Ziranda

Cavilaciones de Clío*

Bolívar Echeverría**


Revista de la Universida de México, Núm. 627, septiembre 2003.

Ni siquiera así

Si fuéramos capaces de algo más que sólo acariciar en el recuerdo los momentos añorados del pasado. Si nos fuera dado vivirlos nuevamente. Y si, por supuesto, lo hiciéramos con respeto, delicadamente, sin tocarlos ni cambiarlos en nada, sólo con mayor presencia de espíritu, ¿serían en verdad los mismos? Porque estar más presentes en ellos –ya no despreocupados, ignorantes de lo posible que había en ellos, sino acuciosos, pretendiendo agotarlo– ¿no terminaría por ser otro modo de alterarlos?

 

Mal de muchos

¿Hay consuelo en observar que el desastroso hundimiento de la época en que vivimos no hace más que repetir en su dinámica el de todas las cosas del universo, que desaparecen una a una para que aparezcan otras? Toda vida es una vida breve, encaminada hacia la muerte. Es una pequeña resistencia, una rebelión efímera, un detenerse fugaz en la cascada infinita y todopoderosa de la muerte. Consiste en construirse un mundo suspendido en la eternidad de su propia caída.

  ¿Cuántos segundos, medio minuto tal vez, tardó en chocar contra el suelo ese hombre que se lanzó al vacío de una de las torres gemelas en llamas, en la isla de Manhattan? ¿Tuvo tiempo de poner en suspenso lo que le sucedía, su estar ya casi muerto; de ignorarlo e imaginar por unos instantes algo diferente, viviendo en calidad de vuelo la sensación de su descenso acelerado?  

  Tal vez la historia es la estrategia para vivir como si fuera tiempo de gestación lo que es tiempo de catástrofe. ¿Será la neobarbarie en que ya estamos una neobarbarie creativa, y no simplemente suicida? ¿Una barbarie que, entre otras cosas, sea también capaz de abismarse ante el enigma que le dejan los rescoldos de nuestro presente?

 

Reacción y sabiduría

En la película de Murnau, Fausto vende su alma por una razón generosa; quiere ayudar a los pobres: convertir la miseria en abundancia. Mefistófeles le otorga el poder de hacerlo porque sabe que la acción que Fausto se propone realizar atenta contra el plan de la Creación, contra el sentido de la obra de Dios, su enemigo.

Toda vida es una vida breve, encaminada hacia la muerte. Es una pequeña resistencia, una rebelión efímera, un detenerse fugaz en la cascada infinita y todopoderosa de la muerte.

  Pero, la Creación, ¿es en verdad reformable? ¿Acaso el intento de alterarla en favor de los humanos no termina por ser contraproducente y hundir a éstos en una miseria incluso mayor? ¿No es sabio reconocer que así como es y como avanza, la Creación es perfecta; que ella no es “el mejor de los mundos posibles”, pero sí “el único posible”?

  Tal vez. Pero un Fausto más audaz, verdaderamente moderno, podría aventurarse fuera del diálogo perverso entre Dios y el Diablo, de su forcejeo desastroso en el drama de la Creación. Podría guiarse por una sabiduría diferente, que lo llevara no sólo a reformar la Creación, sino a revolucionarla. Podría recurrir directamente a la fuente de lo divino, de la cual esa pareja no es más que una versión ya fatigada; entrar con ella en un trato directo que haga del mundo de los humanos otra cosa que una creación de Alguien que se pone en lugar de ella. Que haga de él el resultado de un diálogo –"lúdico", decía Benjamin– entre ella y una de las figuras que ella misma adopta; figura cuya consistencia contingente tendría sin embargo la necesidad fugaz de una voluntad; débil, si se quiere, pero igual en jerarquía a la “voluntad” de esa fuente de lo divino, a la que responde. Sería un Fausto que habría leído también ese libro en cuya inconveniencia coinciden lo mismo Dios que el Diablo: El capital, de Marx.

 

Gato por liebre

Ofrendar simulacros en lugar de la víctima misma, timar, engañar a los dioses, “matarlos” cada vez un poco más, en eso parece consistir el secreto del progreso. Transitar de la fe fanática en los dioses arcaicos a la fe irónica en los dioses olímpicos; desprenderse del submundo cruel, sórdido e implacable de las Erinias y pasar a la atmósfera favorable, luminosa y aleatoria de Apolo y sus congéneres, he ahí el sentido del progreso. Pero ya Teseo, el matador del Minotauro, el más paradigmático de esos dioses arcaicos; Teseo, el héroe que supo eliminar de la vida política el sacrificio de víctimas humanas, debió instaurar, en cambio, otro tipo de sacrificio, menos evidente pero igualmente mutilador. Algo de sí debió eliminar desde entonces, junto con Ariadna, la poseedora del secreto de la armonía, a la que sacó de su patria antigua para dejarla a la espera en la isla de Naxos.

Un Fausto más audaz, verdaderamente moderno, podría aventurarse fuera del diálogo perverso entre Dios y el Diablo, de su forcejeo desastroso en el drama de la Creación.

  A tres mil años de comenzada, la empresa modernizadora de Teseo no termina de cumplir sus objetivos: el enriquecimiento y la emancipación del ser humano. Ariadna y lo mejor del propio Teseo no han podido ser rescatados todavía; su ostracismo permanece inevitable, y, según todo lo indica, seguirá así por algún tiempo. La necesidad del sacrificio o la entrega que los humanos han debido hacer a “lo otro” de lo mejor de su cuerpo colectivo o singular para propiciarlo, al compensar con esa ofrenda la ruptura del orden universal que implica la existencia se ha repetido una y otra vez en una serie de metamorfosis a lo largo de la historia de Occidente –haciendo que lo ganado, la “cultura”, sume siempre cero junto a lo perdido, a la “barbarie”–. El lamento de Ariadna resuena a lo largo de toda esta historia.

  La misma modernidad que mira por encima del hombro a las sociedades “primitivas”, basadas en el despotismo y la represión sangrienta, asienta ella también los triunfos de los que se enorgullece sobre otra piedra de sacrificios humanos, sobre la “esclavitud moderna” del trabajo asalariado y el genocidio no siempre “imperceptible” de los marginados y los colonizados.

  A la luz de lo sufrido en el progreso de la modernidad capitalista se vuelve comprensible la falta de entusiasmo que se observa últimamente en quienes le niegan toda razón de ser al conservadurismo. ¿Tenían razón los aztecas cuando calcularon que era preferible ofrendar a los dioses corazones humanos auténticos, pequeñas fuentes de sangre, alimento del universo, y no simulacros; cuando se apartaron del progreso, se quedaron en la religiosidad de las Erinias y no quisieron “pasarse de listos” y creer que efectivamente podían ser más astutos que los dioses?

 

REFERENCIAS


^ * Bolívar Echeverría, "Ziranda. Cavilaciones de Clío" en Revista de la Universidad de México, Núm. 627, septiembre, 2003, p. 75. Publicado en este sitio web bajo una licencia Creative Commons 2.5: Atribución—NoComercial—SinDerivadas.

^ ** Filósofo. Premio Universidad Nacional.

Creative Commons License

2017 bolivare.unam.mx

Powered by DailyMatrix