinDerivadas 2.5.

^ 1 El autor se refiere al texto de Carlos Pereyra "Señas de identidad", publicado en Nexos 122, febrero de 1988, pp. 5—6.

^ 2 A comienzos de siglo, en la época wilhelmiana o del segundo Reich alemán, el podium de todos los actos públicos del Partido Socialdemócrata estaba siempre custodiado por las efigies de los dos santos patronos del socialismo de entonces: la de Marx a la izquierda y la de Lasalle a la derecha. En una época de religiosidades laicas, de retóricas fanáticas y frenéticas y de ánimos apocalípticos, esta teatralidad no era más que el intento fallido de no perder el paso por parte de una “ideología fría”. Ya desde antes, desde los años setenta, a quienes juraban por la imagen de la izquierda los llamaban marxistas. Tengo entendido —la anécdota se contaba en distintas versiones— que lo que quería Marx cuando, a la pregunta de unos desinformados turistas franceses, respondió con su famoso je ne suis pas marxiste era distanciarse de esos marxistas y no de sí mismo. Se distanciaba de esos socialistas que aprovechaban su prestigio de científico irrebatible en materia social y sobre todo su prestigio de padre porque creía que pertenecían a una generación que no entendía en qué consiste la radicalidad.

^ 3 Carlos Pereyra cree encontrar en la elaboración discursiva de Marx "una ausencia de espacio para pensar la política". Desde la óptica de Marx bien podría decirse, a la inversa, que lo que hace falta es justamente la exploración del espacio que él dejó abierto al pensar a la democracia como sometida al fenómeno de la cosificación.

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